jueves, 12 de junio de 2008

LOS OJOS DE LA LUNA

Nací hace tanto que ni me acuerdo, sin embargo por mi memoria pasean muchos recuerdos de aquel tiempo y estoy convencido que fueron los cimientos sobre los que se levantó la persona que soy. Vivía en un pueblo cuyos campos eran de amarillo pajizo y, al caer la tarde, el cielo se convertía en rojo cereza rematado por un coro de grillos. La monotonía de un pueblo pequeño donde no pasa nada y todos los días son iguales hacía que viviéramos pendientes los unos de los otros y voces gregarias, algunas de ellas padeciendo una incontinencia verbal, cortaban patrones con un rigor exquisito aunque a veces la realidad se apartara del camino.

En las tardes de domingo florecía una bulla muy castellana de pipas, corbata y minifalda; el tamaño de los muslos no impedía el uso de aquella prenda y a mí me divertía ver a las chavalas de carne abundante y apretada revolotear bajo mi incipiente virilidad. Por aquel entonces, el sexo y el amor iban por caminos distintos y me gustaban las mujeres directas, sin artificio, así no tenía que insistir con ellas y ellas no disimular conmigo.
En ese día de la semana, funcionaba el cine en la sesión de vermouth. No recuerdo ninguna película, pero sí los asientos de la última fila donde mis manos buceaban por debajo de aquellas faldas minúsculas.
Mi madre sacaba del armario mis mejores galas que olían a jabón y agua del río; aún mi olfato guarda esos aromas.

Aborrecía el invierno y amaba el verano y el influjo de su luna sobre nuestras horas perdidas.
Por el día, el sol asfixiaba y revivíamos en la noche. Un vientecillo suave alegraba las charlas nocturnas en las puertas de las casas. El griterío de los chiquillos amenizaba a los adultos que reposaban sus voces sobre la calle empedrada y unos cuantos jóvenes nos íbamos al portón de Lorenza, la bruja del pueblo. Era una mujer mágica y honrada por mucho que los bulos nublaran sus buenas acciones. Hilvanaba historias con su voz hechicera y nosotros nos quedábamos extasiados escuchándola. Las palabras cobraban cuerpo y luz fabulando e interpretando el ritmo de la naturaleza y de los hombres. Caminaba sobre sí misma con sigilo y mesura, transformando sus hechos en cuentos y hablándonos de la aparente simplicidad de la vida.

Nos contaba de sus amores con un poeta cubano y nos descubría una isla lejana que no sabíamos encontrar en el mapa cuando volvíamos a casa, sin embargo ella nos la mostraba con su intenso colorido y la música de aquel rincón desconocido de la faz de la tierra. Tenía una vieja gramola que sacaba a la puerta; en ese momento sus caderas se ponían en movimiento al son de aquellos acordes que definía como sensuales y sabrosos.
Ella decía que los hombres de allí tenían una sangre especial, dulce y caliente. De piel oscura y una musculatura para quitar el hipo a cualquier señora hambrienta, añadiendo, en voz muy baja, que los ojos con que miraban a la mujer eran dos lunas ardientes de deseos ocultos.
Entonces yo insistía en ser cubano aunque mi piel fuera leche y no café tostado. Mis manos aún eran pequeñas y sin fuerza para recorrer los surcos de una mujer, pero Lorenza me decía que pronto crecerían y en mi pecho correría el sudor que enloquece a las mujeres… Decía que yo tenía madera para ser ese hombre; me lo comentaba en un tono de voz misterioso mientras me miraba con aquellos ojos que se reían del mismísimo diablo.

Mi madre sospechaba de aquellas conversaciones estivales, pero nunca me dijo “No te acerques a esa mujer” y me sorprendía como durante el día nadie le dirigía la palabra, sólo miradas por los oscuros caminos del deseo de los hombres y de reproche y vergüenza por parte de las mujeres.
Observando aquellas actitudes sin respuesta aparente, no comprendía como Lorenza podía vivir en aquel lugar donde, por negarla, se le retiraba hasta el saludo, menos mi madre que era buena cristiana e incluso una vez quise ver una media sonrisa acompañada con un mirar entre la ternura y el cariño… Por aquel entonces los adultos se me antojaban tan extraños como complicados y deseaba no parecerme a ellos y volar de aquel lugar que me parecía un nido de hipocresía porque al caer la noche y los ojos de la luna despertar, las cosas cambiaban.

No todos los días Lorenza nos podía contar historias ya que tenía visitas… siempre de hombres. Nosotros esperábamos apostados en la cera de enfrente hasta que las voces de nuestras madres reclamaban a dormir. Entonces, regresábamos taciturnos con la sed comprimida de no haber aprendido nada. Me refugiaba en las sábanas intentando recordar la última historia narrada por Lorenza; abría la ventana para que la luna me iluminara y me dormía mirándola sin pestañear.

