jueves, 6 de noviembre de 2008

AGUA DULCE

Sara Con cinco meses gateaba y a los nueve andaba. Tenía maestría al coger su biberón y ella misma se acunaba para soñar con los angelitos. Con dos años bordeaba la piscina sin jamás caerse y, con cuatro, se ponía sola los manguitos. Se defendía de los niños mayores como gato panza arriba. Si tenía hambre, no dudaba en coger a otro su bocadillo. Fue una niña lista. No era guapa. Además, la vestían con poca gracia mientras que las otras niñas iban siempre limpias, aseadas y con vestidos muy bonitos; ella, nunca.
Al recordar aquellos años, tengo la sensación de que nunca fue un bebé y ni una niña, no la vi jamás con una muñeca. A los nueve, su cuerpo comenzó a cambiar, mientras que el de sus amigos seguían siendo tiernos cuerpos de infante. A los diez, despuntaron sus senos y ese mismo año fue mujer. Era muy mala estudiante aunque los profesores insistían que tenía una inteligencia prodigiosa y sólo necesitaba que se la prestara más atención, pero ni su padre lo hizo y su madre en ese momento estaba enfrascada en tener más hijos y mantener caliente la cama para que el marido no se escapara.
Con doce años, Sara floreció. Era hermosa, coqueta y descubrió que los hombres la miraban. Sus piernas se modelaron en dos bellas esculturas, los senos eran dos montañas con cimas tentadoras. Su pelo caoba con briznas de trigo hacía soñar. Nada en ella era casual aunque sí instintivo y según se metía en la jungla adulta desarrolló sus instintos como salvoconducto para su éxito personal. Cada verano que pasaba, me gustaba mirarla en la distancia, observar sus progresos al borde del agua, como siempre la vi. Era cómo un pájaro sobre un estanque de agua dulce que elevaba su trino mientras la envidia de sus amigas crecía. Ellas no tenían senos, no eran mujeres, sus cuerpos estaban desgarbados por la pubertad que no llegaba y, sin embargo, Sara ya fumaba. Hacía bucles con el humo y su boca era manantial para la imaginación de cualquier chaval que pasara por su lado. No he hablado de sus ojos, dos almendras dulces, miraban con mirar evaporado, agitando las pestañas como si fueran abanicos. No me equivoco que bastantes muchachos, de catorce, dieciséis años, aprendieron el sexo con ella mientras lucía cuerpo al borde de la piscina mientras sus pies se remojaban en el agua dulce.
Después, eso no la bastó. Eran niñatos que no sabían explorar sus caderas y su pubis pedía más y más… Así conoció a Carlos, un socorrista de veintitrés años, que venía cada verano de doce a ocho. Ese verano pasó Sara por su lado mientras él pescaba manchas bajo el fondo de la piscina. Se quedó prendado de Sara y ella sintió la urgencia bajo la bragueta de aquel socorrista. Por fin tenía el triunfo en sus manos pues él era guapo, alto, atlético y el sueño de cualquier adolescente que pasaba los veranos allí. Pero fue Sara quien se llevó el trofeo. Pasaba las horas muertas alrededor del agua siguiendo los pasos de Carlos y cuando la pasión venía de improviso, el botiquín era su refugio. Una tarde en que yo estaba tomando el sol, Guillermo, un crío de once años, le vi pasar todo colorado y nervioso. Lo paré preguntándole si le pasaba algo y me contestó “¿Por qué los mayores se pegan?” Y según terminó de hacerme la pregunta se echó a correr. Esa misma tarde vi a Sara, como siempre, sentada al borde de la piscina con la mirada perdida y una sombra en el lado izquierdo de su rostro. Bien pensé que habría armado alguna en casa y a su padre, que últimamente bebía más de la cuenta, se le fue la mano; según pasé por su lado, con mi mano acaricié su pelo. Era de seda y Sara se estremeció.
