sábado, 20 de junio de 2015

TRES CUERPOS

Conducir para Elvira era una cuestión de principios no de necesidad, ella no precisaba un coche para nada porque con el autobús se apañaba, pero se resistía a desprenderse del último lujo en su vida: el coche que compró Pedro con los pocos ahorros que les quedaban… Pero hoy, no estaba dispuesta  a perderse en lamentaciones. Su ilusión era tan sencilla como frecuente en cualquier español en época de verano y la iba a aprovechar. Después de haber hecho malabares durante siete meses había logrado su sueño y objetivo después de aquella tarde de domingo invernal en la que vio en la pantalla de su ordenador un hotel de ensueño en lo alto de una montaña, blanco y erguido mirando al mar con la suficiente elegancia y poderío de saberse quién es. Al ver los precios, Elvira dio un respingo, pero no la abandonó la esperanza de una oferta que no llegó hasta el mes de abril; aún así, sus ahorros sólo alcanzaban para tres noches. No la importó y reservó.
Paró delante de la puerta y automáticamente ésta fue abierta. Elvira se bajó con un placer inusitado: era la primera vez que la servían a ella y no ella a los demás. No se tuvo que ocupar de nada más, Anita revoloteaba en el asiento de atrás implorando que su madre la quitara el cinturón “Mami, es como el castillo de Cenicienta”, iba diciendo mientras ambas subían la escalinata y Anita arrastraba a Lola, su muñeca, por cada peldaño.
“La amabilidad y la educación se dan con el dinero” iba reflexionando Elvira entretanto subían en un ascensor decimonónico y Anita permanecía sentada abrazando a su muñeca exhausta de emoción. Nada comparable a cuando entraron en la habitación quinientos tres. Las dos se apretaron las manos en el afán de no dejar escapar ni una sensación de aquel instante mientras sus pies se hundían en una moqueta mullida del color de la frambuesa ajada. Cuando se retiró el muchacho que las había subido el equipaje, cada uno se dirigió en una dirección. Elvira a abrir la ventana, que fue como si hubiera llegado a un paraíso inalcanzable hasta ese momento. Un mar sereno y cobalto se desplegó ante sus ojos y un cielo añil reposaba su inmensidad sobre las montañas. De pronto su vida pasaba como una gramola en su corazón. Era una perdedora, su vida un fracaso, pero joven para reconducirla, sobre todo ante aquel espectáculo natural que contemplaba mientras la sonrisa emergía desde sus entrañas doloridas. Desde que se separó de Pedro sus horas habían sido un tormento de renuncias. Tuvo que volver a vivir con sus padres, meter en una habitación sus recuerdos más sonoros y sacar adelante a Anita. Aún recordaba cuando anunció a su familia que se había quedado embarazada, todos  la dijeron que ser madre en esos momentos era un lujo y una heroicidad y, sin embargo, ella siguió adelante. Ahora se encontraba con un sueldo de media jornada, un marido que se largó con otra dejándola entrampada, y una niña de cinco años.
Al rato de su ensimismamiento personal, echó de menos a Anita y se volvió; no estaba. Miró por todas partes y, nada, hasta que vio  aquel armario inmenso que abanderaba la habitación. Era tan bonito que la  cortó la respiración de placer. Era un armario de tres cuerpos y con unas patas bailonas y retorcidas muy graciosas. Debía de ser muy antiguo porque estaba sin barnizar, y olía a cera y limón la madera caoba. El espejo del cuerpo central estaba  ahumado por la vejez  aunque, al mirarse, Elvira se vio con la nitidez de la luz reflejada a sus espaldas. Abrió uno de los cuerpos y encontró a Lola, pero no a Anita. Nerviosa comenzó a llamar a su hija,  pero ella no contestó. Salió al pasillo y tampoco. Bajó precipitadamente las escaleras y ni rastro de Anita. Al llegar a la planta principal vio un salón enorme y entró, no había nadie exceptuando una niña sentada en un gran sofá. A pesar del susto, Elvira pudo apreciar lo hermosa que era la escena de aquella niña vestida de blanco con un sombrero de paja sobre una tapicería gris azulada… “¿Has visto a una niña como tú?” La niña levantó el rostro y miró a Elvira con unos ojos tan azules como transparentes. Ella meneo la cabeza y preguntó si la podía leer un cuento. La pregunta infantil llenó de ternura a Elvira que, a su pesar,  salió corriendo a la terraza. Era tan blanca como el edificio…, señorial con sus sofás de mimbre, pero allí no estaba Anita. Acongojada Elvira se sentó sin saber qué hacer;  el cielo se iba cubriendo de nubes ceniza y una cortina tan leve como una gasa comenzó a desplomarse. Elvira estaba sin fuerzas, presentía que sus ojos lloraban como aquella tarde de estreno de sus vacaciones y sintió, de repente, que alguien la cogía la mano; volvió la cabeza y encontró a la niña del salón que la tendía un libro “¿Me lees un cuento?” Y Elvira comenzó a deletrear cada hoja del color de la sepia marchita “Había una vez un hotel que poseía un armario mágico de patas retorcidas que bailaban según habrías sus puertas…”
“Mami, Mami, mami…” Elvira abrió los ojos asustada sin saber siquiera donde estaba. La voz de Anita procedía de aquel imponente armario que estaba delante de la cama. Se levantó corriendo tropezando con todo lo que encontraba a su paso hasta llegar al armario. Abrió el cuerpo izquierdo y allí estaba Anita aferrada a Lola con un cuento en sus manos “Mami, mira lo que he encontrado, ¿Me lo lees?” Elvira cogió a su hija estrechándola entre sus brazos y, después de depositarla en la cama, comenzó a leer “El misterioso armario de tres cuerpos”

