jueves, 26 de junio de 2008

TIEMPO DE CASTAÑAS

Son las ocho y, en estas tierras perdidas, la luz comienza a despuntar, las gotas de lluvia se estrellan alegremente contra el cristal... Me pregunto dónde estarán las largas tardes del verano, los rayos luminosos y el calor de un sol aplastante. Me digo” a otras tierras partieron; cruzaron océanos y mares, montañas y ríos... son los meses de alegrar a otras gentes. Ahora te toca disfrutar de diferentes sensaciones, de diferentes aromas, de otra paz. Es la época del fruto maduro, de la hoja ocre, la bellota y la nube gris. Es tiempo de olor a tierra húmeda, a madera calcinada y niebla parda”

La lluvia extiende su manto sobre el cuerpo terrenal y, al abrigo del frío, recordamos calores pasados. Es el momento de la lana cortada con esmero y los campos abandonados. Es la fecha de la nostalgia, del frío y el agua; la reflexión nos invita a tallarear nuestros pasos andados. Es la estación del canto mudo del pájaro que emigra, de la dormidera terrenal. Es el instante del recuerdo de aquella sonrisa como cartel luminoso, del vaho adherido al cristal, del fuego en el hogar.

Mientras parto la leña, respiro el helado aire de Castilla y, ya de regreso por el camino de cabras y pastores, encuentro un castaño solitario. Hago un alto en mi tránsito para contemplarlo maravillada; a mis pies se extiende su diminuto fruto de color cobrizo y de piel suave. Sé que no hablan, sin embargo, me invitan a que los recoja en mis bolsillos. Estos se abultan aunque el peso sea una pluma y prosigo mi caminar.
La niebla reduce distancias depositándose sobre mis hombros; ambas caminamos al unísono en un afásico diálogo.
Me percato que el horizonte es más ancho, que la soledad es más intensa y allá, en la lejanía, oteo el ciprés que acompaña al campo santo. Dedos de Dios que se erigen entre la espesa niebla como reyes de la eternidad; dicho pensamiento me estremece, pero el roce de mis manos con la dulce castaña en el bolsillo me reconforta.
De nuevo, oigo un sonido familiar: son las campanas del convento que habita en esta extensa llanura; me llaman a la misa diaria, pero hoy no voy. Estoy bien acompañada, no necesito recurrir a los gruesos muros de un románico cisterciense para hablar con Dios... Él está en mí.
Paso cerca de la chopera, allí donde las meriendas estivales van acompañadas de risas infantiles y bicicletas. Ahora, permanece desnuda de traje y sonido. Sin embargo, sobre su suelo se extiende una alfombra de tonalidades amarillentas, aceitunas y pardas, que dan ganas de revolcarse en ella. Pero me conformo con andar; mis pisadas son aún calladas, la estación no ha avanzado lo suficiente para que la hoja se seque y haga ruido al ser destripada por un pie.

Antes de entrar en casa con mi equipaje invernal, veo al señor roble al borde del camino que, al igual que el castaño, esparce por la tierra su fruto otoñal: son bellotas, alimento de los cerdos, esos que en enero nos darán jamones, morcillas, chorizos y no sé cuantos alimentos más; las recojo. Leí que debemos plantarlas, así nacerán nuevos robles; no hay hueco para recoger muchas y, entre la leña, meto unas cuantas..., mañana recogeré más.

Yo, mis ojos y mi alma contemplamos el ocaso y, lentamente, guardo la semilla para su próxima primavera. La imagen del cerdo me ha recordado que es temporada del caldo sabroso que calienta cuerpo y espíritu. Se agradece el calorcito al entrar en el hogar. Me arrodillo, ceremoniosa, para comenzar el ritual: astillas, troncos y piñas, se apilan de manera cuidada y, con un leve chasquido de una cerilla, prende el fuego. Dibuja formas juguetonas, traza nubes rojizas y destellos amarillos; muy despacio, un olor que va con las paredes de la casa que me vio crecer, se reaviva.

Tomo las castañitas que se prestan rápidamente a ser asadas, algunas están casi listas para su consumo. Entre mis manos se refugian, su calor me adormece plácidamente... La imagen de la persona que provocó las primeras letras de un cuento viene a mí. La protagonista era, en aquel entonces, una castaña, esa vez, metida en una nevera toda una noche y refugiada en una hoja de lechuga... ¡Qué pena! No recuerdo más, tiré el cuento a la papelera virtual. Recuerdo que me dijiste que era muy malo, pero no me desanimé y continué pintando letras de todo aquello que provocara una reacción en mi corazón. Siempre eras tú, que metido de alguna manera en aquellos renglones torcidos, inspirabas mi imaginación: unas veces tomabas la forma de alcachofa, otras de helado... muchas, del ir y venir del amor, ese sentimiento fugaz, pero perenne en nuestras vidas. Él, como la naturaleza, tiene la hoja caduca y de nuevo nace vigorosamente, iluminando cada recoveco de nuestras horas y minutos... ¡Humm! qué buenos son los recuerdos y estos instantes entre el fuego y la castaña para poderlos saborear, meditar, relajarnos en ellos.

¡Ay!..., la naturaleza languidece, se encierra en si misma para que, un día, volver a renacer. Es el curso de la vida, el momento de nostalgia por antonomasia, es... el otoño.

6 comentarios:

Unknown dijo...

Eso de escribir a destiempo produce ese pequeño sabor de comer una castaña fuera de temporada. ¡Oju mi madre! Pensar que a 40º bajo la sombra, toca saborear las castañas calentitas que tengo en el bolsillo, me sabe a…
Mientras… Una papelera virtual, se traga los renglones torcidos para hacerlos aparecer cuando las hojas del jardín comiencen a caer.

Camy dijo...

Me ha gustado pasear contigo por ese paisaje otoñal y tan distinto al de aquí. Con frecuencia hago entradas de mis paseos por los bosques.

un beso

misticaluz dijo...

Desde luego que son unos recuerdos preciosos! un abrazo amiga

LUCIA-M dijo...

Ummmm, creo qué me llego hasta aquí el olor a castañas…

Qué buen paseo por el recuerdo…
Me gusto mucho como todos.
Un beso.

difusa dijo...

Otoño, estación de contemplación y sinfonias de colores. Castañas y bellotas y chocolate caliente..... En Chile de sopaipillas pasadas!Lindo relato!

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

Buenos días a cada uno de vosotros.
GRACIAS por leerme, GRACIAS por dejar un comentario.