“Ortega y Gasset dijo que la vida se nos entrega vacía. El oficio
de escritor, por su capacidad de imaginar, debe crear algo bueno y útil para
los demás que ayude a vivir” Richard Ford
Encontré a Pedro una noche de otoño en esa Castilla que, en días
de diario, se apea temprano de la vida mundana; oí las campanadas del reloj dar
las diez. Caminaba deprisa, la acera era ancha, los arboles desmembrados y
apenas un autobús vacío pasó por la calzada. Un vientecillo suave cosquilleó el
silencio hasta que fue roto por un ronquido bronco, profundo. Aminoré el paso,
incluso volví la cabeza y lo único que pude ver fue, en un rincón de un antiguo
edificio de banca abandonado, un bulto tapado por una manta parda que subía y
bajaba armoniosamente. Mis ojos no se acostumbran a ver esa imagen que tanto
desamparo me infunde. Sin embargo, este verano volví a contemplar estas escenas
en la Bretaña francesa. Entonces se me antojó pensar que, tal vez, era una
postura contra el capitalismo, una forma de reivindicar otras formas de vida,
pues aquellos rostros anónimos estaban lejos de la tristeza. Exhibían
complacencia, hasta alegría.
A la mañana siguiente salí temprano a pasear a Gazpacho, un
terranova que todo lo que tiene de grande lo tiene de bueno, aunque hay algo
que le sobreexcita y no he llegado aún a comprender por qué después de tres
años unidas nuestras almas de perro y humano. Cada vez que ve a un mendigo, se
pone a ladrar desaforadamente; he tenido que dejar de pasar cerca de las
iglesias pues a ciertas horas hay muchos inquilinos haciendo colecta. Sin
embargo, esa mañana fue distinto. Gazpacho iba suelto husmeando todo lo que
encontraba al pasar cuando, de repente, vino una nube a descargar tanta agua
que el mismo Gazpacho fue corriendo a refugiarse en el primer sitio que
encontró; el antiguo edificio del banco.
El perro llegó y se aposentó en un extremo dado que el otro estaba
ocupado por un hombre cuyos ojos apagados contemplaban mansamente aquella agua
que caía. A su lado, un perrillo “Mil leches” en la misma actitud que su amo.
Yo me puse al lado de Gazpacho tratando de sujetarle por el collar temiendo que
en cualquier momento se le cruzaran los cables y se pusiera a ladrar al
mendigo. Pero no.
El contemplar el agua rabiosa era una escena, la verdad,
fantástica. Relajaba tu mente, abría las compuertas de alguna sensibilidad
dormida. Tan imbuida estaba en la escena que fue Gazpacho con un lametón el que
me despertó.
-
¿Un café? -giré la cabeza y el hombre me tendía un vaso humeante
de un termo. En su boca se desplegaba una media sonrisa ácida que, a mí, no sé
por qué, me supo a azúcar. Dudé unos segundos en aceptar o no aquel vaso que se
me antojaba sucio, pero aquel brazo insistente y confiado, hizo que el mío
saliera a su encuentro y que, por fin, mi mirada paseara por aquel rostro.
Mis ojos, desvergonzados y descarados, subieron y bajaron mil
veces por una barba descuidada de hebras de plata, por una boca de labios finos
y dientes amarillentos, por una nariz golfilla de ave rapaz, una frente de
surcos profundos y una mirada tan honda que taladró a la mía. No sentí daño ni
duelo en sus ojos pardos y anónimos, y leí tantos capítulos en ellos que me
sentí afortunada. Fue un lenguaje de ausencia de palabras donde los gestos
nacen para contarte que no siempre es mala una decisión descabellada, ni mucho
menos descartar por simples apariencias, pues la verdad posee muchas formas.
Dejó de llover, despertaba la ciudad y el silencio se evaporaba
para mejores momentos. Solté a Gazpacho y dije.
-Me llamo Rebeca. Tengo una manta en casa en desuso. Da mucho
calor, no abulta y pesa poco, ¿me la aceptas?
-Yo me llamo Pedro. Pillo y yo estaremos encantados con tu regalo.
1 comentario:
Mi querida amiga :
Manana lluviosa en Miami, la que con tus letras me anima a enfrentar con positiva alegría.
Un abrazote!!!!!!!!!!!
Publicar un comentario