Afuera caía la tarde, la lluvia se deslizaba como un suave y dulce manto mientras un rayo imperioso iluminaba aquellas letras sobre un papel sepia desteñido.

jueves, 18 de junio de 2015

EL LARGO VIAJE DE MATISTA

Matista era una mujer gorda o, al menos, era lo primero que veían de ella los demás. Pero estaba acostumbrada a esas miradas de asco, tanto, que las encontraba normales. Se creó un mundo de carne con pelos lacios y vetas blancas, uñas amarillas por la nicotina, y sucia toda su persona. La boca era igualmente carnosa y sus dientes iban marcando ausencias y pronunciando orificios.
Su físico, en verdad, repelía a bucear en ese ser llamado Matista, nombre que surgió por una noche en que su madre se lio con un joyero; de aquel roce, nació una niña por casualidad, ya que la madre estuvo meses barajando la posibilidad del aborto. Al final, se hizo tarde y dejó correr al ser que medraba dentro de ella sin hacer ruido ni molestar.
Matista creció en un suburbio tan descascarillado como la ausencia de niñez. Una muñeca y un perrillo fueron los únicos pasajeros que le acompañaron en esos años. Cuando Rufo fue atropellado intencionadamente por el vecino carbonero que guardaba rencor a la madre de Matista por haber sido rechazado a pesar de que la daba un buen botín por acostarse con él, el corazón de Matista murió.
Apenas fue a la escuela, la aburría. Era torpe y nadie le hacía caso. Además, le molestaba que los chicos le corearan "Mati, la hija de la puta". Ella no entendía aquellas palabras, pero por dentro comprendía que aquello que le decían no era bueno. Tampoco su madre paraba mucho en casa para haberle preguntado el significado de puta. Siempre estaba ocupada en el negocio de los placeres carnales. Si tenía clientela, Matista se pasaba el día sentada en las escaleras con la muñeca y Rufo. Cuando éste murió, encontró refugio en pelar patatas. Comenzó como un juego para tapar carencias y terminó siendo un negocio para su madre. Su habilidad corrió como la pólvora y rápidamente su madre se percató de que tenía una fuente más de ingresos.
Al estar sentada todo el día, comenzaron a reblandecerse sus carnes, a crecer y rodear su ánimo hasta llegar a lo que se había convertido.
No hablaba con nadie, incluso una vez que murmuró más de tres palabras seguidas se asustó de la voz que salía de su garganta. Ella gritaba para sí en silencio, concentrada en sus patatas y, cuando hacía un alto, dedicaba su vista a observar, principalmente a las ratas que iban y venían por las escaleras. A los gatos, a los cuales envidiaba y que, gracias a ellos, descubrió su subsistencia…
Un día, un felino de pelo algodonoso se plantó ante sus narices sentándose junto a ella. Matista apenas se atrevía a respirar para no asustarle, pensaba que aquel animal era mucho más bonito que los roedores que siempre le acompañaban. Al rato, el gato se cansó y decidió subir las escaleras; Matista le siguió llegando hasta la azotea. Allí nunca había subido y, casi, cayó al suelo al contemplar el panorama que se extendía ante sus ojos. A partir de aquel momento, decidió trasladarse a ese lugar. Daba igual que fuera verano o invierno, que lloviera, hiciera frío o nevara. Había hallado un horizonte tibio sobre el que volar, un mar en calma por encima de la podredumbre.
Aprendió a respirar el oxigeno de la libertad mirando a los tejados, al vuelo de los pájaros, al cielo rosa, añil, fresa y carbón. Se lavaba con la lluvia y le fascinaba las gotas de agua sobre sus patatas. Allí arriba se cultivó en el color del otoño, se ilustró en sonrisas y comprendió la soledad que había vivido. Su rostro osco mutó al azúcar. Ya no le importó ser rechazada, ni estar sola.
Contando Matista veintitrés años, su madre murió. Fue la primera y la última vez que pisó un hospital, no sabía ni que existieran, como desconocía que hubiera médicos que sanasen al cuerpo, a ella nunca la vio ninguno… Y Matista conoció el amor. No sabía que aquello que sentía, que hacía acelerar su corazón fuera lo más hermoso que ella había experimentado jamás, incluso por encima del cariño a Rufo, su extinguido chucho. Y sintió profundamente que su madre muriera, no porque le diera pena su ausencia porque no sentía gran cosa por su madre, sino por dejar de ver a aquel hombre de barbas y mirada de chocolate. Fue la única persona en la vida de Matista que la miró con ternura, incluso le habló algo más que para pedirle que le pelara dos kilos de patatas.
Después de enterrar a su madre, llegó una etapa dura para Matista, la tonta del barrio. El negocio de la patata no le llegaba para pagar el piso donde había vivido con su madre, así que la echaron, pero la dejaron quedarse en la azotea.
Y…, así pasaron los años y Matista subida en la cúspide viendo amanecer sobre la escoria, anochecer sobre sueños de cartón. Declararon el edificio en ruina y lo desalojaron. Nadie se acordó de ella, olvidaron a la mujer que pelaba patatas y se alimentaba del horizonte que se expandía a su lado cada día.
Demolieron el edificio y, al retirar los escombros encontraron a Matista con los ojos abiertos y abrazada a un gato; en su cara había perfilada una sonrisa… El obrero pensó, según la observaba, que era una mujer hermosa.


