Miré la hora. El
teléfono marcaba las cinco menos cuarto. El dolor me atravesaba las sienes como
dos puñales pero pude pulsar la luz del móvil al que me agarraba como si me
fuera la vida en ello. Apenas me podía mover. Seguía tumbado en el suelo sin
ver lo que me rodeaba, la oscuridad apagaba hasta las sombras. Volví a cerrar
los ojos, a tratar de pensar, sin embargo el miedo me bloqueaba, era incapaz de
coordinar ningún recuerdo. Solo me acordaba de mi llegada llamando al timbre
del portal, esperando pacientemente a que Begoña, mi última conquista, me
abriera. Mientras, mi nariz se distraía en el suave perfume de la media docena
de rosas que iba a regalarle. Sí, era una costumbre en mí cada vez que una
mujer me invitaba a su casa. Claro, la adquirí cuando mi sueldo fue lo
suficientemente sólido. Sabía que era un detalle que a cualquier chica le
gustaba, daba igual que fuera moderna o clásica… La verdad es que a mí me
gustan todas. El mundo femenino es mi mejor distracción después de una buena
reunión de amigos con cervezas y futbol; esto es lo primero y luego, ellas.
Jamás me he
comprometido con ninguna, ni creo que lo haga. Tengo treinta y seis años y, en
mi vida, en mi apartamento de cuarenta metros cuadrados, no cabe ninguna mujer.
Disfruto de ellas, ellas de mí y punto final. Dicen que soy un amante de
quitarse el sombrero. Delicado, paciente, respetuoso. En mis encuentros no
escatimo nada. En sus casas, en la mía no ha entrado ninguna, solo mi madre y
mi hermana Patricia. Me fio mucho de su gusto. Ambas son interioristas. Además,
una vez al mes las invito junto a mi hermano Eduardo a cenar. Me gusta cocinar
para ellos, los preparativos, la sobremesa, el aroma a velas perfumadas que
compra Patricia. Mi padre si no hubiera sido un cabrón también estaría sentado
con nosotros, pero le tachamos de la agenda familiar cuando puso los cuernos a
mi madre con su íntima amiga. Una historia vieja como la vida misma, vulgar y
muy repetitiva. Éramos entonces tres críos. Mi padre estaba de viaje, por lo
visto tenía un cliente en Almería con mucho dinero y muchos líos también.
Nuestro padre era abogado. Bueno, Eduardo y yo también lo somos y trabajamos en
el bufete de mi padre que ahora es nuestro; en cuanto pudimos le echamos a
patadas de allí. En nuestras retinas tenemos grabada la escena de entrar en la
casa de la sierra con nuestra madre. Todo revuelto, botellas y copas vacías,
comida seca, putrefacta casi, y silencio, mucho silencio. Mi madre nos dijo, al
ver todo aquello, que nos quedáramos en la puerta. Ella entró, nosotros oímos
voces y nos asustamos. Fuimos corriendo en busca de nuestra madre y la
encontramos en su dormitorio. Mi padre estaba sentado en el sofá, desnudo con
una sonrisa tonta en su cara mirando a mi madre sin verla. En la cama dos tías
igualmente desnudas. Una era Clara la íntima amiga de mi madre tumbada boca
arriba con una rosa tatuada al lado del ombligo, con la misma sonrisa
gilipollas que mi padre. La otra mujer permanecía bocabajo convulsionándose. Mi
madre no se dio cuenta que nosotros tres estábamos allí, parados, quietos,
nuestras bocas abiertas sin decir nada, solo mirando. Salió de allí y fue al salón. La oímos hablar por teléfono.
Recuerdo que Patricia se soltó de mi mano, y se puso a devolver. A mí lo único
que se me ocurrió fue ir al baño a por una toalla para limpiar a mi hermana
pero no pude. Al llegar vi un hombre en el suelo. Estaba desnudo, tenía una
jeringuilla en el brazo. Yo también me puse a devolver. Al rato, sentimos una
sirena, mi madre se había olvidado de nosotros. La vimos llorar en el salón
mientras un hombre vestido de policía la calmaba. La casa, nuestra casa de la
sierra se convirtió en un hervidero de policías y camillas que iba y venían. Al
hombre del baño vi que lo tapaban, a la mujer que se convulsionaba, llevársela
en una camilla y alguien cogernos por los hombros y sacarnos de allí.
Recuerdo que las
huellas de mi padre desaparecieron de casa, nunca más volvimos a la casa de la
sierra. La obsesión de mi hermano y mía fue estudiar derecho. Él termino tres
años antes y tuvo los huevos de pedir trabajo a mi padre. No lo habíamos vuelto
a ver. Se lo dio, luego terminé yo e hice la misma operación que mi hermano y,
en cuanto pudimos, le denunciamos por trapicheos en el bufete. En esta ocasión
funcionó la justicia y pasó cinco años en la trena. Salió antes de ayer.
Se ha hecho de
día, entra luz por la ventana. Soy capaz de acercarme el móvil. Tecleo 112.
-Policía…
-Calle Albatros
nº5, 2ºD, no sé lo que ha pasado-pero según tuerzo la cabeza veo dos cuerpos,
uno encima del otro. Debajo está Begoña, tiene los ojos abiertos, miran a un
punto fijo. El cuerpo que está encima no se le ve la cara, pero veo una
jeringuilla en su brazo izquierdo… ¡Dioooos! La imagen acaba de estallar en mi
cabeza.
-Begoña abre, soy
Álvaro-según voy a empujar la puerta, un aliento fétido se pega a mi nuca.
-Ni rechistes,
hijo de puta y tira hacia delante-no le veo la cara pero su voz me es conocida.
Nos metemos en el ascensor y me empuja hacia una de las paredes. Sigo sin ver
su cara pero su voz no deja de hablar.
-¿Qué te
pensabas? ¿Acaso creíais que os ibais a salir de rositas, cabrones de mierda?
Hoy te toca a ti, pero mañana iré a por vuestra madre y luego a por tus
hermanos.
La puerta de
Begoña está abierta. Entramos y el hombre dice “Hola guapa. Vengo a ajustar
cuentas con mi hijo. Ya verás qué bien nos lo pasamos los tres”
No hay comentarios:
Publicar un comentario