martes, 6 de abril de 2010

FRESA

Me estoy comiendo una fresa y cada vez que lo hago viene a mi memoria la boca de Arturo. La muerdo despacio, la tengo en la boca un buen rato para que todo su sabor endulce mi corazón, tal como lo hacía él.

Cuando Arturo comía fresas, sus ojos del color de la nuez echaban chispas y en su boca se dibujaba esa sonrisa amable que todo ser humano debería tener. Un mechón rubio ceniza se descolgaba por la frente iluminando un rostro corriente pero lleno de ángel. Arturo no era un hombre bello, no, sin embargo tenía algo que le hacía especial, sobresalía sin querer. No me explico cómo no teniendo nada, poseía tanto; era tan dulce como la fresa de mayo, tan buena gente que daba todo su ser según despertaba cada mañana. Amelia, su madre, le miraba entre la compostura de la mar que asomaba por la ventana y miraba al cielo. No hacía falta que dijera nada; hay muchos momentos que los gestos cuentan más que un puñado de palabras.


Le conocí por casualidad. Vendía pipas y chucherías en un carrito ambulante; era primavera. En una esquina de su quiosco siempre había florecillas frescas y, a las muchachas que hacían sonar una campanilla que según él tenía cerca del corazón, cogía con sus manecillas torpes y se las regalaba; a mí me regaló un poquito de azahar diciéndome “Huele usted igual que un naranjo”


Al llegar mayo, añadía a su mercancía fresas del huerto de su madre; poco le duraban, las vendía rápidamente en pequeños cucuruchos de papel de estraza. Nunca más de seis pues decía que si no, no tendría para todos sus clientes; era simplemente especial.


Un buen día desapareció de su lugar habitual y, al ver que pasaban los días sin que volviera, pregunté a uno de los camareros del café de la plaza; me dijeron que estaba muy enfermo. Una paliza de unos gamberros había terminado con su sonrisa. Él trató de defender con la vida el carrito inmaculado, pero su fortaleza era mínima y…


Me dieron la dirección y me acerqué a su casa, una barriada de casitas molineras muy humildes. Al dar la vuelta a la esquina, supe cuál era su casa. Un remolino de gente silenciosa estaba parada delante de una puerta mientras miraban a una ventana enrejada con la persiana de esparto levantada; decían adiós a Arturo, un muchacho de treinta años con síndrome de Down.


Era principios de junio, una mujer salió de la puerta, en sus manos llevaba un pequeño cestillo lleno de fresas que fue compartiendo mientras las lágrimas corrían cuesta abajo.

5 comentarios:

Juan Julio de Abajo dijo...

La verdadera fortaleza no está en la fuerza bruta que, precisamente por ser bruta, es propia de animales y salvajes. La fortaleza está sólidamente enraizada en los corazones impolutos de los que saben darlo todo sin perdir nada; de los que dicen: "Eres bella hasta el delirio, y una estela de estrellas en forma de corazones vas dejando a tu paso". La fortaleza de los humildes es como el agua cristalina: transparente y nítida. Y puedo añadir y así lo hago: "El día de mi marcha, me gustaría hacerlo asido a la mano de una joven que supiera apreciar el valor de lo tierno y sensible". Una chica como la que tú, lindezza raffinata, trazas en tu relato.

Un beso, y dulces sueños en esta noche de primavera y flores incipientes.


JULIO.

José Luis López Recio dijo...

Qué emocionante ha sido el relato. Un gran personaje Arturo.
Un abrazo

José Ignacio Lacucebe dijo...

Mª. Ángeles: Te enlazo el relato en mi blog.
Si deseas pasa a verlo.
Un saludo

Unknown dijo...

Felicitaciones, hermoso relato...

ALBINO dijo...

Una sola palabra basta para comentar tu relaTo: ENTERNECEDOR
Besos