martes, 16 de junio de 2015

DIÁLOGOS

“Me interesa el futuro porque es el sitio donde voy a pasar el resto de mi vida” Woody Allen
Era una tarde de domingo de junio, seguía la lluvia espoleando a la ciudad y los cristales de la residencia de ancianos eran el reflejo lacrimógeno del estado anímico de sus inquilinos. No obstante en el jardín había una mujer paseando bajo un paraguas. A veces paraba su cansino caminar y miraba el verde totalitario que la rodeaba. Las hojas  de las enredaderas, las de los árboles frondosos no solo brillaban por ser recién nacidas, las gotas de agua depositadas en ellas hacían que se convirtieran en estrellas fulgurantes de un jardín encantado mientras la fuente chisporroteaba por el vientecillo fresco sobre las piernas de esa anciana. La mujer reemprendió la marcha hasta toparse en un esquinazo con un exuberante ramillete de hortensias del color de la frambuesa; volvió a parar y aunque lejana la visión de Marta, ésta pudo adivinar sorpresa en los ojos de Camila, incluso una leve sonrisa extraviada en su boca. La monotonía de aquel paseo en una tarde lluviosa de junio se había roto porque aquel color rojo chillón tirando aun rosa  raro había despertado la curiosidad en la cabeza de un ser humano cada vez más perdido en esos mundos en que la edad todo lo estropea.
Marta seguía con avidez los pasos de la coetánea de su madre. Desde que su progenitora llegó a aquel lugar, donde se entra medio vivo y sales con la mortaja prendida en el ojal, Marta había descubierto el placer en la observación, en la decadencia, en el gesto, en la actitud, de los mayores que cada tarde la rodeaban. Había aprendido a leer en voz alta el periódico, a contar lo cotidiano en forma de relato, a abrazar al anciano que se la pusiera delante con una mirada, con una sonrisa, con una palabra alegre rebotando esperanza.
Pero esa tarde de junio en que la lluvia se obstinaba en barrer el ánimo y la palabra, a Marta no se la ocurría otra cosa que dejarse arrastrar por aquellas lágrimas de agua. Sin embargo mientras estaba abstraída, notó que su madre juntaba su cuerpo al suyo en aquel minúsculo sofá para dos, y que después de aquel gesto sin importancia, la madre cogía la mano a su hija y se la apretaba suavemente; este movimiento ya no era normal porque Marta y su madre jamás se propinaban ese tipo de actitudes digamos demostraciones cariñosas.
Marta volvió la cara hacia la de su madre y ésta se puso a hablar casi como en un monólogo…
-Tengo pánico. Yo he vivido mucho, pero lo de ahora…-Marta sin saber por qué respondió…
-Yo tengo mucho miedo, Mamá.
-Dios líbrenos de los resentidos sociales, da igual del signo que sean. Los resentimiento, el rencor, los complejos, no son buenos consejeros, y la situación actual de todos contra uno no es buena… Háblame de dónde han salido toda esta gente, hija. En radio María solo rezamos, pero noticias no hay, aunque una auxiliar me ha dicho que un alcalde al tomar posesión de su cargo, retiró con violencia un crucifijo…
