sábado, 29 de abril de 2017

EL LARGO VIAJE DE MATISTA

Matista era una mujer gorda o, al menos, era lo primero que veían de ella los demás. Pero estaba acostumbrada a esas miradas de asco, tanto, que las encontraba normales. Se creó un mundo de carne con pelos lacios y vetas blancas, uñas amarillas por la nicotina, y sucia toda su persona. La boca era igualmente carnosa y sus dientes iban marcando ausencias y pronunciando orificios.
Su físico, en verdad, repelía a bucear en ese ser llamado Matista, nombre que surgió por una noche en que su madre se lio con un joyero; de aquel roce, nació una niña por casualidad, porque la madre estuvo meses barajando la posibilidad del aborto. Al final, se hizo tarde y dejó correr al ser que medraba dentro de ella sin hacer ruido ni molestar.
Matista creció en un suburbio tan descascarillado como la ausencia de niñez. Una muñeca y un perrillo fueron los únicos pasajeros que le acompañaron en esos años. Cuando Rufo fue atropellado intencionadamente por el vecino carbonero que guardaba rencor a la madre de Matista por haber sido rechazado a pesar de que la daba un buen botín por acostarse con él, el corazón de Matista murió.
Apenas fue a la escuela, la aburría. Era torpe y nadie le hacía caso. Además, le molestaba que los chicos le corearan "Mati, la hija de la puta". Ella no entendía aquellas palabras, pero por dentro comprendía que aquello que le decían no era bueno. Tampoco su madre paraba mucho en casa para haberle preguntado el significado de puta. Siempre estaba ocupada en el negocio de los placeres carnales. Si tenía clientela, Matista se pasaba el día sentada en las escaleras con la muñeca y Rufo. Cuando éste murió, encontró refugio en pelar patatas. Comenzó como un juego para tapar carencias y terminó siendo un negocio para su madre. Su habilidad corrió como la pólvora y rápidamente su madre se percató de que tenía una fuente más de ingresos.
Al estar sentada todo el día, comenzaron a reblandecerse sus carnes, a crecer y rodear su ánimo hasta llegar a lo que se había convertido.
No hablaba con nadie, incluso una vez que murmuró más de tres palabras seguidas se asustó de la voz que salía de su garganta. Ella gritaba para sí en silencio, concentrada en sus patatas y, cuando hacía un alto, dedicaba su vista a observar, principalmente a las ratas que iban y venían por las escaleras. A los gatos los envidiaba y, gracias a ellos, descubrió su subsistencia…
Un día, un felino de pelo algodonoso se plantó ante sus narices sentándose junto a ella. Matista apenas se atrevía a respirar para no asustarle, pensaba que aquel animal era mucho más bonito que los roedores que siempre le acompañaban. Al rato, el gato se cansó y decidió subir las escaleras; Matista le siguió llegando hasta la azotea. Allí nunca había subido y, casi, cayó al suelo al contemplar el panorama que se extendía ante sus ojos. A partir de aquel momento, decidió trasladarse a ese lugar. Daba igual que fuera verano o invierno, que lloviera, hiciera frío o nevara. Había hallado un horizonte tibio sobre el que volar, un mar en calma por encima de la podredumbre.
Aprendió a respirar el oxigeno de la libertad mirando a los tejados, al vuelo de los pájaros, al cielo rosa, añil, fresa y carbón. Se lavaba con la lluvia y le fascinaba las gotas de agua sobre sus patatas. Allí arriba se cultivó en el color del otoño, se ilustró en sonrisas y comprendió la soledad que había vivido. Su rostro osco mutó al azúcar. Ya no le importó ser rechazada, ni estar sola.
Contando Matista veintitrés años, su madre murió. Fue la primera y la última vez que pisó un hospital, no sabía ni que existieran, como desconocía que hubiera médicos que sanasen al cuerpo, a ella nunca la vio ninguno… Y Matista conoció el amor. No sabía que aquello que sentía, que hacía acelerar su corazón fuera lo más hermoso que ella había experimentado jamás, incluso por encima del cariño a Rufo, su extinguido chucho. Y sintió profundamente que su madre muriera, no porque le diera pena su ausencia porque no sentía gran cosa por su madre, sino por dejar de ver a aquel hombre de barbas y mirada de chocolate. Fue la única persona en la vida de Matista que la miró con ternura, incluso le habló algo más que para pedirle que le pelara dos kilos de patatas.
Después de enterrar a su madre, llegó una etapa dura para Matista, la tonta del barrio. El negocio de la patata no le llegaba para pagar el piso donde había vivido con su madre, así que la echaron, pero la dejaron quedarse en la azotea.
Y…, así pasaron los años y Matista subida en la cúspide viendo amanecer sobre la escoria, anochecer sobre sueños de cartón. Declararon el edificio en ruina y lo desalojaron. Nadie se acordó de ella, olvidaron a la mujer que pelaba patatas y se alimentaba del horizonte que se expandía a su lado cada día.
Demolieron el edificio y, al retirar los escombros encontraron a Matista con los ojos abiertos y abrazada a un gato; en su cara había perfilada una sonrisa… El obrero pensó, según la observaba, que era la mujer más hermosa que hubiera vito jamás.

3 comentarios:

Ricardo Tribin dijo...

Con Matista nos dejas un impactante mensaje.

El final duro, muy real

Te envío un fraternal abrazo.

Alondra dijo...

Me tienes enganchada a tus palabras. Tus cuentos son como una droga que no puedo dejar de leer y te agradezco mucho este blog. Hoy la historia es muy triste pero ya ves, ella también tenía su trocito de felicidad en lo más alto...
Un abrazo muy grande

Macondo dijo...

Me ha encantado, María Ángeles. Una vez más.