martes, 26 de enero de 2010

ASIGNATURA PENDIENTE

Nací, al menos eso es lo que dicen los papeles, en Barranquilla, Colombia. Soy adoptada y desconozco quienes son mis antepasados de sangre; puedo ser cualquier cosa pero, esto no me inquieta lo más mínimo.

En mi mundo infantil de agua y chocolate no existían distinciones entre los hombres, a no ser por la barrera entre gente mala y buena, nada más. Mi abuelo, un concienzudo trabajador pegado a la barra de un mostrador, me enseñó a servir a la clientela con una misma sonrisa para todos.


La primera vez que me choqué frontalmente con la mezcla de razas fue en Londres, yo contaba entonces con unos diecisiete floridos años. Jamás había visto tantas tonalidades de piel paseando por un mismo asfalto. Lejos de pensar que aquello era raro, lo interpreté como una característica más de aquel país. Tiempo después, llegué a París. Me encantaba sentarme en las profundidades del metro y observar el mundo multirracial que navegaba por el subterráneo parisino.

Más tarde, recalé en New York, allí encontré tanta piel de leche negra con mi misma lengua, que me confundí entre ellos, convirtiéndome en una más.


De vuelta a España, me casé y seguí trabajando; compaginar un abanico de quehaceres como el de ser madre, esposa, ama de casa y profesional, me condujeron a una profunda depresión. Pretender abarcar un todo y ser mujer diez, me hundió en la nada.

Estando de baja, un día sonó el timbre de la puerta. Las pastillas me tenían atolondrada y, en vez de ser cauta, abrí. Frente a mí estaba parada una mujer de piel ámbar; nunca he visto unos ojos tan desprovistos de esperanza ¡Qué lástima sentí!

Sin entender muy bien lo que me decía- una vez más la medicación estaba influyendo decisivamente en mi comportamiento- la invité a que se sentara en la cocina. Pasamos exactamente hora y media juntas. Se atiborró a leche con galletas, y en los descansos me contaba cómo había llegado a España, la necesidad de trabajar y los 5 niños que en Ecuador la estaban esperando.


Han pasado 10 años. Alexandra es mis pies y mis manos; me pregunto “¿Qué haría sin ella?” De vez en cuando por mi casa recala la novia de su hijo mayor. Es rumana y Alexandra la está enseñando el oficio. Anna, era maestra en su país; aquí, aprendiza de señora de la limpieza. Nos entendemos por gestos. Los más habituales son el abrazo y una sonrisa.

Llevo dos años seleccionando personal y me conocen por el apelativo “María la de la ONU”. Actualmente en la empresa están trabajando dos argentinos, un colombiano, un portoriqueño, un magrebí y un venezolano; los elegí porque sus Currículum eran envidiables, la riqueza moral, intachable, sus ganas de trabajar e ilusión, desbordantes.

Rodeada de este arco iris siento que crezco por dentro, por eso no entiendo la palabra “Racismo”, no está en mi código de valores, es más, no la quiero incorporar, aunque soy humana y a veces, cuando vuelvo a casa a altas horas de la noche, me estremezco si pasa por mi lado algún desconocido con alo de musulmán... Es mi asignatura pendiente después del 11M.

1 comentario:

José Luis López Recio dijo...

Has creado un personaje que ha vivido en muchos sitios y con gentes de todas las razas. Siempre lo digo, viajar cura el racismo.
Un abrazo guapa.