OS VOY A CONTAR UNA
HISTORIA…
Érase una vez en una
gran ciudad llena de tráfico y polución, en pleno centro de la urbe, en uno de
sus barrios con más solera, había una cárcel para mujeres; fue construida en el
año 1931, durante la Segunda república. Ideada por la destacada
feminista Victoria Kent, primera directora general de Prisiones. El
proyecto consistía en construir una
prisión para mujeres porque éstas eran hacinadas en muy malas condiciones. Con
esta nueva cárcel lo que se perseguía era dignificar la condición de la mujer
reclusa de cara a su reinserción.
Según testimonio
recogido por Tomasa Cuevas, una de las reclusas “Ventas era un edificio nuevo e
incluso alegre. Ladrillos rojos, paredes encaladas. Seis galerías de veinticinco
celdas individuales, ventanas grandes (con rejas, desde luego), y en cada
galería un amplio departamento con lavabos, duchas y váteres. Talleres,
escuela, almacenes (en los sótanos), dos enfermerías y gran salón de actos
transformado inmediatamente en capilla. En cada celda hubo según dicen, una
cama, un pequeño armario, una mesa y una silla. En el 39 había once o doce
mujeres en cada celda, absolutamente desnuda, los colchones o los jergones de
cada una y nada más. Todo vestigio de la primitiva dedicación de las salas
había desaparecido: se había transformado en un gigantesco almacén, un almacén
de mujeres”
Tras el fin de la
guerra civil, en mil novecientos treinta y nueve, la dictadura franquista
convierte a aquel lugar, nacido para dar una oportunidad a mujeres con pasado
turbio o pecaminoso, en un lugar triste, infrahumano y sin futuro para sus
habitantes; pensada para que vivieran en ella cuatrocientas cincuenta mujeres
y, en vez de eso, las reclusas llegaron a ser hasta cuatro mil.
Entre las reclusas
más conocidas que hubo en la cárcel estuvieron Las Trece Rosas y otra nada
conocida que fue Pepita Bonilla. La cárcel permaneció abierta hasta el
año mil novecientos sesenta y siete, año en que fue demolida. El Estado se
desprendió de la propiedad a favor de una sociedad bancaria, por trescientos
millones de pesetas, la cual levantaría sobre el solar un complejo residencial…
Ayer…
Pepita nació en
Fuentesoto en el año de la inauguración del siglo XX. Hija única de un
pastor aprendió a escribir y leer a
escondidas de un padre analfabeto que jamás la llevó a la escuela. Al cumplir
los dieciséis entró a servir en casa de los Fuencisla que veraneaban todos los
años allí. Una de las hijas, de la misma edad de Pepita, Henar se llamaba, fue
quien la enseño los primeros rasgos de las letras. Era una muchacha sociable,
nada estirada para su categoría social por lo que charlaban mucho y alguna tarde que otra se iban a
pasear por el antiguo camino de Tejares a Fuentidueña, a unos 4 km al suroeste
de Fuentesoto; allí había una cruz con una inscripción que Pepita siempre que
la veía pensaba qué pondría allí. Al pasar el tiempo y ganarse la confianza de
Henar, un día la preguntó qué ponía en la cruz. Henar con voz clara y serena se
lo leyó "Aquí fue asesinado don Patricio Sanz y Peña el día 2 de
diciembre de 1902 R.Y.P." Al terminar de leerlo, la muchacha preguntó
a Pepita que si conocía aquella historia. Pepita con la cara iluminada la contó
que según se decía le estuvieron
esperando para robarle, ya que venía de hacer unas ventas en Fuentidueña. El
burro volvió solo hasta Tejares y por eso la gente se enteró que le había
ocurrido algo y salieron a buscarle, encontrándole en dicho lugar. Entonces
Henar, al percibir la emoción de Pepita, se propuso enseñarla a escribir y leer.
