miércoles, 3 de noviembre de 2010

EL ELEFANTE BLANCO

El aullido de un perro me despertó. Me incorporé en la oscuridad, temblaba como una hoja azotada por el viento y el sudor corría a su libre albedrío por todo mi cuerpo; el sueño había sido tan real que aún podía palpar cada recoveco de aquella historia vivida. Me levanté y fui a la cocina a tomar un café. Eran las cuatro y media de la mañana, pero necesitaba cafeína en mis venas para que mi mente despertara totalmente de aquella pesadilla…


El éxito me acompañaba aunque sintiera que era una “don nadie” y que mis esfuerzos por lograr la atención de mis superiores cayeran en un saco sin fondo. Con el dinero que iba atesorando, parte de él, decidí para olvidar mi frustración invertirlo en un sueño: comprarme un elefante blanco. Era un cachorro hermoso y dócil al cual sacaba a pasear cada día un par de veces. Nunca lo llevaba atado, no hacía falta. Caminaba a mi lado dejándose acariciar y saludando con su trompa a todo el mundo que se acercaba maravillado a su lado. Eso sí, llevaba mal la soledad y una noche según regresaba a casa en el autobús recibí una llamada de uno de mis jefes. Era un hombre sin descanso, perturbador, embaucador y con un acento cargado de calidez y ternura que, siempre, lograba conseguir lo que deseaba. Yo temía sus llamadas porque en sus manos era un juguete a su merced incapaz de negarle nada. Era extraño el poder que ejercía sobre mí aquel hombre reduciendo mi voluntad a volutas de humo, deshaciendo en mí la poca seguridad que yo poseía. Y aquella noche, según me apeé del bus miré al cielo rogándole poder decir de una vez por todas que me diera el coraje suficiente para decir no, pero lo único que encontré en la capota negra que reposaba sobre mi cabeza fue una luna bellísima en estado de cuarto menguante. Escuché la voz del señor Piedra repetir su mensaje una y otra vez. Después, colgué el teléfono sin despegar mis ojos de aquella luna tan dúctil y tan mermada como yo. Me pasé la noche trabajando en la presentación que me había encargado. Al día siguiente, cuando le presenté el trabajo, al segundo renglón, lo había tirado a la papelera. Me pasé las horas repitiendo una y otra vez aquella estúpida presentación; ya, a las diez de la noche, me dio el visto bueno. Volvía a casa vacía, exhausta, atemorizada por las garras de aquel hombre que cada vez odiaba más y más, pero el pensamiento de pasear a mi elefante me hizo olvidar el mal trago que vivía cada vez que el señor Piedra torturaba a mi persona. Fue justo en ese momento cuando recordé que el día de la presentación no tenía a nadie que paseara a mi elefante; serían demasiadas horas para estar solo en casa.

Después de darlo vueltas muchas veces, decidí llevarme al elefante el día H. Total, justo enfrente del edificio donde se iba a hacer la presentación había un enorme descapado con un solo árbol, pero éste era fuerte y vigoroso, lleno de ramas que le podrían dar sombra al animal.

El lugar elegido por el señor Piedra era una antigua iglesia reformada actualmente para eventos sociales. No era un lugar grande para pertenecer al gótico catalán, sin embargo poseía ese ángel especial de desnudez, simetría y austeridad que tenía, por ejemplo, la catedral de Santa María del Mar; sin duda, bien podría haberse dicho que era su réplica en diminuto.

El día del evento me fui tres horas antes. Deseaba que todo saliera perfecto. Mi elefante quedó atado al árbol solitario; se le veía contento y feliz; partí tranquila. Según entré en el edificio, ya estaban los decoradores. Esta vez al señor Piedra se le había ocurrido una nueva excentricidad: alrededor las columnas estarían serpientes. A la hora que llegué, éstas estaban paseándose por el suelo. Se enroscaban a mis piernas sin piedad. Me daban un asco terrible, más, si abrían la boca y sacaban sus lenguas agitándolas como cascabeles; decidí ignorarlas y centrarme en colocar las diapositivas y recitar en alto mis mensajes; tal como diría mi jefe: rotundo, claro y directo… ¿Alguna vez volvería a ser yo? Me pregunté según recordaba sus palabras.

Al rato de estar allí llegó él, ¿cómo no? Y fue directo a mí.

-Patricia, muy buenos y lindos días, ¿has descansado bien?- aquel tono me sonó mal, demasiado mal; iba a atacarme sin duda- Temiéndome lo peor dado que últimamente cada vez que te pones nerviosa tartamudeas, y no quisiera que mi trabajo se fuera al traste por no saberte dominar, no vas a hacer la presentación. En medio de la nave pondré una piscina de agua fresca, transparente, apetecible. Tú te tirarás desde allá arriba-seguí con mis ojos la dirección de su dedo anular y me quedé espantada aunque sólo se me ocurrió preguntarle:

-¿Vestida, claro?

-No, no, por supuesto que no. Estás lo suficientemente gorda para que tu cuerpo sea la réplica de una ninfa de Rubens.

-Pero es que me da mucha vergüenza, compréndame…

-Patricia debes estar orgullosa de ser la elegida. Tú serás la obra central del éxito del producto. Cuando lo vean los clientes, el producto se venderá solo porque tú, y sólo tú, habrás generado la confianza necesaria… Recuérdalo Patricia, tú eres éxito.

