jueves, 16 de enero de 2020

SOBRE LAS CUMBRES MOJADAS




Adolfo es un tipo dolorosamente lúcido cuyas canas del alma pesan muchos años de rigores pero, a pesar de eso, aún le gustan las mujeres. A ser posible las rellenitas aunque una flaca, para salir de un apuro, también le vale.
Él fue agricultor; bueno, tampoco. Trabajaba la tierra de otros. Allá en la sierra giennense no había muchas salidas por no decir ninguna.
Con el tiempo, los chicos de su edad se fueron marchando a las ciudades de alrededor, pero Adolfo no tenía miras ni ganas. Al principio, eran un chaval apocado, de mirada huidiza, obediente y trabajador. Al verse sólo y rodeado de mujeres, éstas comenzaron a jalearle, a instruirle en la vida. Así comenzó a perder las capas de cebolla que cubrían al bueno de Adolfo. Las mujeres y la tierra fueron su mundo, su libro de historia y de aprendizaje.

 Decían las malas lenguas, entre ellas la de su madre, Rosarito y Terencia, sus hermanas, que era muy buen mozo; Adolfo no se lo creía porque, aunque iba espabilando con los años, seguía guardando la inocencia y frescura de una tierra sin malear. De hombros anchos, estatura respingona, pelo de espesos trigales, y ojos de castaños iluminados por el sol. Su boca era como los jardines en flor perpetuos; la sonrisa siempre le acompañaba.
En los ratos muertos de verano, cuando el sol achicharraba las ideas, Adolfo se sentaba debajo del almendro que crecía desde los años de la postguerra. Su abuelo decía que Largueta, variedad del almendro, era un valiente excombatiente que aguantó condiciones extremas de hambre y frío y, a pesar de eso, sobrevivió dando su fruto y sombra a la familia Pascual. Así que Largueta era uno más de la familia, el silente amigo y compañero de cuitas en noches de verano, del flirteo de sus hermanas, y las lágrimas de sal de su madre, doña Rubina.

Pues como decía, Adolfo se perdía bajo la sombra del tronco agrietado y oscuro de Largueta, dedicándose a hacer un instrumento, al menos eso era lo que pensaba Adolfo cuando trabajaba la madera imitando a una flauta que conservaba como herencia de sus antepasados, y guardada en una funda de terciopelo rojo. Le fascinaba aquel instrumento, y se inventaba historias de cómo había llegado a la familia Pascual. Contaba a sus amadas que hubo un famoso trovador en su familia. El tiempo diluyó los músicos en la saga de los Pascual hasta que nació él, Adolfo Pascual, destinado a perpetuar la gloria musical de su familia.
Mientras trabajaba la madera, Adolfo se reía de sus invenciones, no entendiendo cómo se podían tragar las jóvenes campesinas aquellas historias que variaban igual que el viento. La verdad de la flauta no era más que en la batalla y asedio a Barcelona, su padre fue disparado en una pierna arrastrándose a un refugio donde sólo había un hombre muerto abrazado a un paquete. En aquellas horas de espera, humo y ráfagas de disparos, su padre se entretuvo con aquel paquete, olvidando el miedo mientras observaba una flauta de oro y platino- él no entendía de oros y platinos, pero se le antojaba que ambas palabras eran ricas en texturas y dineros-  y envuelta en terciopelo rojo… Adolfo pensó que la flauta había sido mágica salvando a su padre de una muerte segura; el resto, lo hizo su imaginación.

Tres años después de que Adolfo intentara asemejar con la madera a la flauta mágica, terminó la suya aunque después de tanto esfuerzo se preguntó “Y ahora, ¿qué, chaval?” Él soplaba aquel tubo hasta que el sonido le ponía dolor de cabeza. Lo guardaba y, al día siguiente, volvía a la labor de hacer sonar aquel chisme rudimentario. Hasta que un buen día, tratando con sus dedos gordos, aunque ágiles de tapar y destapar unos agujeros, salieron un par de sonidos que le atraparon. Quiso memorizar los pasos para no olvidar aquellos sonidos; con un lapicero y un cacho de papel de periódico anotó los pasos. Desde aquel momento y durante un tiempo, Adolfo olvidó a las mujeres que fueron canjeadas por aquella música extraña.
Una tarde en la que se hallaba juntado unas notas con otras, al terminar, no salió de su asombro cuando escuchó frente a él aplausos. Levantó la cabeza y allí, delante del bueno de Adolfo, el truhán de historias, y leyendas de una flauta, con el único fin de conquistar mujeres, se encontraba un ramillete surtido de damas. Digo lo de surtido, porque también estaba doña Inocencia, la rica y acaudalada esposa de don Venancio, el mayor sinvergüenza de la comarca, al que todo el mundo respetaba más bien por el miedo que provocaba. Adolfo conocía muy bien las curvas de Inocencia y el aroma de sus sábanas, pues cuando don Venancio se largaba, Adolfo se metía en su cama a calentar la soledad de su esposa.

Pues bien, Inocencia, arrebolada de entusiasmo, dijo a Adolfo que le ayudaría a triunfar. Aquellas palabras le hicieron gracia, pero no la quitó la ilusión; menos mal, porque a partir de ahí y gracias a Inocencia, se inició la carrera de Adolfo siendo considerado sucesor de Richard Egües o André Jaunet.
La primera obra que creó se llamó “Largueta” como su almendro, aunque la obra máxima de Adolfo será recordada por el bello nombre “Cumbres mojadas” en honor a Inocencia, su mentora, y dueña de los mejores orgasmos que una mujer de carnes rellenitas le haya podido dar a un hombre.
Ahora, cuando los años se amontonan unos encima de otros, Adolfo, sentado bajo Largueta suspira imaginado a una mujer mientras acaricia el cuerpo alargado de su flauta.

PD. Adolfo jamás se casó, no tuvo tiempo. Demasiado ocupado entre camas cubiertas de carnes magras y conciertos.
Adolfo Pascual es una leyenda viva enterrado bajo Largueta que yace y vive en mi exclusiva imaginación.

M Ángeles Cantalapiedra, escritora
©Largas tardes de azul ©Al otro lado del tiempo ©Mujeres descosidas ©Sevilla...Gymnopédies

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