domingo, 2 de noviembre de 2008

LA TENTACIÓN DE TERESA

Eran las siete de la tarde. La calle estaba atascada de coches, todos parados y echando gases por sus tubos. Apretaban el acelerador como si haciendo eso fuera a desaparecer el atasco. Salía con ganas de que el aire me rociara el espíritu que había ido perdiendo durante las últimas doce horas; inútil. El panorama que vi era muy poco relajante.
Comencé a subir la cuesta casi arrastrando los pies hasta que llegué a la parada del autobús. Mi número lo vi pasar mientras esperaba a un semáforo cuya luz verdosa me indicara vía libre. Lo vi pasar con mis ojos borrosos. Entonces me di cuenta que iba sin gafas. ¡Mejor! Para lo que había que ver, no merecía la pena que me gastara en buscar en mi bolso de Mary Popins las lentes; antes que ellas, saldrían múltiples chismes inútiles en ese momento.
En el asiento de la parada estaban tres gordas que se apechugaban unas a otras en afán de poner sus culos a reposo hasta que lograron, dos de ellas, echar a la tercera y se pudieron desparramar a placer. Encendí un cigarrillo. El humo se mezclaba con la basura ambiental creando una atmósfera cargada de grados, hedor y cansancio. A los veinte minutos aún no había llegado el bus y ya había una señora cola esperándole; al fin llegó. Todos nos arremolinamos a sus puertas con ganas sin duda de llegar a nuestro destino aunque el de algunos, mirándolos de reojo, fuera improbable o, a lo sumo, incierto.
Dentro del coche era espantoso el calor, el olor a sudor se mezclaba con el desánimo de los pasajeros allí hacinados; me comenzó a faltar el aire. Una sensación de agobio se apoderó de mí que apenas pude reprimir mis aullidos internos; en la siguiente parada me apeé, no podía soportar aquella cárcel sobre ruedas. En la calle los coches seguían parados, los cláxones repicaban sin atisbar una campana alentadora. Un guardia de tráfico se afanaba en poner orden en aquel caos. Una señora me dio un empujón con la bolsa de la compra de tal calibre que me echó de la acera, justo en el momento que un motorista avispado se colaba entre los coches. De un salto, juro que no sé de dónde saqué la energía, me volví a hacer un hueco en la acera intransitable; mis nervios estaban a punto de estrellarse contra la realidad.
No muy lejos, me pareció ver una boca de metro y aceleré el paso. Sí, di hasta codazos con tal de alcanzar mi objetivo. Pero este se presentó tan inhóspito como un cementerio lleno de cadáveres tomando una copa de ron. Tardé en bajar las escaleras casi diez minutos. El andén estaba imposible y me apreté contra la pared a fin de que no me arrastrara la marabunta.
Llegó el metro y me subieron en volandas; yo no di un paso. Se cerraron las puertas mientras mis oídos se empapaban de idiomas inteligibles; no oí a nadie hablar español en ese momento.
En la primera parada, me volvieron a arrastras hasta terminar, no sé cómo, sentada. Estaba desplomada, con los ojos vacíos, clavados en un suelo plagado de pies cuyos zapatos eran ordinarios, sucios y feos. Estaba sudando, notaba como las gotas corrían hacía un río inexistente por mi espalada hasta que morían asfixiadas en mi cintura. De repente, me llamó la atención unos calcetines; eran de rayas moradas verdes y rosas. Sobresalían de unas zapatillas rojas de la marca Nike. No eran de imitación. Rezumaban un sello de autenticidad, ése que sólo se hace hueco por un alo distinto al resto y que nunca he adivinado qué podía ser, pero ante mis ojos las falsificaciones terminaban cantando su mentira.
Mis ojos comenzaron a sentirse ascensores que ascendían por unas piernas tapadas por unos vaqueros. El coche frenó de sopetón y abrí los ojos como si hubiera despertado de un ensueño; de nuevo arrancó y mis ojos volvieron a aquellos pantalones vaqueros. Al llegar a las rodillas, sobre ellas reposaban dos manos. Sus dedos largos, las uñas cuidadas con la meticulosidad de un artista. Eran preciosas, pensé, aquellas manos de nudillos fuertes y piel bronceada; mis ojos decidieron seguir ascendiendo hasta un torso cubierto por una cazadora de felpa azul marino cuya cremallera dejaba ver una camisa de rayas decorada con una corbata naranja. De pronto, una mujer se puso delante, el coche paró, bajó gente, subió mucha más y volvimos a arrancar, pero las zapatillas Nike seguían allí aunque no pudiera ver nada más hasta la siguiente parada en la que el coche se quedó prácticamente vacío de personal aunque lleno de mal olor; no me importaba, seguía ensimismada en las zapatillas y, al fin, pude ver el rostro de su dueño.
¿Era la hora, el cansancio, el abatimiento? El caso es que en mi vida había visto una cara más significativa, tan varonil y de ojos tan verdes y dulces. Hasta su voz era hermosa aunque no entendiera lo que decía… Y de repente me miró y me sonrió y el mundo, el cansancio, desaparecieron. Sólo estábamos aquel desconocido y yo con mi rimel desfigurado, con mi piel marchita, pero mi ánimo encendido. Le dediqué la mejor de mis sonrisas. Sentí que en parte era agradecimiento, que un día tan duro, en el que incluso me había quedado sin trabajo porque la crisis, al fin, nos estaba enrolando a todos sin querer, algo bueno, pensé, me regalaba esta perra vida. Además, en esos momentos que el extraño me seguía mirando con bondad, con… sentí que me había enamorado perdidamente de alguien con el que jamás había hablado. El flechazo existía, lo estaba comprobando.
Entonces, el coche paró, él me saludó y… se fue. Me quedé pegada al asiento y aunque el coche arrancó con brusquedad, ni me moví; por uno de los cristales vi el nombre de la estación que acababa de pasar: tres después de la mía.
Salí de metro arrastrando mis pies, mi ánimo había quedado sepultado en la catacumba de un metro.
Me encaminé a casa. Abrí la puerta. Todos me esperaban desde hacía horas. Sus gestos eran de preocupación; el mío de hastío. Estaba pasada de rosca, el mundo había podido conmigo.
Sonreí, miré sus caras con afán de que la mía la pudieran recordar con la luz de una sonrisa… Y volví a arrastrar mis pies hasta el dormitorio. Abrí la ventana y volé, volé soltando el lastre que tanto me pesaba. Al fin había terminado mi angustia…