Pasaron unos días y no vi a Sara por la piscina; pensé que estaría fuera. Luego me enteré que estaba interna en un colegio para ver si lograban que sacara el curso. Dio la casualidad, una tarde en que bajaba a la ciudad vi haciendo autostop a Carlos y lo recogí. Nos pusimos a hablar de cosas triviales hasta que le pregunté si tenía novia y me contestó que todas las tías eran unas putas y se merecían una paliza; enmudecí. Pero cual fue mi sorpresa que al parar el coche para que se apeara donde Carlos me había indicado, estaba esperando Sara. Poco me pude fijar en ella pues enseguida se abrió el semáforo y tuve que arrancar, pero lo poco que vi de ella me preocupó: andaba cojeando, apenas peinada y con un buen rasguño en uno de sus brazos.
Terminó el verano y perdí de vista a Carlos y a Sara. Al año siguiente, allí estaba Carlos, más alto, más guapo y mirando como lobo a cualquier chiquilla que se le acercaba; ni rastro de Sara. A la segunda semana de haber llegado, la vi pasar. Estaba más mujer, con el rostro sereno…, bellísima. Las distancias son lo que son, muchas veces engañan porque cuando ya estuvo a mi lado no era Sara. Sus ojos eran la tristeza con su guadaña. La dije que se sentara a mi lado y lo hizo, pero no nos dio tiempo a más. Carlos la llamó y se fue; al ratito la vi desaparecer de la piscina. Las noches de verano son mágicas, efervescentes. Salí a pasear porque me gustaba ver el sol hundirse sobre los campos, oler la tierra recién segada pensar en que me gustaría estar acompañado… Y es cuando oí detrás de unas pacas de paja unos gemidos. Me quedé parado. Se hizo el silencio y a continuación una voz de hombre que decía “Dime que me quieres” Y otra voz contestaba “Sí, lo sabes de sobra” “No te he oído, dilo más alto”… Y escuché como una mano azotaba un cuerpo y una voz femenina decía “Para, para, te quiero, pero no me pegues más”. No puede aguantar más y me acerqué. La escena era escalofriante. Allí estaba tirada en el suelo Sara con las bragas por la rodilla y sangrando por la nariz. Cogí a Carlos por el pelo hasta que le pude levantar y le asesté un puñetazo con todas mis fuerzas. Calló para atrás y se quedó inmóvil. Levanté del suelo a Sara como pude, la vestí y me la llevé de allí. En mi casa la desvestí, la lavé amorosamente y se tomó un vaso de leche templada. La chiquilla ni me miraba. Sabía que estaba avergonzada. Yo no hablaba, sólo acariciaba su pelo mojado. Cuando estuvo más tranquila, la acompañé a su casa y directamente después fui al presidente de la comunidad para que hiciera las diligencias oportunas para despedir a Carlos. A la mañana siguiente, fui a hablar con el padre de Sara; estaba borracho. Le conté a la madre lo que había pasado y me contestó escuetamente “Desde pequeña estuvo buscando jaleo”… Entonces Sara contaba con dieciséis años; yo tenía veintinueve. A partir de aquel día traté de tomarme como causa propia enderezar a Sara, ¿cómo? Hablando con ella, enseñándola que hay amores que matan, pero que son los menos. Le fui abriendo caminos para que viera que en la vida hay más cosas que el propio placer del cuerpo, que el placer del alma es muy gratificante…, que hay muchos amores que dilatan la vida sin dañarla.
Así seguí dos años, viendo crecer a Sara en la distancia, flirtear con otros chicos y cuando cumplió los dieciocho, subí a su casa una mañana de verano y la pedí que se casara conmigo. Estaba embarazada de no se sabía bien de quién; no me importó. Sus padres aceptaron rápidamente, no así ella. Hasta que entró en razones y una mañana de domingo, a las diez de la mañana me casé con Sara. Sí, ahora me doy cuenta que la quise siempre, desde que la vi extasiada mirando el agua dulce de la piscina con apenas cinco meses de vida.

5 comentarios:

Cristina dijo...

He enmudecido.

Cris

Unknown dijo...

Una preciosa historia de amor.
Un abrazo.

Juan Escribano Valero dijo...

¡Porras! María de los Angeles, tu si que sabes escribir, me pasaré por tu blog con la frecuencia que me permita mi trabajo de abuelo para ir aprendiendo,
Agradeciendo tu visita te envio un respetuoso y cariñoso abrazo

Perlita dijo...

Mª Angeles, prometo leerte detenidamente cuando vuelva de mis vacaciones en Roquetas. Me voy alquilando el ordenata pera el correo.
Mil besos...

Anónimo dijo...

lloro al final

un beso

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