Lucas observaba atentamente los movimientos de Miranda. Era
la hora. Lo que más le gustaba de ese momento, para él tan triste, era la
última mirada de Miranda; sus ojos siempre recaían en Lucas, y eso le gustaba
porque sentía que era un beso de buenas noches. Después, las luces se apagaban a la vez,
Miranda cerraba la puerta y por último bajaba la verja. No era una verja de
esas tupidas con lo cual permitía a Lucas acercar su naricilla al cristal y ver
la calle, la gente caminando deprisa como con ganas de llegar a su casa. Lucas
se había especializado en mirar esos rostros cansados, algunos con el ceño
fruncido, otros con una sonrisa ya dormida, y otros de mirada perdida como si
fueran como su amigo Piñata que caminaba igual que un robot. Y es que esa gente
de mirada perdida caminaba como si tuviera pilas y se supieran el camino porque
sus ojos estaban en otro mundo que no
era este.
Ya cuando los coches dejaban de pasar, el camión de la
basura había recogido todos los desperdicios humanos, y el silencio se hacía
dueño de la noche, Lucas se tumbaba,
cerraba los ojos y pensaba en sus amigos; todos fueron desfilando, uno a uno
encontraron un amo y se fueron…, menos él. Todo el mundo que entraba en la
tienda de Miranda siempre decían lo mismo de Lucas ¡Qué mono, qué gracioso!,
pero al final nadie quería comprarle. Al principio se resignaba porque un amigo
se iba pero venía otro en sustitución. Pero un día dejaron de reponerle amigos
hasta que su fue Piñata y se quedó solo. Y eso que a Piñata había días que le
veía. Vivía cerca y siempre, siempre, cuando Piñata pasaba por el escaparate le
dedicaba una amplia sonrisa a su amigo Lucas. Nadie hubiera podido ver la
sonrisa de Piñata, pero Lucas sí que la veía porque dentro de su corazón sentía
un enorme abrazo.
Lucas deseaba que llegara pronto la luz de día. No porque
tuviera miedo a la noche. De sobra sabía que durante la oscuridad estaban los
pequeños duendes para que a Lucas no le pasara nada y sus sueños fueran
felices. Sin embargo el que llegara la luz del día significaba que Miranda
volvería a la tienda, le aseara, le diera un besito en su naricilla, y
escuchara su voz cantarina durante muchas horas.
Una mañana después de limpiarle, Miranda decidió poner a
Lucas en un lado del escaparate, de tal manera que Lucas tenía mucha más visión
de todo lo que pasaba en la calle. Lucas se puso muy contento, y de esa manera
conoció a Isabel. Ésta era una mujer que pasaba a toda prisa todas las mañanas
a primera hora. Luego, cuando el sol se había esfumado, la volvía a ver, pero
esta vez Isabel ya caminaba despacio con su rostro cansado, su mirada a veces
iluminada y, otras veces, con sus ojos perdidos. Pero lo que más gustaba a
Lucas de Isabel es que todas las tardes, aunque sus ojos estuvieran apagados,
se paraba en el escaparate y sonreía a Lucas, incluso un día Isabel puso la
mano en el cristal del escaparate. Lucas, entonces, estiró uno de sus manitas
hacia la mano de Isabel. Y sintió su calor, tanto, que esa noche soñó que Isabel entraba en la tienda y se lo llevaba a su
casa.
Así pasaron un par de meses hasta que un día, a media
mañana, se abrió la puerta de la tienda. Estaba lloviendo y Lucas estaba
concentrado en mirar los colores de los paraguas: rojos, verdes, amarillos,
azules…, y no sintió que se abría la puerta. Solo notó que alguien le cogía en
brazos, entonces Lucas despertó de su ensueño. Era un hombre joven que le
miraba divertido y que automáticamente hacía un gesto y después decía “Me lo
llevo”
Lucas no se creía lo que estaba oyendo ¡Por fin alguien le
quería!, y en un abrir y cerrar de ojos, Lucas se vio en una habitación rodeado
de juguetes. Al principio, aunque estaba contento, no dejaba de estar un poquito
asustado ante lo desconocido, pero por poco tiempo. A las pocas horas oyó unas
voces muy chillonas que corrían, trotaban, hasta lloraban… Todas hasta que se
abrió la puerta de la habitación, y dos ojos, del color del caramelo marrón se
posaron en Lucas. Después, sintió como unas manos pequeñas y regordetas le
apretaban la tripa.
“Me llamo Javier, pero llámame Chávi, soy tu nuevo amo” Y
después de decir eso, Chávi estrelló a Lucas contra la pared rebotando en el
suelo igual que una pelota. Chávi al ver que Lucas rebotaba en el suelo empezó
a chillar “Nacho, Nacho, ven, mira qué pelota tengo” , y apareció Nacho. Éste
recogió del suelo a Lucas, le acarició de tal manera que Lucas sintió que se le
pasaban todos los dolores. Sin embargo, nada más de terminar de acariciarle y
darle un beso en la naricilla, Nacho le tiró a lo alto y antes de volverse a
estrellar en el suelo, un pie pequeño pero muy ágil mandó a Lucas hasta el
final del pasillo, y allí se quedó en una esquina doliéndole hasta las
pestañas; Chávi y Nacho desaparecieron.
No sé cuánto tiempo
estuvo allí Lucas abandonado hasta que una mano dulce y suave le recogió. Lucas
abrió los ojos y la sorpresa fue mayúscula; era Isabel que le había cogido en
brazos y preguntaba “¿Quién quiere dormir con Lucas?” Y Lucas fue a dormir con
Nacho una y mil noches más. Eso sí, todas las noches antes de irse a dormir,
Isabel llevaba a Lucas a la habitación de Chávi y con su voz tierna contaba a
Chávi aventuras de Lucas hasta que Chávi se quedaba dormido. Después, Isabel le
llevaba a los brazos amorosos de Nacho
que se abrazaban al cuerpecillo de Lucas hasta la mañana siguiente.
Y pasaron los años y Nacho y Chávi crecieron. Lucas seguía
siendo el mismo, dispuesto siempre a que Nacho le diera un beso y chávi le
tratara igual que un balón de futbol.
Ahora Lucas siempre está en la cama de Isabel con su amiga
Lola, una perrita vestida de bailarina. Todas las noches, Nacho, Chávi e Isabel
besan a Lucas antes de dormir. Lucas sabe que es un peluche, un muñeco que se
siente muy querido. Es feliz porque ha cumplido su misión: ser un juguete, el
juguete preferido de dos niños que hoy son hombres.
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