-Mamá, ¿te acuerdas de aquellas concentraciones en la Puerta del sol de Madrid que estuvieron reclamando justicia e igualdad? Pues son ellos que con ayuda de otros partidos han llegado al poder. Entiende, Mamá que después de estar seis millones de personas en el paro, echar a gente de sus casas por no poder pagar hipotecas mientras los políticos y no políticos robaban a manos llenas, pues ha sucedido, en resumen esto y esto es lo que se ha votado en las urnas.
-No, hija, no, eso no se ha votado en las urnas. Tú eres joven y también me has dicho que tienes miedo.
-Todos tenemos miedo a los cambios, a lo desconocido, Mamá, y tengo miedo, sí, mucho porque no sé quienes nos van a gobernar, porque los periodistas un día nos dicen una cosa, y al siguiente otra. Porque los rumores de revanchismo cada vez se engordan más, porque no sé si esta gente sabrá administrar justicia con coherencia y sin rencor que pueda dañar a otra gente de bien que piensa distinto a ellos. Tengo miedo al totalitarismo solapado que pueda yacer detrás de sus maniobras… ¿me he explicado, mami, para que me entiendas?
-Me meto en la cama y no hago otra cosa que pensar en ello, hasta sueño con ellos. La otra noche soñé que la alcaldesa de Madrid llamaba al rey para decirle que se fuera a un piso pues tenía dinero para pagarse un alquiler, y que abandonara el palacio… Felipe es buen chico, buen embajador de España…
-Mamá, por dios, demos tiempo al tiempo. Este tiempo pondrá a cada uno en su sitio…
-Tú tienes estudios, tú conoces que pasó en  a partir del año treinta y uno…
-Mamá, pues cosas buenas y cosas muy malas…
-…Y la historia está condenada a repetirse, también, Marta.
Terminada estas palabras, la cabeza de la madre se apoya en el hombro de la hija mientras sus manos se aprietan más fuerte.
Afuera sigue lloviendo. Un trueno espanta el embeleso de la anciana con paraguas que se precipita a la cristalera. Está tan asustada que no atina a abrir la puerta. Marta se da cuenta y va corriendo a abrir a Camila. La mujer entra chorreando agua y se abraza a Marta y la dice en un susurro:
-¡Ya vienen!

Marta vuelve junto a su madre y se aprietan una junto a la otra en aquel minúsculo sofá para dos. Cae la tarde y Marta sigue pensando cómo disipar los fantasmas de un anciano cuando su propio miedo a lo desconocido atenaza sus entendederas.

viernes, 5 de junio de 2015

UN TOQUE DE CANELA, RETRATO ONÍRICO DE ESTEBAN

Hoy es veintiséis de abril, mi cumpleaños; para ser más exactos, mi doble cumpleaños. El primero fue cuando nací en el año cuarenta y siete y, el segundo, en el año sesenta y uno. En estas efemérides me gusta recordar porque la vida de cada uno es una biblia que de vez en cuando hay que releer ciertos capítulos: unos para no volver a tropezar en la misma piedra lo cual es una metáfora y, otros, porque son la esencia misma de un ser humano, con sus virtudes y sus defectos; recuerdos bonitos, sin duda.