En mil novecientos veinte, los Fuencisla propusieron a Pepita irse con ellos a
Madrid a seguir sirviendo para ellos en la época invernal. Los domingos salía
de paseo un par de horas con chicas de su misma condición conocidas entre
recado y recado en el barrio Salamanca donde vivían los Fuencisla. Esos años
fueron cruciales para Pepita pues conoció a Mariano con el que se casaría en
mil novecientos treinta; él sería quien abriría la mente a Pepita, a cultivar
sus ideales y a sentir la justicia y la igualdad de deberes y derechos como
patrimonio de todos. Pero la vida y sus
realidades más amargas siempre te esperan en la esquina más insospechada y al
comenzar la guerra, justo al año, Mariano murió por luchar al lado de la república,
y el calvario de Pepita comenzó.
Bastaba que
cualquiera, una vecina, un compañero de trabajo, una viuda o un familiar de
algún muerto por los rojos se presentase en una comisaría, un cuartelillo
de la Guardia Civil o un centro de Falange, denunciando sin
demasiadas precisiones las ideas o los hechos de cualquiera, para que la
persona fuese detenida, maltratada y enviada a pudrirse a la cárcel… Pepita fue
denunciada por el vecino fisgón que cada vez que la veía la desnudaba con la
mirada. En primera instancia fue llevada a gobernación donde pasó dos meses
además de no saber nada de su hijo, un niño de seis años que vio cómo se
llevaban a su madre.
Pepita fue torturada
para que cantara pero no lo hizo, más que nada porque su difunto marido procuró
que la no supiera nada de sus actividades clandestinas. Al no sonsacarla nada,
fue humillada y violada tantas veces que al ser trasladada a la cárcel de
ventas descubrió que estaba embarazada; corría finales del treinta y ocho. En
el verano del treinta y nueve Pepita dio a luz; nunca supo qué tuvo, si varón o
hembra, pues nada más dar a luz se lo
quitaron para darlo en adopción a la nueva clase social emergente,
primordialmente militares.
Aquella cárcel que
nació para la reinserción se convirtió en un nido de hambre, piojos,
enfermedades de todo tipo, malos tratos, charlas religiosas, misas e himnos.
Alguna carcelera,
previo pago, pasaba vituallas, productos de aseo y hasta libros. Pepita, que ya
nada tenía que perder, se vendió muchas, demasiadas veces; sólo a cambio de
algún libro, un cuadernillo y un lápiz, los tres fieles compañeros hasta que
fue fusilada en el cuarenta y uno en las tapias del cementerio.
Pepita para
amortiguar el dolor de sus compañeras las leía por la noche y cuando se la
acababa el libro volvía a vender su cuerpo para que la pasaran otro y así
continuar su labor docente tan particular. En los ratos de ocio salían al patio
y debajo de un almendro desgarbado se sentaba Pepita a escribir su vida, sus recuerdos, a besar lo
único que la quedaba: una foto hecha en el estanque del Retiro. Mariano, el
niño y ella sonreían mientras los tres saludaban con la mano. Después, con
cuidado de que nadie la viera, se levantaba el vestido andrajoso y se metía en
las bragas el cuaderno y el lápiz.
A principios del
cuarenta y uno y antes del alba comenzaron a llevarse mujeres, hembras de todas
las edades; las metían en un camión y desaparecían para siempre.
En el mes de abril,
en concreto el día cinco, se escuchó un fuerte rumor de que esa misma noche se
llevarían a doscientas presas, entre ellas Pepita. Esa misma tarde cuando salió
al patio miró con más cariño a ese almendro, tal famélico como ella, hasta besó
su tronco devastado; después, se agacho y con todas las pocas fuerzas que la
quedaban comenzó a arañar la tierra hasta que de sus uñas surgió la sangre. Con
cuidado se quitó las bragas, escribió unas palabras en su cuaderno y, besando
la foto mil y una veces, envolvió el cuaderno y el lápiz en la braga. Después
lo depositó en el agujero y comenzó a taparlo con la tierra sustraída.
