martes, 2 de marzo de 2010

PARIS, PARIS

Se quedó parado en el último peldaño de las escaleras del metro; estaba agotado.

Llevaba tres horas y media corriendo de un lado para otro.


A las dos de la tarde, le comunicaron que su vuelo a Paris había sido cancelado. Frenéticamente buscó en un cibercafé del aeropuerto una posible alternativa; los únicos vuelos disponibles se salían de su presupuesto, pero vio un tren a Paris que salía a las siete de la tarde. Así que marchó rápidamente a la estación. Tardó hora y diez en llegar; es lo que tienen las grandes ciudades: pierdes la mitad del día en traslados.

Cuando llegó se puso en la cola de venta de billetes para trenes internacionales. Después de estar veinticinco minutos esperando, le comunicaron que estaba completo, pero si se daba prisa podría tomar un autobús que en doce horas estaría en la estación de Austerlitz de París.

Carlos se precipitó nuevamente en la boca del metro y corrió por los pasillos hasta alcanzar su meta. Tenía el corazón en la boca, y en sus ojos la imagen de Cristina sola en París esperándole y él, corriendo por las entrañas de Madrid.

A los tres cuartos de hora llegó a la estación de autobuses y una vez hecha la cola consabida-por cierto, pensó que Madrid estaba lleno de colas y nunca se había dado cuenta- la señorita de taquilla amablemente le comunicó que la línea quedaba cancelada por el temporal de nieve y que hiciera el favor de quitarse de la cola. Carlos se quedó parado sin decir nada, estaba demasiado cansado y decepcionado... Y Cristina sola en Paris. Ella había llegado hacía horas vía Berlín donde trabajaba. Habían escogido París para celebrar su aniversario de bodas, el primero. Desde que se habían casado cada uno vivía en una ciudad distinta; los amigos de Carlos le envidiaban porque según ellos gozaba de las mieles del matrimonio y la libertad de la soltería. Él no estaba muy convencido porque echaba mucho de menos a Cristina y, además, estaba harto de que todos los fines de semana estuviera subido a un avión; hoy especialmente estaba harto.


En estas reflexiones no escuchó la sugerencia de la señorita de recepción al viajero.

-Disculpe, ¿qué me decía?

-Le comentaba que si necesita salir hoy mismo, hay un tren hasta Reus y allí coger un avión de las líneas de bajo costo hasta el aeropuerto de Bobo-Dioulasso, en París.

-Si no habrá billete, estoy gafado y mi mujer sola en París.

-Se lo voy a mirar, un instante, por favor, no se retire... -La muchacha amable se sumergió en la búsqueda de una solución y al rato de los cinco minutos elevó el rostro con alegría- Disculpe, he encontrado plaza tanto en el tren como en el avión. ¿Se lo reservó?- Carlos la dirigió una mirada de gratitud y asintió con la cabeza.

Al meterse en el metro observó que comenzaba a nevar. Se hubiera quedado allí viendo la nieve, siempre le había gustado, le producía paz. Pero apenas faltaba una hora para que saliera el tren así que corrió escaleras abajo.

Al llegar a la estación, compró un bocadillo, una cerveza y se montó en el tren. Los copos de nieve caían cada vez más, pero el tren estaba caliente aunque era muy viejo, tal vez de finales de los años sesenta. “Cómo podría estar circulando un tren tan viejo”, pensó mientras enviaba un mensaje a Cristina de que ya estaba de camino.

El coche donde a Carlos le había tocado sólo había dos personas más; cada uno de ellos se sumergió en sus pensamientos mientras él comía el bocadillo y miraba por el ventanal. No había dado ni tres mordiscos cuando se quedó dormido.

Un frenazo le despertó. Abrió los ojos y no reconocía dónde estaba, todo su alrededor era oscuro. Palpó sus bolsillos buscando el encendedor y no lo encontró. A tientas trató de reconocer sus enseres, pero nada, tocaba sin reconocer. Hacía mucho frío y se frotó los brazos mientras a lo lejos oyó unas voces. Y fue en su busca dándose al pasar contra objetos irreconocibles. Al fin vio una luz al fondo; un hombre con una linterna indicó que la ventisca había obligado a parar el tren y, para colmo, se había cortado la luz. Le aconsejó que volviera a su sitio pues en breve se solucionaría. Mientras le acompañaba a su asiento, volvió la luz y cuando llegó a su asiento la sorpresa fue mayúscula: le habían robado el equipaje y el abrigo. En el suelo yacía el bocadillo pisoteado y el billete del avión; Carlos no daba crédito al cúmulo de despropósitos. Recogió el billete y el bocadillo y se sentó a comerse sin ganas el bocadillo mientras los dientes le castañeaban de frío. Arrancó el tren.


El tren entraba en la estación de Reus con un retraso de casi cuatro horas, pero llegaba con tiempo para ir al aeropuerto. Al llegar en una tienda se compró algo de abrigo, se tomó un café para entrar en calor y se dispuso a esperar la llamada de embarque por megafonía; volvía a recobrar la sonrisa, más desde que había escuchado la voz de Cristina tranquilizándole. La calma volvió a su ánimo y se recostó en la silla; aún le quedaba tiempo y estaba muy cansado, no había dormido nada.


Alguien le tocó en el hombro. Carlos hacía esfuerzos por abrir los ojos hasta que al fin pudo, encontrándose con la cara de un hombre.

-Disculpe, ¿Se encuentra bien? Lleva horas recostado sin moverse.

-¿Qué hora es?- la voz de Carlos, de repente, era angustiosa.

-Son las doce menos cuarto de la noche, señor.

-¿El vuelo de París?-Carlos se había puesto de pie y estaba chillando a aquel hombre.

-Salió a su hora, señor. A las tres en punto-lo dijo encantado como si su deber fuera que los aviones salieran a su hora.

Carlos se dejó caer en la silla, se frotó las sienes y sólo pudo responder al hombre con un gracias que apenas lo escuchó el cuello de su camisa.


Salió a la calle, era una noche fría y estrellada. Comenzó a caminar sin rumbo, pensando que ni siquiera tenía batería para llamar a Cristina, estaría muy preocupada y, ¿qué más le podía pasar a esas alturas de la película? Sonrió amargamente con este pensamiento sin escuchar el claxon que sonaba a sus espaldas.

Tan sólo sintió un golpe en la espalda; después, nada más…


Desde el cielo Carlos vio la cima de la torre Eiffel, también vio a Cristina llorando en una esquina, pero no la pudo consolar.

5 comentarios:

José Ignacio Lacucebe dijo...

¿Te hizo Carlos algo imperdonable?
Un saludo

Juan Julio de Abajo dijo...

Sea como fuere, y pese a quien pese, París siempre será París: la cuna del AMOR.

Un alado beso.

Julio.

www.fancyediciones.es
juan@fancyediciones.es

ALBINO dijo...

Paris, Paris, toujour Paris.
Je t'espèr en Paris, ¿Voulez vous dans "Le Lapin Agil"?. Tres bien.
C´est perfec pour l´amour.

Taller Literario Kapasulino dijo...

Que triste final... quería que se encontraran...
Lastima que la ultima imagen de Cristina haya sido llorando...

Alís dijo...

Siempre puede ser peor ¿verdad?
Qué tristeza. Y qué bueno tu relato, que te mantiene ansioso todo el tiempo para al final golpearte con esa mala noticia.
Beso