Nací en la Ciudad de los Almirantes, es decir Medina de Rioseco. Mi abuela y mi madre era maestras intentando despertar ya desde niños el gozo del saber casar números y coser letras,  amén de conocer los océanos, continentes y quién fue por ejemplo Felipe II. Allí vivimos hasta que mi padre, un hombre de campo se quedó sin empleo. No crean, el paro es un mal endémico de muchas etapas del S.XX. Entonces decidió probar fortuna en la capital: Valladolid. Ciudad que le fascinó cuando en mil novecientos cincuenta fue a hacer bulto por orden del señor alcalde a la inauguración por parte de Franco de Nicas y Endesa.

Con gran disgusto de mis abuelos y no poco el de mi madre, recogimos las cuatro pertenencias que se reducían mayormente a libros, y nos fuimos. Por mediación de un conocido de mi abuelo, mi padre encontró trabajo en un lugar extraño hasta entonces para toda la familia. El establecimiento se llamaba Adulce y se dedicaban a la perfumería y productos químicos. La tienda estaba cerca de casa y fue un hito en la familia. El horario de mi padre cambió viniendo todos los días a comer y dejando las alpargatas por un guardapolvo gris que mi madre afanosamente lavaba cada día.

Mi madre no volvió a dar clases en una escuela aunque nunca abandonó la enseñanza. Don Faustino, el cura de la Vera Cruz, siempre estaba buscando chavales de dura mollera para que mi madre pudiera obrar el milagro con ellos. Recuerdo aquellos años como un mundo en que cada día descubría algo nuevo. Del campo llano y aromas a vaca y leña, mi olfato fue anotando otros olores muy distintos como los que descubría cada vez que me acercaba a Adulce, o paseaba los domingos con mis padres y mis ojos en vez de ver trigales se chocaban con los coches.
Vivíamos en la Plaza Cantarranas, de suelo empedrado y lo más parecido a la plaza de un pueblo… Fueron años buenos para todos aunque añoráramos Rioseco. En mil novecientos sesenta y uno y para celebrar mi cumpleaños y mi entrada a mi primer trabajo-padre logró colocarme de mancebo en la farmacia de la calle Regalado-, mis padres organizaron una excursión a Rioseco en tren. Sólo pensar que me iba a montar en tren hacía que todo mi cuerpo se cimbreara de nervios expectantes ante la experiencia. Aquel día desperté temprano. El trayecto desde casa hasta la estación de San Bartolomé era largo; debíamos cruzar el Puente Mayor que daba la entrada al cruce de caminos más importante de la zona: la ruta de León, Salamanca y Palencia.

Recuerdo cómo me sorprendió la luz tan intensa de aquella estación y el ruido de los viajeros. Sus cuerpos zarandeaban al mío mientras mi madre tiraba de mi brazo, y yo miraba atónito de un lado a otro… Cómo llegué a Medina, tan negro como el carbón y rotos mis ropajes domingueros de la experiencia que me llevó al segundo nacimiento de Esteban, como decía mi padre.

Subí los tres peldaños con solemnidad y, en cuanto pude, saqué la cabeza por la ventana. El humo de la locomotora escupía hollín por doquier excitando aún más mi imaginación infantil. Resoplaba como una vaca vieja a punto de caer muerta por el exceso. Al rato de estar montados y, justo en el momento que un hombre tocaba la corneta para avisar que el tren se estaba acercando y debían de apartarse de la vía si había gente o algún coche, paró ante nosotros, un hombrecillo bajo y regordete que mi padre lo conoció al instante “ Pedro, cómo estás, qué tal la familia…” se abrazaron y, en gratitud por el encuentro, el tal Pedro que iba vendiendo por el tren a los pasajeros pan metido en un cesto y en un talego el resto, nos regaló una pequeña hogaza de pan que la comimos como miasmas.
Y cuando estábamos a punto de subir la cuesta de Villanubla, nos tuvimos que apear, bueno, bajarnos todos los viajeros y, los hombres, ayudar al conductor de la locomotora a empujar el tren. Cuando ya casi se había solventado la cuesta, la gente comenzó a subirse. Yo, que estaba en pleno éxtasis entre el humo, el campo y el tren, tropecé y me vine al suelo justo cuando se acercaba una de las ruedas del tren, pero, he de contar que existen los milagros, a lo largo de mi vida he sido beneficiado por ellos en varias ocasiones. Hay que creer a oscuras, como decía mi abuela, creer sin ojos, sólo respirando con el alma y sintiendo con el corazón y, aquel día, veintiséis de abril de mil novecientos sesenta y uno volví a nacer gracias a la generosidad de una mula que dio su vida por mí atravesándose en medio de la vía, por lo que la rueda no llegó a alcanzar mi cuerpo aunque las ruedas delanteras machacaron a la pobre mula. El tren ya entonces lo llamaban el tren burra por ir tan despacio, y porque en muchas ocasiones había atropellado a mulas que se habían cruzado por la vía. A partir de aquel día, a mi me llamaron Esteban el Matamulas, perdiendo mi apellido hasta hoy por el como les decía Matamulas, muy típico por otra parte en tierra de campos poner apodos a sus habitantes.