Así fueron pasando los años y nosotros, invariablemente, fieles a nuestra cita. Pero una tarde de verano en que cayó una buena tormenta, los rayos se cruzaban en el cielo y se estrellaban contra los árboles y el río, sucedió una desgracia:
La tarde se hizo noche y sólo cuando el arco iris cruzó el pueblo pudimos salir de casa. Eran las ocho de la tarde, temprano para acercarnos al portón de Lorenza, pero dentro de mí palpitaba un remusguillo. Me jugaba todo si mi padre veía que me acercaba a ella… Me dio igual y corrí hacia su casa. Miré a ambos lados de la calle y al no ver pasar a nadie, llamé a su puerta; estaba entreabierta y nadie contestó, por lo que entré muy sigilosamente. Nunca habíamos traspasado los muros de aquel lugar que uno de mis amigos decía que eran sagrados.
La casa permanecía en silencio y olía a limpio. Era humilde y pequeña. La cocina se convertía en salita de estar y una pequeña estantería repleta de libros como único ornamento.
Llamé quedadamente a Lorenza, pero no me contestó. Permanecí quieto, igual que una estatua en medio de la estancia, sin saber qué hacer hasta que oí un leve quejido al fondo del pasillo. Sin pensármelo dos veces, me fui en busca de aquel sonido. Me encontré en el suelo a Lorenza desnuda en medio de un charco de sangre. Ella giró sus ojos hacía mí y me sonrío. Después, sus pupilas desaparecieron y sus ojos se quedaron en blanco como los de la luna. Me agaché temblando a tocarla y tiré de la sábana para tapar su cuerpo que estaba aún caliente. Jamás había visto a una mujer desnuda y noté como mi sangre se aceleraba ante un cuerpo de mujer. No sé qué años tendría Lorenza, pero era muy guapa, ni un átomo de grasa bajo su piel.
Pasados unos minutos me di cuenta de que su cuerpo no se movía y cogí la almohada para apoyar su cabeza. Es cuando vi su pelo, siempre atado bajo la nuca. Suaves rizos con hilos de plata ondulando sobre sus hombros… pensé que no volvería a ver un cabello tan hermoso en la vida. Lo toqué con cuidado, parecía seda sobre mis yemas; me tumbé a su lado y pasé el brazo sobre su cintura. Me quedé dormido.
Se hizo de noche cuando desperté del ensimismamiento. Una voz conocida me sustrajo; era el señor alcalde que me decía:
-¿Qué has hecho Paulino? La has matado.

Los días posteriores fueron una pesadilla que jamás olvidaré aunque muera mi memoria, el recuerdo de aquellas horas posteriores pervivirá.
Yo era un menor por lo que no me podían meter en la cárcel, pero sí me interrogaron una y otra vez sobre lo mismo… insistentemente, yo repetía mis pasos mientras miraba a mi madre llorar silenciosamente en un rincón. Parecía una virgen derramando lágrimas negras mientras su cabello, de suaves rizos caía lánguidamente sobre sus hombros. Supe que la actitud de mi madre era una señal que ella me lanzaba… Cuando todo terminó, ella prendió mi mano y me llevó al cementerio. Allí, los dos solos, con la penumbra del último rayo del sol y el despertar de la luna, supe su verdad, conocí mi realidad.

Dos días más tarde, mi madre recogió nuestras cosas y nos fuimos del pueblo; nunca más regresamos. Mi padre murió, entre rejas, de un infarto… Una mezcla de amor y odio, de deseo insatisfecho y rencor, le llevaron a ejecutar un crimen pasional.
Lo bueno de toda esta historia es que la luna es igual en cualquier lugar, sus ojos brillan cada noche y se reflejan en el mar, convirtiéndose éste en un bello espejo en el que dibujo historias bajo su influjo… Desde entonces, nunca me he sentido solo: mi madre y Lorenza, mi abuela, me miran cada noche susurrándome historias para que yo se las cuente a otros.

11 comentarios:

Unknown dijo...

Has terminado la historia muy rápidamente, al final no se sabe si fue el sargento quien mato a la puta de su madre… La acción se frena con demasiados consabidos ignorados y poco trabajados.

Amapola dijo...

Una hisoria con tintes castellanos ....incluído el nombre de Paulino...
Saludos

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

Jaume... Buaaaaa, lo voy a revisar, leñe. Tú eres mi termómetro incombustible.
Gracias corasó, de verdad, muchas gracias
Besillos con sabor a verdejillo de mi tierra, son las 8 y en mi pueblo a esa hora se toma vinillos

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

Buenas tardes Amapola. Sí con tintes castellanos, de mi tierra
Gracias por tu visita

Anónimo dijo...

y la noche trae lunas y ojos, y lorenza amanece aún en historias calladas que solo en la mente escuchas

SraM. dijo...

Me gusta como relatas. Creo entender que se inculpó el padre por salvarle a él.
Sea como sea, maravillosamente escrito.
Un beso

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

Amor buenas noches. Siempre dedicando palbras bonitas.
Gracias por tu visita.
Un besazo y buen fin de semana

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

Hola Sara, eres nueva por este blog, muchas gracias por tu visita y tus palabras. Espero que vuelvas.
Buen fin de semana

LUCIA-M dijo...

Uff, Me gusto mucho
Hasta final ahí atrapada
¡! Felicidades!!
Un Beso
Feliz fin de semana.

Mª Ángeles Cantalapiedra dijo...

Muchas gracias Lucia y que tengas buena semana

Anónimo dijo...

Me ha parecido muy entretenido, me mantuvo imaginando lugares y situaciones todo el tiempo. Imagino, como describes al final, que no se trataba de un amor incestuoso del padre con su propia madre (abuela de Paulino), sino que era igualmente incestuoso, pero un amor de yerno y suegra. Es así?...
De todas maneras me ha gustado y especialmente el inesperado final.
Ximena