
Un día, hace muchos años, era yo aún muy niña, me plantificó mi padre en un muro de un puerto pesquero a ver salir a lar mar a los pescadores y sus redes. En la poyata donde estaba, llegó una gaviota que, con elegante ademán, sentí que me daba los buenos días. Del susto, osé no respirar hasta que no pude más y robé al viento todo el aire de que era capaz. Doña Gaviota me miró curiosa; yo también la miré de reojo y noté que su curiosidad iba más allá de los que mis sentidos podían abarcar. Quise imitarla, pero no me dio tiempo; voló tras el sonido del barco sumándose a una estela de gaviotas que surcaban un mar plácido, despertando en un día luminoso. Las oí cantar y cerré los ojos para guardar en mi memoria aquel instante efímero.
Al día siguiente, estando en la playa, la vi llegar. Sabía que era ella, mi instinto me lo decía. Se aposentó, de nuevo, junto a mí. Yo escarbaba la arena, y ella bebía de agua que brotaba. Quise imitarla y acerqué mi nariz a la tierra; fue aquel instante cuando el aroma a salitre se mezcló en mi esencia hasta convertirme en hija del mar.
Esta vez, me dio tiempo a examinarla con detenimiento. Era blanca con vetas levemente agrisadas. Un pico largo y amarillo; el contraste era espectacular. Tan ensimismada estaba con Doña Gaviota que no sentí, al principio, el tintinear de la lluvia ni siquiera arreciar el trueno; ella tampoco… Estábamos imbuidas en un mundo aparte, donde la sensibilidad humana pocas veces entra. Cuando mi padre avisó, ella presenció con absoluta calma mi partida y, a continuación, volvió a mirar al horizonte enfurruñado de gris y noche y, elevando su cabecilla, comenzó un cántico coreado por multitud de gaviotas. Al día siguiente me fui y nunca la volví a ver, pero siento que la llevo dentro, que hubo un milagro que la ciencia no podría explicar aunque se lo propusiera.
Hoy, muchos años después, mi cuerpo de niña me ha abandonado, ahora en mi piel surcan cicatrices blancas, mi pelo se viste de ceniza y por mis dedos emergen letras en amarillo.
Cuando me falta el aire, si puedo, me escapo al mar más cercano a tumbarme boca abajo, a la orilla de la ola, y barnizarme del salitre que me falta, a rociar mi espíritu del mensaje del agua al llegar a puerto que canta a esperanza en un mundo de incomprensión.
Me gusta reflexionar en el silencio del oleaje, mirar al horizonte y preguntarme por qué no entiendo al ser humano, por qué yo soy lo que no quiero ser.
Así estoy hasta que despierto con una trova de gaviotas que lamen mis heridas. Sé que mi cuerpo no posee alas, pero sí mi imaginación. Ella vuela tan alto como mis gaviotas y emigra a los mares del sur cuando el temporal arrecia el alma de Eva que llevo dentro.
A veces, cuando vago en el olvido y me dejo mecer por la desidia, siempre termino pensando que nací para ser gaviota y, como tal, pinto en una cuartilla mis vuelos rasantes con plumas cenizas, alimentando mi sed con los peces lectores que pesco en un mar de letras.
¡Feliz navidad, amigos!
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