Del susto, me desmayé, nadie llevaba sales para que volviera en mí, menos mal que Pedro, el panadero, llevaba canela y se le ocurrió pasarme por los conductos olfativos aquellos polvos y regresé a estos mundos de Dios estornudando, verbo que no he dejado hasta hoy.
Muchos años después y ya siendo padre, bajaba a mis hijos a jugar a la Rosaleda, unos hermosos jardines a la vera del río Pisuerga. Allí, a un lado, había un misterioso tramo de vía donde se aposentaba el famoso tren Burra con uno de sus vagones de madera. Aquel tren supuso a mis hijos la misma fascinación que a mí en su edad. Se pasaban las tardes subidos en él e imaginando gestas heroicas protagonizadas por aquel humilde tren.

Se preguntarán o querrán saber que más pasó en mi vida… Mucho no hay que contar. Fue, ha sido y es una vida tranquila de un vallisoletano más. Gente adusta, ruda, de campo, pero de gran nobleza. Me sujeto a mis vivencias, a estas calles que las pongo el olor de campo que cada vez se va alejando en favor del hormigón… Es más, yo creo que el carácter frío y distante que tanta fama nos hace se debe al clima; o nos congelamos, o pasamos a tostarnos como el grano de un café. Si alguien de ustedes se acerca por estas tierras, no dude en preguntar en la Plaza Cantarranas por Esteban el Matamulas, encantado de hacerles de guía turístico de este Valladolid en que cada esquina te recuerda que Miguel Delibes habitó entre nosotros.


lunes, 1 de junio de 2015

EL PEQUEÑO LUCAS.

Lucas observaba atentamente los movimientos de Miranda. Era la hora. Lo que más le gustaba de ese momento, para él tan triste, era la última mirada de Miranda; sus ojos siempre recaían en Lucas, y eso le gustaba porque sentía que era un beso de buenas noches.  Después, las luces se apagaban a la vez, Miranda cerraba la puerta y por último bajaba la verja. No era una verja de esas tupidas con lo cual permitía a Lucas acercar su naricilla al cristal y ver la calle, la gente caminando deprisa como con ganas de llegar a su casa. Lucas se había especializado en mirar esos rostros cansados, algunos con el ceño fruncido, otros con una sonrisa ya dormida, y otros de mirada perdida como si fueran como su amigo Piñata que caminaba igual que un robot. Y es que esa gente de mirada perdida caminaba como si tuviera pilas y se supieran el camino porque  sus ojos estaban en otro mundo que no era este.

Ya cuando los coches dejaban de pasar, el camión de la basura había recogido todos los desperdicios humanos, y el silencio se hacía dueño de la noche,  Lucas se tumbaba, cerraba los ojos y pensaba en sus amigos; todos fueron desfilando, uno a uno encontraron un amo y se fueron…, menos él. Todo el mundo que entraba en la tienda de Miranda siempre decían lo mismo de Lucas ¡Qué mono, qué gracioso!, pero al final nadie quería comprarle. Al principio se resignaba porque un amigo se iba pero venía otro en sustitución. Pero un día dejaron de reponerle amigos hasta que su fue Piñata y se quedó solo. Y eso que a Piñata había días que le veía. Vivía cerca y siempre, siempre, cuando Piñata pasaba por el escaparate le dedicaba una amplia sonrisa a su amigo Lucas. Nadie hubiera podido ver la sonrisa de Piñata, pero Lucas sí que la veía porque dentro de su corazón sentía un enorme abrazo.

