miércoles, 18 de junio de 2008

ALLÁ DONDE FLORECEN LOS COPOS DE NIEVE

Una parte de mi vida transcurrió subida en un tren y, aunque parezca una paradoja, fue la etapa más feliz.
Todos los días cubría un trayecto de casi tres horas de ida y otras tantas de vuelta. Un tren que hacía miles de paradas, tantas como pueblos o apeaderos que había a lo largo de la vía que recorría día tras día con la misma parsimonia. Su traqueteo se me metió en el cuerpo y su aroma de carbón calentó aquella época de mi juventud.
Cuando paraba en ciertas estaciones, me gustaba asomar la nariz a otear ese paisaje dormido: ni un alma, sólo el silbido del viento vagando por el andén. Entonces, me apoyaba en el quicio de la puerta y encendía un cigarrillo. Sabía que me daría tiempo a fumarlo sin presura. Tabaco robado y su dueño sabía que cada día le cogía uno, pero nunca me reprochó nada. Si me hubiera dicho algo, le hubiera contestando que ningún cigarrillo sería tan saboreado placenteramente como aquel.

Muchas veces, imbuida en la lentitud de aquellas horas, pensaba como algunos me compadecían por la vida desgarrada que llevaba: toda la semana incluidos los sábados y domingos cruzando un trecho de camino penoso para ganarme un mísero sueldo. Aquellos eran años difíciles y tenías que sujetarte a lo que había, pero muy lejos de lo que nadie sospecharía, yo era feliz, muy feliz y si la gente hubiera sabido la magia que guardaba viajar en esos trenes, estoy convencida que no hubieran elegido otro medio de transporte.
En el tren aprendí a mirar. Sí, parece simple y ridícula mi afirmación, pero no lo es. Las personas miran, pero no ven. Su aprendizaje lleva su tiempo y has de perseverar en la calma que suponen estar en un lugar que no tienes otra misión que esperar tu siguiente estación. Lentamente te vas empapando en los destellos de las personas. Estos recaen sobre tus ojos y te vas adentrando en un universo de sensaciones.

También tuve un tiempo indeterminado, según los días, en el que me dedicaba a pensar. ¿En qué? Pues, depende. Un día, por ejemplo, pensé en mis padres y llegué a la conclusión que guardaba demasiado rencor hacia esas dos personas que se desprendieron de mí como si fuera un mueble. En fin, esa es otra historia… Al hilo de mis pensamientos, también acostumbraba a soñar con los ojos abiertos en cómo hubiera sido si mis padres no me hubieran abandonado, si hubiera sido tan emprendedora, luchadora y guerrera o, por el contrario, me hubiera enredado en las faldas de mi madre de manera sosegada dejándome querer mientras mi vida transcurría lánguida y feliz.
Otras veces, entornaba los párpados, el cansancio me dominaba y cuando los abría, tenía el grato placer de comprobar que seguía en el vaivén de aquel vagón cuyas pareces encerraba mis mejores secretos. Sí, decididamente prefería pasar las horas en aquel tren que no me llevaba a ninguna parte y que, sin embargo, me alejaba del maleficio de ese mundo sin cromo ni corazón, lleno de ansiedad, prisas y depresión; allí encerrada casi seis horas diariamente me sentía muy protegida.

En aquel tren sin nombre aprendí a vivir sin nada, sólo con la fuerza de mi alma que me arrastraba a investigar, a saborear la nimiedad por el puro placer de descubrir algo más en el camino que me tocaba trepar.
En cada estación que dejaba atrás, ahora sé que también dejaba algo de mí. Fueron muchos días, meses, años en que viví en aquel tren cuyas paredes estaban impregnadas de mis múltiples matices y personalidades y que, gracias a esos viajes de ida y vuelta, fui conociendo y, cuando se alejó aquel tren de mi vida, no dejó de arañar mi memoria el recuerdo de mi juventud.

