jueves, 11 de septiembre de 2008

BAJO LAS RUINAS

Dicen que el ser humano aguanta todo, que Dios te da fuerza para resistir las pruebas más duras e, incluso, tu mente puede llegar a entender… casi todo.

PRIMERA PARTE

En la primavera de 1978 rompí con mi vida. ¿Por qué? El hastío, el egoísmo, la falta de principios y de rumbo, me llevaron a perderme. Entonces tenía cuarenta y tres años y lo había perdido todo por mi mala cabeza. Algo en mi interior me decía que aún podía enderezar mi vida de alguna forma, así que de una manera descabellada comencé a rumiar mi futuro.
Procedía de un pueblo de la Mancha aunque mis padres pronto se mudaron a la capital, pero todos los veranos volvíamos al pueblo. Quizá por eso, por aquella etapa tan feliz, la única limpia en mi vida, quisiera volver a la tierra. Pero no a cualquier lugar. Mi idea era algún pueblo de montaña y cuánto menos habitantes tuviera, mucho mejor.
Después de buscar en la hemeroteca durante meses, al fin hallé mi destino.
Las noticias de 1970 hablaban de un pueblo abandonado en la guerra civil y que, a escasos kilómetros, habían recontraído uno nuevo. Sin apenas conocer el sitio, me tiraba enormemente por las coincidencias de mi vida y aquel pueblo.
Así que en aquella primavera lluviosa, vendidas mis escasas pertenencias, me fui para allá. Salí al amanecer, con lo que al medio día, llegué a un cruce de caminos donde había una flecha que indicaba “Olivos” y otra que estaba tachado un nombre. Mi instinto me hizo que me dirigiera por la segunda dirección. A escasos kilómetros frené en seco. El camino estaba cortado y lo único que había ante mí eran escombros y al fondo un campanario ladeado que con el viento la campana se movía casi en un susurro, como si estuviera afónica.
Me bajé del coche y me puse a caminar. Lo único que encontraba eran ruinas y más ruinas. Al llegar al campanario que se sujetaba por la montaña de escombros que permanecía delante de ella, vi algo, lo más parecido a cuatro paredes aún de pié con la techumbre prácticamente hundida. La puerta estaba cerrada y traté de empujarla. Al final la di una patada. Se abrió y salio una masa, porque no tiene otro nombre, de pájaros. Mi corazón, del susto, se puso a latir como un caballo desbocado.
Entré, de la polvareda que habían levantado los pájaros, apenas se veía nada, sólo un alo de luz por un ventanuco sin cristales. Al cabo de un rato, mis ojos se acostumbraron a aquella atmósfera tan densa y pude ver una mesa ladeada un par de sillas, una jarra que permanecía intacta al igual que tres platos encima de la mesa. Al fondo se hallaba una especie de chimenea o lumbre donde antiguamente se cocinaba y una cama. Pero lo que más me llamó poderosamente la atención fue que cuando giré la cabeza a mi derecha había un armario. Su puerta era de espejo, bueno lo que quedaba de aquello en que una vez fue espejo. Me vi reflejado en mil trocitos y lo que me asustó es que me pareció ver detrás de mí a un perro. Automáticamente me volví, pero no vi nada. Miré al techo que casi estaba tan alto como yo por su hundimiento y lo más gracioso es que tirada en un rincón había una escalera que al igual que la jarra, permanecía impoluta, como si el tiempo no hubiera caído sobre ella.
Definitivamente, aquella casa o lo que quedaba de ella parecía que me estaba esperando. Me volví al coche, me monté y estuve un buen rato dando vueltas para ver por dónde podía pasar y también, por una mano extraña, encontré un hueco por donde me metí y pude acercar el coche hasta junto a la casa. ¿A qué era mucha suerte? Sí, demasiada, porque unos pasos más para atrás de la casa, había una especie de riachuelo de agua tan cristalina que me dejó pasmado porque me veía reflejado en las aguas y a mi lado… un perro. Me volví de nuevo, pero el único que estaba allí era yo.
Aquella noche, decidí quedarme dentro del coche a dormir; caí como un cesto y no desperté hasta que amaneció. Me levanté con unas energías inusitadas, ya no recordaba yo aquel entusiasmo; estaba de veras ilusionado ilusionado.
Una vez que me tomé los restos del café que me quedaban en el termo, decidí coger la escalera para ver qué arreglo tenía el techo de la casa. Cuando estaba trajinado, oí un ruido raro, miré hacia abajo y vi al perro. Lo siguiente que recuerdo es que cuando abrí los ojos, estaba tirado en el suelo y un par de ojos inmensamente azules me miraban; era el perro. Existía, no era fruto de mi imaginación, y me estaba lamiendo uno de mis brazos por donde brotaba un hilillo de sangre. A duras penas me pude incorporar, me dolía todo. Al rato, ya me fui recobrando y como mi vena testaruda comenzaba de nuevo a brotar, decidí subirme de nuevo al tejado. Esta vez ya no me caí y fui colocando las tejas como pude. En mi vida lo había hecho y me asombraba que mis manos se movieran con tanta maestría, como si supieran lo que estaban haciendo.
A eso de las seis de la tarde, mi trabajo había concluido, justo cuando la afonía de la campana musitó. Estaba muy, pero muy cansado, y a pesar de eso, me sentía feliz. Pensé, además, que si me daba prisa antes de que se fuera la luz, podría limpiar la casa y aquella noche dormir allí dentro. No pude. Se levantó un viento infernal, casi huracanado que me obligó a meterme en el coche. Por momentos sentí que el coche saldría volando. Un frío de hielo entraba por las rendijas, me tapé como pude y me tumbé encogido en el asiento de atrás tratando de pensar hasta que me quedé dormido. A una hora imprecisa, me desperté sobresaltado. La campana repicaba, tocaba de una forma extraña y con mucha fuerza. No era el viento quien la agitaba, de eso estaba seguro, más que nada porque el aire se había parado y yo estaba sudando. El coche estaba semienterrado, no podía abrir la puerta y por encima del parabrisas se veía una luz; me di cuenta que estaba temblando de terror. Me quedé quieto en el asiento mirando fijamente a la luz hasta que desapareció y el agotamiento por la tensión sufrida hizo mella y me volví a quedar dormido.La siguiente escena que recuerdo eran arañazos sobre el coche hasta que pude dilucidar que eran las patas de un perro que trataban sin duda de rescatarme. El animal hizo un hueco suficiente en una ventanilla izquierda del coche para que yo pudiera salir. Cuando estuve fuera con el rostro sobre la tierra y los lametazos del perro tratando de limpiarme, al levantar la cabeza me asusté de lo que vi.
Continuará...
PD.Foto cedida por Rafa Ruiz Moreno http://alfaguara-errante.blogspot.com/

4 comentarios:

Nómada planetario dijo...

Ideal para el comienzo de una novela, engancha más que Pérez Reverte.
Magistral. Un abrazo impaciente porque continúe el relato.

Unknown dijo...

Avisa la próxima vez. La primera parte no me gusta como termina.
Eso de escribir en forma de fasciculos y capitulos sin terminar es...
Hoy te has quedado sin cafe.

misticaluz dijo...

pues ya esperando la continuación.. como siempre un placer leerte!

un abrazo

toñi dijo...

Pase a conocerte,Volvere para leer tus relatos mas despacio,un beso