Lucas deseaba que llegara pronto la luz de día. No porque tuviera miedo a la noche. De sobra sabía que durante la oscuridad estaban los pequeños duendes para que a Lucas no le pasara nada y sus sueños fueran felices. Sin embargo el que llegara la luz del día significaba que Miranda volvería a la tienda, le aseara, le diera un besito en su naricilla, y escuchara su voz cantarina durante muchas horas.

Una mañana después de limpiarle, Miranda decidió poner a Lucas en un lado del escaparate, de tal manera que Lucas tenía mucha más visión de todo lo que pasaba en la calle. Lucas se puso muy contento, y de esa manera conoció a Isabel. Ésta era una mujer que pasaba a toda prisa todas las mañanas a primera hora. Luego, cuando el sol se había esfumado, la volvía a ver, pero esta vez Isabel ya caminaba despacio con su rostro cansado, su mirada a veces iluminada y, otras veces, con sus ojos perdidos. Pero lo que más gustaba a Lucas de Isabel es que todas las tardes, aunque sus ojos estuvieran apagados, se paraba en el escaparate y sonreía a Lucas, incluso un día Isabel puso la mano en el cristal del escaparate. Lucas, entonces, estiró uno de sus manitas hacia la mano de Isabel. Y sintió su calor, tanto,  que esa noche soñó que Isabel  entraba en la tienda y se lo llevaba a su casa.

Así pasaron un par de meses hasta que un día, a media mañana, se abrió la puerta de la tienda. Estaba lloviendo y Lucas estaba concentrado en mirar los colores de los paraguas: rojos, verdes, amarillos, azules…, y no sintió que se abría la puerta. Solo notó que alguien le cogía en brazos, entonces Lucas despertó de su ensueño. Era un hombre joven que le miraba divertido y que automáticamente hacía un gesto y después decía “Me lo llevo”
Lucas no se creía lo que estaba oyendo ¡Por fin alguien le quería!, y en un abrir y cerrar de ojos, Lucas se vio en una habitación rodeado de juguetes. Al principio, aunque estaba contento, no dejaba de estar un poquito asustado ante lo desconocido, pero por poco tiempo. A las pocas horas oyó unas voces muy chillonas que corrían, trotaban, hasta lloraban… Todas hasta que se abrió la puerta de la habitación, y dos ojos, del color del caramelo marrón se posaron en Lucas. Después, sintió como unas manos pequeñas y regordetas le apretaban la tripa.

“Me llamo Javier, pero llámame Chávi, soy tu nuevo amo” Y después de decir eso, Chávi estrelló a Lucas contra la pared rebotando en el suelo igual que una pelota. Chávi al ver que Lucas rebotaba en el suelo empezó a chillar “Nacho, Nacho, ven, mira qué pelota tengo” , y apareció Nacho. Éste recogió del suelo a Lucas, le acarició de tal manera que Lucas sintió que se le pasaban todos los dolores. Sin embargo, nada más de terminar de acariciarle y darle un beso en la naricilla, Nacho le tiró a lo alto y antes de volverse a estrellar en el suelo, un pie pequeño pero muy ágil mandó a Lucas hasta el final del pasillo, y allí se quedó en una esquina doliéndole hasta las pestañas; Chávi y Nacho desaparecieron.

 No sé cuánto tiempo estuvo allí Lucas abandonado hasta que una mano dulce y suave le recogió. Lucas abrió los ojos y la sorpresa fue mayúscula; era Isabel que le había cogido en brazos y preguntaba “¿Quién quiere dormir con Lucas?” Y Lucas fue a dormir con Nacho una y mil noches más. Eso sí, todas las noches antes de irse a dormir, Isabel llevaba a Lucas a la habitación de Chávi y con su voz tierna contaba a Chávi aventuras de Lucas hasta que Chávi se quedaba dormido. Después, Isabel le  llevaba a los brazos amorosos de Nacho que se abrazaban al cuerpecillo de Lucas hasta la mañana siguiente.
Y pasaron los años y Nacho y Chávi crecieron. Lucas seguía siendo el mismo, dispuesto siempre a que Nacho le diera un beso y chávi le tratara igual que un balón de futbol.

Ahora Lucas siempre está en la cama de Isabel con su amiga Lola, una perrita vestida de bailarina. Todas las noches, Nacho, Chávi e Isabel besan a Lucas antes de dormir. Lucas sabe que es un peluche, un muñeco que se siente muy querido. Es feliz porque ha cumplido su misión: ser un juguete, el juguete preferido de dos niños que hoy son hombres.