viernes, 18 de julio de 2008

HAWAI

Me llamo Francisco Pérez Benito, Paquito para los amigos, natural de Castromocho y residente en Zamora. Tengo cuarenta y dos años aunque mi madre, Viuda de Francisco Pérez Rubio, diga que aparento muchos más, pero no hago caso a sus palabras, nunca fueron demasiado motivadoras para con mi persona y, con los años, son aún más desagradables; todo, porque no quise ser militar como la saga familiar haciendo mi sana voluntad y convirtiéndome en un anodino contable, pacífico y soltero.
No tengo grandes vicios a parte de comprarme diariamente “El Norte de Castilla”, leer El Coyote, hablar con mi loro Yako y coleccionar películas antiguas. Con el tiempo, mis ahorros fueron inflándose en la cuenta corriente a fuerza de no gastar por lo que decidí darles salida de alguna manera, así que me compré hace diez años una casita en una urbanización a las afueras de Castromocho que se puso muy de moda como lugar de veraneo para el rancio castellano de tierra adentro. En los primeros días de primavera me traslado todos los fines de semana allí: planto, resiembro, paseo y juego al dominó, entretenimiento que enciende los ánimos del personal, dejando ver los instintos ocultos de cada uno; agresividad verbal acompañada, en alguna ocasión, de algún toqueteo corporal como el otro día que me tiraron una silla. Si no me llego a agachar, me escalabran. Total, porque Yako se sabe las cartas y las canta; cuando hago una jugada maestra dice “Torero Francisco, Paquito ¡Oléee!”.
Al llegar los primeros calores, hago mis largos correspondientes en la formidable piscina para poner a tono la musculatura reblandecida durante el invierno. Al coger las vacaciones, me traslado con mi madre y mi lindo lorito allí y, sinceramente, lo paso muy bien: descanso mucho, tengo mi peñote de amigos tan recalcitrantes como yo con los cuales me identifico plenamente. Les conozco desde el principio de llegar y, con los años, nuestra amistad se ha consolidado.Para mi desgracia, mi madre que decía que allí se aburría mucho, la insinué que se buscara un hobby o que hablara con Yako que da mucha conversación y, por primera vez en la vida, me hizo caso: se metió en la junta de la comunidad para mandar y mangonear a propios y extraños. Mucho no me había enterado de esta movida hasta que me llegó una carta notificándome que este año habría una cuota extraordinaria para sufragar los gastos de las fiestas de Santiago. En la urbanización nunca había habido fiestas, era un lugar tranquilo, cuya denominación principal era la paz y el silencio, pero eso, por lo visto, molestaba a mi madre y decidieron convertir aquel lugar pacífico en un oasis más ruidoso para jóvenes y mayores.
Hace dos días sonó el teléfono, era mi amigo Gustavo Martínez, dentista de profesión, que me preguntaba qué si tenía alguna camisa floreada para podérsela prestar. “¿Dónde vas a ir?” le pregunté, y él me dijo que a la fiesta hawaiana de la urbanización; me dejó pegado, no tenía ni idea de que la movida empezara tan pronto. Le dije que no y, además, que no pensaba ir. Aquello alteró mi humor, pero como soy un hombre controlado y organizado, bastante práctico, por cierto, olvidé el evento.
Cual fue mi sorpresa, que a eso de las diez de la noche de ayer, estaba tranquilamente leyendo el periódico cuando oí a Yako “¡San Cucufato, qué momia!”, levanté la vista y vi a mi madre, mujer de setenta y ocho años vestida de no sé qué cosa; la miré y después observé mi vasito de orujo, estaba sin empezar, por lo tanto no estaba beodo y sí alucinando en colores. No había salido de mi estupor, cuando aparecieron Gustavo y Herminio vestidos de la misma guisa que mi santa madre. Sus caras se mostraban radiantes, hasta juveniles diría yo. Me incitaron a que les acompañara, por supuesto me negué, el sentido del ridículo lo tengo muy acusado, pero mi poder de convicción fue nulo y, sacando de no sé dónde mi madre unos harapos similares a los de ellos, me vistieron. Me enrollaron una especie de sábana alrrededor de mis lúgubres caderas, y completaron la vestimenta con una camisa, donde no cabía una palmera más; no me la abrocharon, dejando que mi torso se aireara en la noche y, para remate, me