Antes de comenzar el acto, fui a ver a mi elefante; me envolvió con su trompa y pude sentir la lealtad del animal a su ama. Eso fue el generador de la valentía necesaria para que volviera a entrar en la iglesia. Ésta ya estaba abarrotada de público, las serpientes habían, gracias a Dios, desaparecido y, con la majestuosidad que proporciona la lentitud del suspense, comencé a subir la escalera de caracol hasta llegar a la cima. Arriba y, tan lentamente como había subido, fui desenfundado mi cuerpo de un albornoz rojo que me había colocado para la ocasión. Tan sólo paré un instante para mirar mi entorno. La piedra de las columnas se había renegrido por la humedad y lloraban, lloraban sin cesar… lloraban por mí ya que yo era la estrella del espectáculo y no me lo podía permitir.

En el momento que ya me iba a tirar al vació, sentí un sollozo tras de mí; giré la cabeza… No me podía creer lo que estaban viendo mis ojos. Era mi madre. Sí, mi madre fallecida muchísimos años atrás. Vestía el sudario tal y como la vi la última vez. Por su nariz se escapaba un hilillo de sangre “Mamá, ¿qué haces aquí?” Ella me respondió “Huye ahora que puedes. Después será tarde, te habrás vuelto loca. Vete…” “Madre, no puedo, soy leal a mi jefe y me he comprometido, cueste lo que cueste” Según dije la última palabra, me tiré al vacío, sentí como mi carne se estrellaba en el agua. Mi jefe tenía razón pues el agua estaba deliciosa, el sacrificio había merecido la pena. Oía los aplausos mientras la música de Vivaldi, el otoño en concreto, se deslizaba bajo mis oídos. Sentía placer, un placer inusual pero, de repente, sentí algo bajo mis pies. Intenté mirar y… el horror me invadió. Las serpientes iban devorando mis pies. Chillé, pero nadie me escuchaba, todo el mundo corría hacia la puerta. El agua se había teñido de rojo, mi sangre. Justo, en ese instante, me acordé de mi elefante, que le atemorizaba las multitudes tanto como a mí. Estaría aterrorizado viendo la espantada del público. Ese pensamiento, el sufrimiento que podía estar pasando el pobre animal, hizo que recaudara las fuerzas suficientes para salir de aquel estanque de víboras.

Arrastrando mi cuerpo por la piedra fría de la iglesia logré llegar hasta la puerta; había desaparecido toda la gente. El árbol solitario seguía allí; sus hojas habían desaparecido y las ramas parecían esqueletos taciturnos esperando el ocaso. Miré hacia mi cuerpo, me faltaban los dos pies, y mis piernas parecían trapos rotos ensangrentados de dolor aunque yo éste no lo sentía. El hombre, el señor Piedra, había usurpado toda mi dignidad, no tenía nada ya, ni siquiera mi elefante blanco que, sin duda, había huido ante el terror.

Se hizo de noche postrada en la entrada de la iglesia. La luna seguía en cuarto menguante, bella, humilde, grandiosa. No me quedaba otra que esperar, esperar el aullido del lobo que cada vez sonaba más cerca de mí, me devorara de una vez por todas y poner fin a aquella pesadilla en la que se había convertido mi vida.

Sin embargo, de pronto, sin saber cómo ni por dónde, apareció mi elefante. Yo lloraba, no sé si de dolor, de alegría, no sé… Lamía mis piernas con tal delicadeza que el dolor se fue amortiguando, pero sólo fue un espejismo pues el lobo se abalanzó sobre nosotros hincando sus colmillos, pero antes de que perdiera la conciencia aun pude ver la cara del animal que nos había devorado: era el rostro del señor Piedra…


Estaba amaneciendo, menos mal. Era un amanecer grandioso. Su rojo afrutado me daba una paz hasta ahora desconocida. La cafeína hacía el resto alejando el horror vivido en aquel sueño aterrador. Pronto serían las siete y debía ducharme; era la hora de irme a trabajar.

Al salir de la ducha sentí que a la BlackBerry había llegado un mensaje; lo abrí y leí “Buenos días, Patricia, soy José Manuel Piedra. Recuerda llegar pronto, hoy es el gran día. Te espero en la catedral de la Virgen del Mar. Entraremos los dos juntos montados en un elefante rojo para presentar el producto. ¿Es linda la idea, verdad? Era una sorpresa que te tenía reservada. Date prisa ¡Chao!"


… Desde entonces estoy en un manicomio. Cada noche me viene a visitar el señor Piedra montado en un elefante rojo; no es blanco como el mío. La pureza no se hizo para él.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

No me sorprendes, ya no; conozco tu crecimiento literario. Ahora, me maravillas mientras te leo.
Gracias por este vuelo hacia la imaginación tan bien estructurado.
Te abrazo como siempre,

Rosa
(la de La Gloria que no me acuerdo de mi contraseña y tengo que enviarlo como anónimo, pero anónima no soy)

Victoriana Díaz dijo...

Extremecedor, este sueño es tal pesadilla de terror que no me extraña que tuvieses que tomar cafeina para poner los pies en la vida.
Mi felicitación pues su lectura engancha desde la primera línea.
Un abrazo amiga