…Ha sonado el despertador; me he despertado sobresaltada. La habitación estaba helada. ¡Claro! Estaba la ventana abierta. Me he levantado de un salto mientras mi cuerpo temblaba de frío a cerrar la ventana y, de repente, me he acordado del día de ayer. Me he quedado pegada al cristal helado. ¿Dónde iba a esas horas si ya no tenía trabajo?
Alguien por detrás ha tirado de mi pijama, me he vuelto y he visto una personilla que no alzaba ni un metro de estatura sonriéndome, sonriéndome tanto que me he acordado que había perdido el sentido de mi vida.
-Vamos, vamos a vestirnos, Tenemos que ir al cole y he de ponerme a la cola de paro, corazón.
-Mami, ¿me vendrás a buscar a la salida del cole?
-Pues claro. Ahora tengo todo el tiempo del mundo para ti. Al fin volvemos a ser nosotros.
-¿Qué dices, Mami?
-Nada. Hace un día precioso, hijo.

6 comentarios:

Cristina dijo...

Tierno final... tan tierno...

Besos

Cris

misticaluz dijo...

Hola amiga, pues si me ha gustado como todo lo que tu escribes y a través de tus hermosas letras, nos llenas de imaginación y de traslados a otros mundos.
Te dejo un abrazo grande!

Perlita dijo...

Yo cuando he viajado en metro, no he tenido nunca esas "visiones" A los hombres varoniles y guaperas, los sacan,los enseñan y luego los vuelven a guardar. menos mal que en mi caso, eso no me preocupa...
Precioso final y muy tierno...¿lo continuarás?
Un beso fuertote.

toñi dijo...

Sacale el lado positivo a esta situación, disfruta de tu hijo de su compañia, todo pasará ,todo tiene solución. Un beso

Anónimo dijo...

Es muy lindo leerte de nuevo después de haber disfrutado tus ..."colinas del té"
saludos
Carmiña (Marta Roldan)

Unknown dijo...

No hay paro allí donde se es necesario
Quizás ese volver a ser “nosotros” es lo mejor que le ha pasado.
Ahora solo falta que el “Otro” (el tercer elemento para completar el “nosotros”) pueda responder y cubra las necesidades.
Un abrazo.