Era la más bonita de todas las mujeres que cada mañana se
arremolinaba en la parada del autobús.
Pulcra, delicada, femenina, amable... Juntando todos los adjetivos,
faltarían aún para definir a Aurora.
Se sentaba en el penúltimo asiento y dividía su tiempo en la
lectura de un periódico y mirando por la ventana. Yo me sentaba a cierta
distancia de ella, pero siempre frente a su asiento. Me intimidaba su
personalidad dulce y arraigada en códigos íntimos que se la escapaban por sus
ojos almendrados, o por aquella boca diminuta de labios finos. Me conformaba
con mirarla, perderme en ella deseando que llegara el siguiente día para
volverla a ver. Los fines de semana se me hacían eternos y el lunes volvía la
luz a mi vida.
La timidez me mataba, se lo conté a mi amigo Luis y me dijo que me
lanzara, que el no, el rechazo ya lo tenía, pero el sí era un misterio, una
suerte que debía correr tras ella. Si no lo hacía, siempre me quedaría la duda;
me convenció.
Y llegó aquel tres de diciembre, eran las siete y media de la
mañana cuando ambos llegamos a la parada casi a la vez. Entre la multitud que
había esperando fui haciéndome hueco hasta que llegué a situarme detrás de
ella. Nunca había estado tan cerca de ella... Y olía a especias y su pelo…,
eran infinidad de trigos cayendo por su abrigo.
Llegaba el autobús y la gente comenzó a tomar posiciones. Yo no me
despistaba del pelo de Aurora que como una dulce luz de invierno iba iluminando
mis expectativas.
De pronto alguien me empujó y fui a parar a la calzada. Me
incorporé rápidamente, pero noté que me dolía todo aunque el dolor se evaporó
rápidamente...Entonces me di cuenta que un cuerpo yacía en medio de un charco y
un coche estaba empotrado contra la marquesina del autobús. Nervioso, busqué a
Aurora que lloraba en un rincón. Me acerqué sigilosamente, su cuerpo se agitaba
entre el llanto y el miedo. Sin darme cuenta abrí los brazos y atraje su pecho
al mío. Mi nariz se perdió en el aroma de su piel hasta que la magia se rompió
por las voces que nos decían que subiéramos al autobús. Nos sentamos en el
penúltimo asiento y tomé sus manos bajo las mías; comenzaba a amanecer y sus
dedos estaban fríos.
... Soy feliz, Aurora y yo no nos hemos vuelto a separar desde
aquel día de invierno, tengo la sensación de que nuestro amor es eterno. No me
importa que ella haya envejecido después de cincuenta años, y yo me siga viendo
igual. También me da lo mismo que ella no me pueda tocar, ni siquiera ver. Ya
lo hago yo por los dos.
3 comentarios:
¡Precioso! y el final inesperado... Tus palabras son como una varita mágica
Un abrazo cálido
Qué bella historia! MariÁngeles, qué alegría... También yo he estado alejada un tiempo. Y es un gusto volver a leerte siempre y saberte cercana. Un besazo enorme, guapa!
Muy querida amiga.
Tus crónicas como siempre son animadas y plenas de encanto.
Me alegra mucho saber de nuevo de ti.
Te mando un inmenso abrazo.
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