sábado, 3 de octubre de 2009

EL MUCHACHO DE LA MIRADA PERDIDA

Hoy no ha salido el sol. Y si lloviera aún sería mejor. Cuando llueve me pongo debajo del agua y parece que arrastra todo lo que soy, sobre todo los pensamientos. Miro a las nubes y me gustaría perderme en ellas, o ir al mar y, cuando estuviera bravo, me metería despacio para sentir como una ola me traga para siempre. O rizando el rizo, si tuviera una cerilla y un bidón de gasolina, prendería todo lo que me rodea.
Alguien estará pensando quién es este loco cuyos pensamientos son únicamente destructivos… Soy Pablo. Tengo veintitrés años y acabo de terminar la carrera de empresariales hace un año con premio extraordinario. Seguramente si no me mato antes, aprobaré las oposiciones. Es la única salida que tengo para trabajar porque no soportaría una entrevista, me tumbarían según entrase en la sala. No soy capaz de hilar con coherencia más de tres palabras seguidas. De ahí que esté más tirado que una colilla, no tenga con quién intercambiar una mirada, una frase; no tengo ni siquiera amigos.
Sé que los sentimientos no se fuerzan: nacen, te haces a ellos y convives civilizadamente como si fueran parte de ti mismo; y lo son. Muchas veces me pregunto desde cuándo estoy loco y no sabría decirlo, quizá ya el en vientre materno, yo apuntaba maneras; no me extraña. Tengo unos padres que como mejor estarían serían muertos o enjaulados. De esto me doy cuenta cuando ya no hay vuelta atrás, hay demasiado ladrillo y cemento encima de mí para que pueda salir de los escombros y recuperar el tiempo perdido.
Fui un niño, un adolescente tranquilo, buena gente y amigo de sus amigos. Me gustaba mirar a la gente, escucharla, andar en bicicleta, jugar a la pelota y comer helados. Pero los únicos que comían helados eran mis padres. Mientras mis hermanos y yo mirábamos como se relamían con aquel dulce tan sabroso. Alguna vez a escondidas, el padre de un amigo me invitaba y me lo comía en dos bocados. Después, cerraba los ojos y sentía el sabor, el placer de aquel fruto prohibido. Pero un día mi padre me descubrió aceptando la invitación de la madre de mi amigo Guille. Lo primero que hizo fue tirarme el helado, después, delante de todos, me dio dos tortas que el oído derecho comenzó a sangrar. Me tuvieron que llevar al hospital y dijo mi padre que me había caído; nadie levantó la voz al ver unos dedos marcados en mi mejilla, eran otros tiempos.
Mis padres sostenían que los vicios llevaban al camino de la debilidad y sólo con la abstinencia y una fe férrea en Dios hallaríamos nuestra salvación. Mis hermanos sobrevivieron, pero yo me fui hundiendo poco a poco.
Al principio me refugié en los juegos, en el colegio y cuando llegaba la hora de volver a casa, cerraba los ojos, apretaba los puños y subía tragándome las lágrimas. De todo esto no contaba nada a mis amigos, sé que ellos eran muy listos y se daban cuenta, y me apoyaban que era lo más importante.
Pero con dieciséis años todo se estropeó. Alonso, otro de mis amigos, había descubierto en la mesilla de noche de sus padres varios paquetes de preservativos y les mango uno; nos los repartió diciendo que ya teníamos edad de estar preparados para el sexo. Yo lo guardé en la cartera que siempre llevaba en el bolsillo y, cada noche, antes de apagar la luz, miraba profundamente aquel sobrecito negro de letras doradas como si fuera un mundo por explorar y deseando que llegara el momento de descubrirlo.
En la cartera también llevaba una pequeña foto recortada de Patricia, la chica de la que estaba enamorado desde que tenía cinco años y la vi meterse en la piscina de agua helada como si fuera un cisne… En una de esas noches contemplando mis dos tesoros, entró mi madre y me pilló. Inmediatamente llamó a mi padre.
Aquello no fue una paliza, fue algo más: se me partió el corazón, y me troncharon la mente al llevarme interno para espiar mis pecados.
Aquel internado fue la cárcel donde te lavaban el cerebro. Me encerré en mi mismo hasta que no aguanté la presión. Salí por navidad y deseé que terminaran las vacaciones para volver. Permanecí todo el curso y cuando llegó el verano, mis padres afirmaron que era un chico nuevo; lo era. Mis amigos me miraban como si fuera un extraterrestre cada vez que habría la boca y les decía de memoria algún pasaje de la Biblia. Poco a poco me fui quedando solo, hasta mis hermanos huían de mí; iba a todos los sitios con mis padres.
Pasó el tiempo, yo cada vez más trastornado con los consejos de mis padres y la abstinencia a todo aquello que estuviera fuera de la moral de ellos.
Yo estudiaba y estudiaba. Los profesores de la facultad estaban contentos conmigo, pero me decían que fuera de los libros también había un mundo y que debería conocerlo. Tanto insistieron que dejé de hablar con ellos. El único mundo bueno que tenía era el que me habían inculcado mis padres a base de prohibiciones y palizas; a todo se acostumbra uno hasta que lo encuentras de lo más normal.
El día en que se celebró la fiesta de fin de carrera caí del limbo, descubrí toda la verdad que me rodeaba y me odie, me odie profundamente al comprobar como mis compañeros de promoción reían, se miraban a los ojos mientras mi mirada estaba perdida. Bailaban cuando yo no sabía ni dar un paso. Bebían Gin Tonic y yo zumo de naranja. Me acerqué a la barra y, ¿dirán quién estaba allí como una sirena recién salida del mar con su melena rubia cayendo por sus hombros como si se tratara de una fina seda? Patricia.
Me miró, yo bajé los ojos, estaba muerto de vergüenza. Ella actuó como si no se diera cuenta de mi turbación y me saludó como si nada. Recobré medianamente la confianza en mí mismo que no tenía, y elevé la mirada a su rostro de nácar tostado. ¡Qué bonita estaba!, pero no sabía qué decirle ni qué contar; la dejé entonces que hablara ella mientras bebíamos alcohol; se me olvidó el zumo de naranja.
La trompa que me cogí fue monumental, devolví hasta la primera papilla que me dio mi madre en la infancia.
Cuando desperté, no sabía ni cómo había llegado a casa. Los ojos de mi padre me estaban mirando fijamente. Me di cuenta dentro del dolor de cabeza que tenía que su mirada era turbia. Habló y su voz se me antojó babosa. Me dijo que me levantara y, cuando lo hice, me dio una bofetada que fui directamente a parar contra la ventana. Los cristales cayeron sobre mí como una lluvia estrellada; al incorporarme vi a mi madre en la puerta observando la escena con la frialdad del hielo. Pensé en ese momento cómo sería sentir la ternura, una caricia… Acababa de aterrizar a mi realidad.
Durantes días permanecí castigado en mi habitación. Contaba veintidós años y de esto ha pasado un año.
Insisto, si no me mato o cometo una locura antes y apruebo las oposiciones, sacaré fuerzas de donde no las hay y me iré lo más lejos posible de aquí. Me compraré un perro para que me enseñe a ser un ser humano y, si lo consigo, volveré para conquistar a Patricia. También me gustaría recuperar a mis amigos, les echo tanto de menos, tanto…
¿Seré capaz?