colocaron un escapulario, alrededor del cuello, de flores. Cuando miraron su obra de arte ,me dijeron que estaba divino “¡Ele tus huevos, Paquito, torerazo!” repetía incesantemente Yako… Mi madre había perdido el norte y mis amigos el juicio.Las zapatillas que llevaba me estaban pequeñas y andaba con ellas muy mal, claro que, me sentía tan ridículo que ya no cabía más vergüenza como palmeras y flores en mi cuerpo. Me sirvió de consuelo comprobar cuando llegamos que todo el mundo estaba igualmente de espantoso, y que yo pasaba, gracias a Dios, desapercibido en aquella masa enloquecida donde no se distinguían mayores de pequeños, todos estaban más allá de mi comprensión.
El presidente de la comunidad me recibió con un fuerte abrazo, un sombrero color fresa y un vaso con un líquido blanquecino; me coloqué el sombrero que me tapaba casi la visibilidad, total, para lo que se veía... y bebí de un trago aquel brebaje, ¡qué bueno estaba! Alguien a mi lado me empujo, al volver la cabeza encontré a la mujer más gorda que mis ojos hubieran contemplado jamás que me sonreía mientras yo le miraba con cara de tonto y, eso, me perdió pues ella se lo tomó por el camino que no era y comenzaron las insinuaciones.
¡Qué catástrofe!, peor que la del Titanic: gorda a babor, gorda a estribor, gorda por todos los sitios. De mujeres no he entendido nunca gran cosa ya que he sido hombre de amores breves; creo que el pensar en caer en las garras de una parecida a mi madre está la clave. Aquella tía gorda era mucho, no por el tamaño, sino por su constancia en el acoso; yo todo lo arreglaba en ir a la barra y pedir aquel líquido blanco, ella lo pedía igual, incluso me llegó a informar de cómo se llamaba la bebida… Me sacó en reiteradas veces a bailar, yo parecía una pulga en los brazos de un oso y, aunque quería escabullirme, siempre terminaba con sus manos en mi cintura. Buscaba a mis amigos, procuraba acercarme a ellos, incluso a mi madre pretendí sacar a bailar “Paquito chocolatero”, pero ella, la gorda, pedía permiso a mi madre y yo volvía a sus brazos, era como una pesadilla que empecé a sobrellevar como pude gracias al líquido blanquecino.
A eso de las tres de la mañana yo estaba con una mierda encima que me daba igual gordas que delgadas, creo que intenté bailar con todas las mujeres de la urbanización, digo lo intenté porque mis insinuaciones fueron inútiles, la gorda se encargó de ello. La temperatura era fantástica por lo que la gente se tiraba al agua, salía, bebía, bailaba y otra vez al agua; yo quise hacer lo mismo y me zambullí con placer en la piscina, el frescor me despejó momentáneamente porque, al minuto de estar allí, sentí que algo inmenso caía sobre mí que me hacía tocar el suelo de la piscina; cuando pude reaccionar, traté de salir a flote, pero algo me estrujaba, abrí los ojos dentro del agua, estaba seguro que era el culo de la gorda, no me equivoqué. No sabía nadar, pero le dio igual, la solución la tuvo sencilla, se agarró a mí y los dos nos hundimos. Sacarnos del agua fue una odisea, no por mí sino por ella... ¿Qué podía pesar?, ¿doscientos kilos? Nos tumbaron en el césped y nos hicieron el boca a boca; ella reaccionó y lo quiso hacer conmigo, pero mis castigadas fuerzas a duras penas reaccionaron y de un salto comencé a correr como si estuviera poseído. Me escondí tras unos arbustos y la vi pasar corriendo sin atino.
“Buenas noches, amigo. ¿Deseas algo o te vas por donde viniste? Aquí se hace la paz no el amor”; la voz de Yako me ha despertado.
-¡Paquito!, te has quedado dormido ¿No te acuerdas que habíamos quedado para cenar en mi casa?- la cara de mi amigo Herminio se impuso en la feliz realidad.
-¿Ha terminado la fiesta hawaiana?
-¿Qué dices, hombre? Has estado soñando- entonces, me abalancé sobre él y le abracé; él no entendía nada, pero se dejó.
-Perdona Herminio, he tenido una pesadilla horrible; no tardo un minuto en cambiarme de ropa.
-De acuerdo ¡Ah! Espera, te voy a presentar a mi prima Mari Cruz que ha venido conmigo.
-¡Nooooooooooooooooooooooooooo!... Era ella, existía de verdad. Salí huyendo de mi propia casa mientras Yako decía: “Paquito torero ¡oléeee!”

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