En aquel tiempo, en aquel lugar sobre raíles de acero, me convertí en una lectora metódica y voraz. A veces, cuando levantaba la vista para descansar del atracón de letras, por el ventanal se asomaba un bonito paisaje de montañas cuyos picos estaban casi todo el año nevados. A sus pies habían grandes llanuras de pastos y se veían animales tranquilamente respirando la calma, bebiendo la paz de aquellos parajes; sentía envidia… Y en mi imaginación veía que aquellos copos de nieve en las cimas, a las cuales jamás subiría, florecían hermosas peonías.
Cuando terminaba una novela -no tenía gustos definidos pues la biblioteca a la que tenía acceso era tan pobre como yo-, pasaba unas horas angustiada. Me sentía sola, desamparada y preguntando al vacío con qué llenaría mi sed de evasión, cuándo volverían a tener un libro entre mis manos tan lindo como el que acababa de finalizar y que sus hojas olieran a moho, y que en algún renglón encontrara una anotación perdida que me indujera a hacer cábalas de quién habría sido su dueño, y que le habría incitado a desprenderse de una joya así.
En una ocasión, en el esquinazo de una hoja encontré escrito con unos trazos delicados y armoniosos “te quiero”… Aún hoy lo recuerdo y me sigo preguntando si sería hombre y mujer y por qué lo puso allí.

Recuerdo, ahora me río y me reafirmo, que la pobreza hace ricos en cierta manera a esos que tiene hambre por caminar. Desarrollan el ingenio hasta puntos insospechados con tal de llenar de alguna manera sus bolsillos… Como decía, recuerdo que cuando, al fin, llegaba a mi destino de ninguna parte, esperaba a que se apeara todo el mundo y comenzaba mi rastreo por cada vagón hasta terminar en la última papelera. ¿Qué perseguía? Alguna pertenencia olvidada, algún periódico tirado, un bote de leche…, algo que llevarme a mi corazón y cuerpo.

Y allí me enamoré, un amor silencioso, sin puertas, sin retornos… Un buen día, apareció un mozo, alto, de sonrisa tímida y ojos de azúcar. Según le vi entrar, sentí un pinchazo en alguna parte de mi cuerpo. Fueron tiempos hermosos en los que descubrí la coquetería, el deseo de encontrarme con la hora mágica, la ilusión que encendía mi anodina vida. Pero como todo lo bueno que viene sin un porqué, también se fue sin un adiós. Simplemente se apeó para nunca más subir. Esperé y esperé y…

Sí, aquel tren poseía la alquimia de interrumpir el tiempo y mis duelos para convertir los cobrizos hilachos de mi alma en bellas pausas de armonía. Allí me cultivé en amar lo que el destino me tenía preparado: seguir tan pobre, pero inmensamente rica en las pequeñas cosas que los otros no ven o desdeñan.

10 comentarios:

Anónimo dijo...

la vida misma es un tren de algún modo, al que subimos y bajamos como subimos y bajamos del corazón de las personas que nos quieran acoger

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

Sí amor, es cierto La vida es un tren... Tengo debilidad por los trenes.
Muchas gracias, un besazo

Unknown dijo...

Haber que calcule… 24 – 6 – 6 = 12 horas.¡uf! Que culta podría haber sido si la biblioteca no hubiera sido pobre como ella. ¡Pero! los trenes de ida y vuelta tienen eso, que repasas cada día el camino sin avanzar.
De ahí, que donde florecen los copos de nieve sea tan difícil salir.

Reina Letizia dijo...

Hace cinco años mi vida transcurría subida al metro de Madrid, ahora transcurre subida a coches oficiales que vuelan por las carreteras, pero cumpliendo las normas de la DGT.

Besos de Princesa

Anónimo dijo...

Los trenes son muy románticos. Yo donde hay un tren descarto cualquier otro medio de transporte.

Besos

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

Jaume en las grandes cidades hay gente que se pasa metida en un cercanías o en el metro.
¿Te he dicho que me encantan los trenes? Meces tu interior mientras le contemplas porque no hay más prisa ni más que hacer allí dentro.
Un sabor a cubata porque yo me lo he merecido

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

Alteza Leti, pienso que alguna comodidad habrá ganado usted, no?

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

Gracias Eva por tu visita; soy de tu misma opinión.
Buen finde

Amapola dijo...

La verdad es que eres afortunada ,ya que esos pequeños detalles no te pasan desapercibidos.....hay tanta gente que pasa por la vida sin más....
Un abrazo

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

Amapola muchísimas gracias por tu lectura.
Buen fin de semana