Esta es una historia breve. No se necesitan muchas palabras para
adentrarnos en una mujer que ni siquiera sabemos su nombre, no hace falta, sus
hechos hablan por sí solos, pero como toda historia que se precie hay un
protagonista y posee un nombre, nosotros la llamaremos Ana. Un nombre sencillo,
universal…
Ana no pasa desapercibida aunque muchos no la vean. Es una mujer de mediana
estatura, delgada. Su cabello llega por sus pequeños hombros. Su caminar,
alzado siempre a unos buenos tacones, es vital, precipitado en algunas
ocasiones. Su tez tostada por sol o polvos, según la época. Sus ojos, dos
farolillos incandescentes y vivarachos, marrones para más señas. Su boca es una
sonrisa permanente y su barbilla siempre elevada que no se esconde ni rehúye
nada que se la ponga por delante. Como mujer, da gusto mirarla, emana
feminidad, no una fémina explosiva, no, simplemente mujer que ya es mucho,
muchísimo. Elegante, discreta, juvenil, su indumentaria.
Pero su incandescencia viene por otros caminos más tortuosos que han de
verse bajo otros prismas sosegados, tal vez rodeados de murmullos de gente que
charla también a su alrededor que no molestan para nada, enriquecen más si cabe
porque es capaz a su compañero de viaje momentáneo centrarse en su voz vital,
repleta de matices, en sus gestos quizá versados de dolor, otrora de alegría y
esperanza. Escucha y te hace sentir el centro de su intelecto. Habla y su
interlocutor se siente escuchado, acogido, respetado y entendido.
Ana posee un camino de ida y vuelta, siempre el mismo, con paradas
intermitentes pues su vida no ha sido fácil. Bueno, como la de cualquier ser
humano que vive y hace frente a las dificultades sin huir de ellas “Es lo que
toca”, dice pausadamente mientras te mira a los ojos de tu corazón.
Nació en una familia normal de cualquier ciudad de provincias. Se enamoró
como cualquier muchacha de su edad temprana, también normal. En un tiempo que
había trabajo, ella lo tuvo, lógico. Su trabajo la gustaba, lo hacía bien. Se
casó, normal para su época en la que te ibas de casa si a tu dedo iba prendida
una alianza. Ella era feliz, tuvo algún que otro embarazo fallido hasta que
apareció el rayo de luz que daría aún más consistencia a su vida, el porqué de
sus desvelos, la razón de su sonrisa perenne, el motivo más grande que puede
tener una persona para que la dificultad se convierta en razón de un caminar
seguro, con un objetivo único: un hijo.
Víctor se llama el zagal, una criatura que vino al mundo de la imperfección
pero que para los ojos de todos es grande, maravilloso.
Ana es madre, como muchísimas mujeres. Se desvela, vive, sufre, levita por
su cachorro de hoy 23 años. Un pipiolo con sus limitaciones, con sus costuras
cosidas de pespuntes tartamudos que sus padres tratan de coser cada día para
que Víctor camine como cualquier otro chiquillo, para que se adapte a una
sociedad que gira y gira sin parar. Para que camine con ilusión y tenga sueños
como cualquier otro. Para que se enfade y busque su porqué. Para que encuentre
su identidad, para que sea uno más en una sociedad llena de socavones,
incomprensión, rechazos y dislates.
Ana y yo hemos encontrado nuestro rincón de invierno, rodeadas de otras
voces, risas y chascarrillos, pero a nosotras no nos impide sumergirnos en
nuestros mundos, susurrar nuestras cuitas entorno a un vino de la tierra de un
rosa suave, fresco que corren por nuestras gargantas mientras desgranamos
nuestras vidas con luz eléctrica y acogedora sentadas en una taberna, en una
mesa silente llena de historias calladas que nadie conoce.
Me despido de Ana, esa gran mujer como hay muchas en el mundo, con el deseo
de dar voz a todas esas mujeres que brillan con luz propia aunque pasen desapercibidas.
Yo me erijo como voz de la calle, esa voz que grita por las callejuelas de
la vida para no ser invisible.
No hay comentarios:
Publicar un comentario