Desde los inicios al mundo de los adultos tuve la
firme convicción por las experiencias juveniles que los malos ganaban siempre
aunque la abuela Daniela cuando me encontraba desinflada y deshecha en lágrimas
me decía “A cada cerdo le llega su San Martín” Pero la vida me demostró que si
había veinte cerdos, solo uno pagaba por sus tropelías, hecho que encajaba muy
mal pues una idealista como yo, a pesar de tanto cerdo, creía en la justicia
hasta que el tiempo y los años me tornaron en descreída.
Sin embargo, anoche encontré a Sulfurosa, Sulfi para
los conocidos, en la verbena de mi pueblo, bailando sola. Un vaivén desvaído
sin ritmo iba acompañando a su cuerpo. En la mano tenía cosido un vaso vacío y
la otra mano la agitaba tratando de atrapar algo que a mí se me escapaba.
Dejé a los amigos en la barra del chiringuito y me
fui a sentar en un rincón apartado para que nada distrajera la atención, los
recuerdos, el análisis y las sensaciones. Recordaba como si fuera ayer en el
patio del colegio a Sulfurosa, Solo se dejaba llamar Sulfurosa cuando nos
entregaban las notas; el resto estaba prohibidísimo por ella misma llamarla por
su nombre y nos exigía de manera tirana que la llamáramos Sulfi, decía que era
un nombre de gran carisma y que se distinguía de todas las Anas, Mari Carmen y
Pepitas que había en aquel entonces. Su tarjeta de visita era aquellos ojos de
gato maravillosos que tenía, una sonrisa seductora a pesar de sus cortos años y
de ser la líder de la manada. Todo el mundo había nacido para servirla,
incluida yo que era su debilidad a la hora de hacerme ante todos como si yo
fuera un esperpento de chica sin gracia, baja, gorda y sin sustancia. Aquella
actitud suya para conmigo no me molestaba en exceso hasta que comenzó a hacerme
faenas de las gordas como quitarme a mi primer amor, pedirme en un examen que
la pasara las respuestas y pillarnos y acusarme de estar copiando su examen y
volverme a quitar otro novio con el cual se casó.
Se llamaba Jesús. Alto, moreno, ojos del tono del café
con leche, dulces y tranquilos, el perfecto paraíso para columpiarse en una
mirada, pero al poco tiempo encontré al amor de mi vida con la vista perdida y
un caminar sin reloj. No había vuelto a hablar con él y medió tanta pena que me
acerqué. Sus palabras eran evasivas como su actitud escurridiza. Después de
aquel día pasaron varios años hasta que nos volvimos a encontrar pues yo saqué
una oposición y me fui del pueblo.
El siguiente encuentro fue aún más triste si cabe.
Eran las fiestas patronales y todos estábamos en la plaza, lugar de encuentro
en cualquier pueblo. Primero vi a Sulfi. Se había teñido peligrosamente el pelo
de rubia dejándose las cejas muy marcadas y muy negras. Por su escote se
escapaban sus armas arrojadizas, los senos de los que tanto presumió siempre.
Bebía y bebía mientras sus carcajadas atontaban a tres hombres que la
acompañaban que, según miraban al escote, babeaban sin cesar. Y en el extremo
de la plaza, un rincón infantil de nueva creación, revoloteaban muchos niños
bajo la atenta mirada de un hombre. Estaba sentado de espaldas y parecía tener
un bebé entre sus brazos. Era una escena bonita, tierna y muy apetecible de
mirar en ese momento en que la mujer comenzaba a disfrutar de ciertos
privilegios hasta entonces vetados para ellas. Siempre fui una sagaz
observadora de la vida, como si mi espíritu necesitara vivir a través de la
vida de los otros, por lo que no pude refrenar el impulso y me acerqué con mi
vaso de limonada a mirar la escena más cerca. En ese momento el hombre estaba
consolando a un niño que lloraba mientras que una niña trataba de sujetarle la
cara con sus dos manitas. Interiormente me deshice en elogios ante aquella
escena hasta que el hombre, tal vez presintiendo una mirada intrusa, movió la
cabeza hasta chocarse con mi rostro iluminado por una enorme sonrisa que en ese
instante se convirtió en una mueca congelada.
Jesús tornaba casi a un anciano con sus sienes
plateadas, una enorme brecha tapada por un vendaje encima de su ceja izquierda
y unas ojeras que se descolgaban estrepitosamente. Mi primer instinto fue
agacharme para abrazarme a aquella escena. Los niños me miraban con estupor y
cuando pudo verlos detenidamente poseían tanta tristeza como el padre. Me senté
junto a él y en apenas quince minutos resumimos siete años de ausencias. Le
propuse que abandonara a Sulfi y que se marchara lejos con sus hijos y con una
voz entrecortada me dijo “La amo, Mari Carmen” No nos dio tiempo a más. Sulfi
apareció con una sonrisa borrascosa diciéndole a Jesús que si no le daba vergüenza
tener a los niños a esas horas sin cenar. Ella ni me miró y yo le tiré un beso
en el aire y me fui con los ojos repletos de nubes a punto de estallar en una
copiosa tormenta.
No le volví a ver. La siguiente vez que fui a
recrearme en mis raíces, cinco años después, mi madre me contó que Jesús cayó
por unas escaleras llevando en brazos a su quinto hijo. “Una desgracia muy
grande”, me narraba, pues los dos se mataron. Sulfi se fue del pueblo a Madrid
a buscar trabajo dejando a sus hijos con sus padres.
Durante un tiempo estuvo mandando dinero hasta que
un par de años después dejaron de saber de ella. Por lo visto, tiempo después,
se enteraron que se fue a América con uno que iba a montar un casino allí, pero
ella nunca volvió al pueblo, ni mandó dinero, ni llamó preguntando por sus
hijos.
Anoche, cuando vi bailar a aquella mujer, de aspecto
decrépito y descuidado, el pelo de mil colores, los pechos sueltos sin fuste y
ojos de gato perdidos, sentí pena por aquella imagen, aunque un rencor sordo
vino a mi boca para hacer vomitar todo el odio que había yacido dentro de mí.
Sin darme
cuenta, me levanté de la silla, nadie bailaba, parecían abducidos por la mujer
borracha de la pista. Me acerqué a ella y la llamé por su nombre.
-Sulfurosa, vámonos de aquí- la agarré del brazo y
me la llevé.
Mientras los vahos del sueño se difuminan voy oyendo
suavemente al mundo despertar y entre medias a la mente llegan las últimas
horas vividas y los ojos se me nublan de repente. Una tristeza lastimera se
apodera de mí al observar a la mujer que duerme en el cuarto de al lado. No
puedo dominar mi odio e ira, me da asco, pero algo en mi interior me dice que
no deje a esa cerda sola.
2 comentarios:
Hasta algunos buenos sentimientos pueden llegar a ser incomprensibles.
Magnífico relato, como siempre.
Mi muy querida amiga:
Me encanta tu narrativa y también las ferias patronales.
Un gran abrazo y un beso.
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