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Una historia terrible. Me dejó herido, porque la siento real. Creo sinceramente que hay muchos Pablos en el mundo, personas que se ven arrastradas a ser marionetas, sin ser dueñas plenamente de sus vidas. Es un destino nefasto y como se vislumbra en tu relato, lleva a la destrucción. Ojalá cada uno de esos tristes protagonistas, encuentre la fortaleza necesaria como para escapar del abismo. Un beso enorme, escritora. Feliz fin de semana.

José Luis López Recio dijo...

Lo has contado maravillosamente bien. Has sabido meterte en la piel de ese chico tímido y vapuleado socialmente por sus padres.
El fional no podía ser mejor, pues lo dejas abierto, no, abierto no, nos dejas con la misma incertidumbre que tiene pablo. Nos animas adarla en el hombro y decirle que tenga fuerza y ánimo para coger las riendas de su vida. El detalle del perro para que lo enseñe ha ser más humano es propio de una persona sensible que conoce los perros.
Un abrazo guapa.

Anónimo dijo...

menos mal que cada vez quedan menos padres de esos

un abrazo

Juan Escribano Valero dijo...

Hola María de los Ángeles: Tremendo tu relato y muy bien contado, creo que si debe haber padres asi, yo tenía un amigo que a la edad de 15 años su padre le pegó una bofetada por que dijo ser del Atlético de Madrid, el padre solo le permitía ser del Madrid, asi que mi amigo era del Madrid en familia y del Atlético con los amigos.
Un fuerte abrazo

Deprisa dijo...

Me gusta cómo te has metido en la piel del personaje y cómo reflejas su voz. Si no fuera porque es un chico y tú una chica, diría que es autobiográfico.
Un saludo,
Deprisa