Esa misma noche, a
las once menos cuarto, se oyeron voces, pasos, hasta llegar donde estaba
Pepita. Dijeron su nombre, ella se levantó y salió. Un sacerdote la estaba
esperando, la pidió con dulzura su arrepentimiento. Pepita levantó la cabeza y
mirándole a los ojos le dijo “¿De qué me voy a arrepentir, acaso de vender mi
cuerpo para ayudar a mis compañeras, eh? Mi Dios no es el suyo. No es ladrón,
no es un asesino…Quizá el que se deba de arrepentir sea usted por estar
ayudando a esta barbarie”… Fueron las últimas palabras pronunciadas por Pepita
Bonilla, natural de Fuentesoto e hija de un pastor analfabeto.
Hoy…
Es veinte de marzo,
ya es primavera. La mañana es soleada aunque fresca y a lo lejos acechan nubes
muy negras. Nati está terminando de recoger la casa; ya ha hecho la comida y
Gus, la mascota de la familia, no hace más que ladrarla. Tiene que darse prisa
para bajar al perro. Ella nunca le baja, pero hoy ninguno de sus hijos está en
casa. Bien claro se lo dijo Carlitos “Mamá baja a Gus y llévale a la parcela
que expropiaron a la comunidad. Allí van todos con los perros y disfrutan mucho
los animales” Asintió pensando en que se bajaría un libro para entretenerse
mientras el perro juega.
Nati llega sobre las
doce al descampado, suelta a Gus que se va corriendo hacia unos árboles. Como
hace fresco y el sol se está esfumando, decide pasearse por aquel lugar tan
decrépito. Recuerda cuando compraron la casa. El descampado de hoy era un bello
jardín que pertenecía al Parque Residencial Isabel II. Después de expropiar ese
terreno, el ayuntamiento lo dejó para uso y disfrute de todos los vecinos de la
zona. Nunca el ayuntamiento cuidó de aquel trozo lleno de vida y con los años
se fue deteriorando… Ahora piensa Nati mientras observa con pena y nostalgia
aquellos árboles tan frondosos que es lo único que queda.
Entre tanto
pensamiento ha perdido de vista a Gus; camina hacia los árboles y allí le
encuentra escarbando frenéticamente al lado de un almendro en flor. Es un árbol
precioso, grande, al menos de tres metros, calcula según le mira, poblado de
pequeñas florecillas blancas, acudiendo al pensamiento de Nati que se le
asemeja al brillo de la pureza. Recrimina a Gus pero éste hace caso omiso a su
dueña y sigue escarbando. Nati se acerca y le retira del agujero enorme que ha
hecho. Cuando, de repente, al irse a dar la vuelta con el animal ya sujeto, se
da cuenta que hay algo en el fondo del agujero; se agacha y explora… Parece un
trapo sucio, piensa mientras tira de él y, al tirar, de él se desprende un
objeto pesado. Lo toma entre sus manos y se da cuenta, después de retirar la
tierra que es un cuaderno. Se mete la mano en el bolsillo y saca una bolsa de
las que utiliza para los excrementos de Gus y mete todo el hallazgo en la
bolsa: el trapo, un lápiz y un cuaderno. Ha comenzado a chispear, Nati corre
con el perro por el descampado.
Ese día come sola,
se acaba de dar cuenta. Guarda la comida en la nevera con la única satisfacción
de que mañana no tendrá que comer. Se coge una copa de vino, enciende un
cigarrillo y se dedica a escrutar su inusual tesoro… Son las nueve de la noche
cuando el marido de Nati llega a casa; ella ni se entera, está tan enfrascada
con algo entre sus manos mientras unas lágrimas corren silenciosas por su
rostro. Su marido la pregunta “¿Qué lees?” Ella levanta los ojos y con una
triste sonrisa le contesta “Leer la vida de una gran mujer” “¿Termina bien?”
“Con la dignidad de ese tipo de personas que a veces mueren sin saber los demás
quiénes fueron… Escucha sus últimas palabras ¡Hoy al fin termina mi calvario.
Nada hice y todo pagué por una guerra que nunca debió ser!”
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