Conducir para
Elvira era una cuestión de principios no de necesidad, ella no precisaba un
coche para nada porque con el autobús se apañaba, pero se resistía a
desprenderse del último lujo en su vida: el coche que compró Pedro con los
pocos ahorros que les quedaban… Pero hoy, no estaba dispuesta a perderse en lamentaciones. Su ilusión era
tan sencilla como frecuente en cualquier español en época de verano y la iba a
aprovechar. Después de haber hecho malabares durante siete meses había logrado
su sueño y objetivo después de aquella tarde de domingo invernal en la que vio
en la pantalla de su ordenador un hotel de ensueño en lo alto de una montaña,
blanco y erguido mirando al mar con la suficiente elegancia y poderío de
saberse quién es. Al ver los precios, Elvira dio un respingo, pero no la
abandonó la esperanza de una oferta que no llegó hasta el mes de abril; aún así,
sus ahorros sólo alcanzaban para tres noches. No la importó y reservó.
Paró delante de
la puerta y automáticamente ésta fue abierta. Elvira se bajó con un placer
inusitado: era la primera vez que la servían a ella y no ella a los demás. No
se tuvo que ocupar de nada más, Anita revoloteaba en el asiento de atrás
implorando que su madre la quitara el cinturón “Mami, es como el castillo de
Cenicienta”, iba diciendo mientras ambas subían la escalinata y Anita
arrastraba a Lola, su muñeca, por cada peldaño.
“La amabilidad y
la educación se dan con el dinero” iba reflexionando Elvira entretanto subían
en un ascensor decimonónico y Anita permanecía sentada abrazando a su muñeca
exhausta de emoción. Nada comparable a cuando entraron en la habitación
quinientos tres. Las dos se apretaron las manos en el afán de no dejar escapar
ni una sensación de aquel instante mientras sus pies se hundían en una moqueta
mullida del color de la frambuesa ajada. Cuando se retiró el muchacho que las
había subido el equipaje, cada uno se dirigió en una dirección. Elvira a abrir
la ventana, que fue como si hubiera llegado a un paraíso inalcanzable hasta ese
momento. Un mar sereno y cobalto se desplegó ante sus ojos y un cielo añil
reposaba su inmensidad sobre las montañas. De pronto su vida pasaba como una
gramola en su corazón. Era una perdedora, su vida un fracaso, pero joven para
reconducirla, sobre todo ante aquel espectáculo natural que contemplaba
mientras la sonrisa emergía desde sus entrañas doloridas. Desde que se separó
de Pedro sus horas habían sido un tormento de renuncias. Tuvo que volver a
vivir con sus padres, meter en una habitación sus recuerdos más sonoros y sacar
adelante a Anita. Aún recordaba cuando anunció a su familia que se había quedado
embarazada, todos la dijeron que ser
madre en esos momentos era un lujo y una heroicidad y, sin embargo, ella siguió
adelante. Ahora se encontraba con un sueldo de media jornada, un marido que se
largó con otra dejándola entrampada, y una niña de cinco años.
Al rato de su
ensimismamiento personal, echó de menos a Anita y se volvió; no estaba. Miró
por todas partes y, nada, hasta que vio aquel armario inmenso que abanderaba la
habitación. Era tan bonito que la cortó
la respiración de placer. Era un armario de tres cuerpos y con unas patas
bailonas y retorcidas muy graciosas. Debía de ser muy antiguo porque estaba sin
barnizar, y olía a cera y limón la madera caoba. El espejo del cuerpo central
estaba ahumado por la vejez aunque, al mirarse, Elvira se vio con la
nitidez de la luz reflejada a sus espaldas. Abrió uno de los cuerpos y encontró
a Lola, pero no a Anita. Nerviosa comenzó a llamar a su hija, pero ella no contestó. Salió al pasillo y
tampoco. Bajó precipitadamente las escaleras y ni rastro de Anita. Al llegar a
la planta principal vio un salón enorme y entró, no había nadie exceptuando una
niña sentada en un gran sofá. A pesar del susto, Elvira pudo apreciar lo
hermosa que era la escena de aquella niña vestida de blanco con un sombrero de
paja sobre una tapicería gris azulada… “¿Has visto a una niña como tú?” La niña
levantó el rostro y miró a Elvira con unos ojos tan azules como transparentes.
Ella meneo la cabeza y preguntó si la podía leer un cuento. La pregunta
infantil llenó de ternura a Elvira que, a su pesar, salió corriendo a la terraza. Era tan blanca
como el edificio…, señorial con sus sofás de mimbre, pero allí no estaba Anita.
Acongojada Elvira se sentó sin saber qué hacer; el cielo se iba cubriendo de nubes ceniza y
una cortina tan leve como una gasa comenzó a desplomarse. Elvira estaba sin
fuerzas, presentía que sus ojos lloraban como aquella tarde de estreno de sus
vacaciones y sintió, de repente, que alguien la cogía la mano; volvió la cabeza
y encontró a la niña del salón que la tendía un libro “¿Me lees un cuento?” Y
Elvira comenzó a deletrear cada hoja del color de la sepia marchita “Había una
vez un hotel que poseía un armario mágico de patas retorcidas que bailaban
según habrías sus puertas…”
“Mami, Mami,
mami…” Elvira abrió los ojos asustada sin saber siquiera donde estaba. La voz
de Anita procedía de aquel imponente armario que estaba delante de la cama. Se
levantó corriendo tropezando con todo lo que encontraba a su paso hasta llegar
al armario. Abrió el cuerpo izquierdo y allí estaba Anita aferrada a Lola con
un cuento en sus manos “Mami, mira lo que he encontrado, ¿Me lo lees?” Elvira
cogió a su hija estrechándola entre sus brazos y, después de depositarla en la
cama, comenzó a leer “El misterioso armario de tres cuerpos”
Afuera caía la
tarde, la lluvia se deslizaba como un suave y dulce manto mientras un rayo
imperioso iluminaba aquellas letras sobre un papel sepia desteñido.