Hoy es veintiséis de abril, mi cumpleaños; para ser más exactos,
mi doble cumpleaños. El primero fue cuando nací en el año cuarenta y siete y,
el segundo, en el año sesenta y uno. En estas efemérides me gusta recordar
porque la vida de cada uno es una biblia que de vez en cuando hay que releer
ciertos capítulos: unos para no volver a tropezar en la misma piedra lo cual es
una metáfora y, otros, porque son la esencia misma de un ser humano, con sus
virtudes y sus defectos; recuerdos bonitos, sin duda.
Nací en la Ciudad de los Almirantes, es decir Medina de Rioseco.
Mi abuela y mi madre era maestras intentando despertar ya desde niños el gozo
del saber casar números y coser letras,
amén de conocer los océanos, continentes y quién fue por ejemplo Felipe
II. Allí vivimos hasta que mi padre, un hombre de campo se quedó sin empleo. No
crean, el paro es un mal endémico de muchas etapas del S.XX. Entonces decidió
probar fortuna en la capital: Valladolid. Ciudad que le fascinó cuando en mil
novecientos cincuenta fue a hacer bulto por orden del señor alcalde a la
inauguración por parte de Franco de Nicas y Endesa.
Con gran disgusto de mis abuelos y no poco el de mi madre,
recogimos las cuatro pertenencias que se reducían mayormente a libros, y nos
fuimos. Por mediación de un conocido de mi abuelo, mi padre encontró trabajo en
un lugar extraño hasta entonces para toda la familia. El establecimiento se
llamaba Adulce y se dedicaban a la perfumería y productos químicos. La tienda
estaba cerca de casa y fue un hito en la familia. El horario de mi padre cambió
viniendo todos los días a comer y dejando las alpargatas por un guardapolvo
gris que mi madre afanosamente lavaba cada día.
Mi madre no volvió a dar clases en una escuela aunque nunca
abandonó la enseñanza. Don Faustino, el cura de la Vera Cruz, siempre estaba
buscando chavales de dura mollera para que mi madre pudiera obrar el milagro
con ellos. Recuerdo aquellos años como un mundo en que cada día descubría algo
nuevo. Del campo llano y aromas a vaca y leña, mi olfato fue anotando otros
olores muy distintos como los que descubría cada vez que me acercaba a Adulce,
o paseaba los domingos con mis padres y mis ojos en vez de ver trigales se
chocaban con los coches.
Vivíamos en la Plaza Cantarranas, de suelo empedrado y lo más
parecido a la plaza de un pueblo… Fueron años buenos para todos aunque
añoráramos Rioseco. En mil novecientos sesenta y uno y para celebrar mi
cumpleaños y mi entrada a mi primer trabajo-padre logró colocarme de mancebo en
la farmacia de la calle Regalado-, mis padres organizaron una excursión a
Rioseco en tren. Sólo pensar que me iba a montar en tren hacía que todo mi
cuerpo se cimbreara de nervios expectantes ante la experiencia. Aquel día
desperté temprano. El trayecto desde casa hasta la estación de San Bartolomé
era largo; debíamos cruzar el Puente Mayor que daba la entrada al cruce de
caminos más importante de la zona: la ruta de León, Salamanca y Palencia.
Recuerdo cómo me sorprendió la luz tan intensa de aquella
estación y el ruido de los viajeros. Sus cuerpos zarandeaban al mío mientras mi
madre tiraba de mi brazo, y yo miraba atónito de un lado a otro… Cómo llegué a
Medina, tan negro como el carbón y rotos mis ropajes domingueros de la
experiencia que me llevó al segundo nacimiento de Esteban, como decía mi padre.
Subí los tres peldaños con solemnidad y, en cuanto pude, saqué
la cabeza por la ventana. El humo de la locomotora escupía hollín por doquier
excitando aún más mi imaginación infantil. Resoplaba como una vaca vieja a
punto de caer muerta por el exceso. Al rato de estar montados y, justo en el
momento que un hombre tocaba la corneta para avisar que el tren se estaba
acercando y debían de apartarse de la vía si había gente o algún coche, paró
ante nosotros, un hombrecillo bajo y regordete que mi padre lo conoció al
instante “ Pedro, cómo estás, qué tal la familia…” se abrazaron y, en gratitud
por el encuentro, el tal Pedro que iba vendiendo por el tren a los pasajeros
pan metido en un cesto y en un talego el resto, nos regaló una pequeña hogaza
de pan que la comimos como miasmas.
Y cuando estábamos a punto de subir la cuesta de Villanubla, nos
tuvimos que apear, bueno, bajarnos todos los viajeros y, los hombres, ayudar al
conductor de la locomotora a empujar el tren. Cuando ya casi se había
solventado la cuesta, la gente comenzó a subirse. Yo, que estaba en pleno éxtasis
entre el humo, el campo y el tren, tropecé y me vine al suelo justo cuando se
acercaba una de las ruedas del tren, pero, he de contar que existen los
milagros, a lo largo de mi vida he sido beneficiado por ellos en varias
ocasiones. Hay que creer a oscuras, como decía mi abuela, creer sin ojos, sólo
respirando con el alma y sintiendo con el corazón y, aquel día, veintiséis de
abril de mil novecientos sesenta y uno volví a nacer gracias a la generosidad
de una mula que dio su vida por mí atravesándose en medio de la vía, por lo que
la rueda no llegó a alcanzar mi cuerpo aunque las ruedas delanteras machacaron
a la pobre mula. El tren ya entonces lo llamaban el tren burra por ir tan
despacio, y porque en muchas ocasiones había atropellado a mulas que se habían
cruzado por la vía. A partir de aquel día, a mi me llamaron Esteban el
Matamulas, perdiendo mi apellido hasta hoy por el como les decía Matamulas, muy
típico por otra parte en tierra de campos poner apodos a sus habitantes.
Del susto, me desmayé, nadie llevaba sales para que volviera en
mí, menos mal que Pedro, el panadero, llevaba canela y se le ocurrió pasarme
por los conductos olfativos aquellos polvos y regresé a estos mundos de Dios
estornudando, verbo que no he dejado hasta hoy.
Muchos años después y ya siendo padre, bajaba a mis hijos a
jugar a la Rosaleda, unos hermosos jardines a la vera del río Pisuerga. Allí, a
un lado, había un misterioso tramo de vía donde se aposentaba el famoso tren
Burra con uno de sus vagones de madera. Aquel tren supuso a mis hijos la misma
fascinación que a mí en su edad. Se pasaban las tardes subidos en él e
imaginando gestas heroicas protagonizadas por aquel humilde tren.
Se preguntarán o querrán saber que más pasó en mi vida… Mucho no
hay que contar. Fue, ha sido y es una vida tranquila de un vallisoletano más.
Gente adusta, ruda, de campo, pero de gran nobleza. Me sujeto a mis vivencias,
a estas calles que las pongo el olor de campo que cada vez se va alejando en
favor del hormigón… Es más, yo creo que el carácter frío y distante que tanta
fama nos hace se debe al clima; o nos congelamos, o pasamos a tostarnos como el
grano de un café. Si alguien de ustedes se acerca por estas tierras, no dude en
preguntar en la Plaza Cantarranas por Esteban el Matamulas, encantado de
hacerles de guía turístico de este Valladolid en que cada esquina te recuerda
que Miguel Delibes habitó entre nosotros.
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