martes, 21 de abril de 2009

ZAPATOS DE RAÍL

Me llamo Rosario.
De las cosas que más me gustan hacer es pensar, ahora me paso horas, tengo mucho tiempo, todo el tiempo del mundo... Mi imaginación vuela osada y perspicaz por los cirros y nimbos de mi vida. Se posa en añadas pasadas, picotea circunstancias, olfatea sensaciones que llenan de aire mi momento actual. Me siento libre, pájaro que sigue fiel a un tren y, en cada estación, abriga sus pies sobre el calor que despide el rail…

Nací en Palacios del Pan, un pueblo agraciado por la naturaleza y animado por la corriente del caudaloso Esla; las casas de piedra, pizarra y madera todavía dibujan un paisaje hermoso.
Casi puedo ver aquellas tardes en las que el sol acariciaba sus tejados y las lindes de las huertas, donde crecían zarzas y rosales silvestres y revoloteaban gorriones -el petirrojo-, el pardillo y otras aves, al ritmo sosegado del río.
Mi familia siempre se dedicó al cultivo del cereal. Molían el grano en aceñas y molinos para obtener harina con la que amasar el pan, pero mi madre, mujer muy suya, nunca abandonó sus queridas ovejas churras, de sabrosa carne y leche, que le dejó mi abuelo Tomás al morir. Era hija única como yo. Luego mi abuela Pura hacía quesos que vendía en el mercado… Yo gozaba ir con ella; me regalaban manzanas y trocillos de empanada.
Crecí sana, espontánea y sin maldad. Las chicas de pueblo, en aquel entonces, éramos bobaliconas, cualquier cosa nos hacía gozar.
Sabía mal-leer y escribir porque nunca me gustó la escuela y, en casa, nunca me obligaron a hacer gran cosa. Eran otros tiempos donde la mujer servía nada más para otras labores; y más, siendo de campo. Yo al no conocer nada, tampoco lo eché en falta. Era muy dispuesta y mañosa con todo lo que me pusieran delante, aunque demasiado cría, según mi padre. Anidaban –decía- demasiados pájaros en mi cabeza y que no permitían que yo fuera responsable, trotando todo el día por los campos, haciendo pifias sin mayor importancia y, mi madre, terminaba diciendo, para disculparme sin duda, que eran cosas de niña chica y mal consentida.
En el año en que cumplí los diecinueve, mi vida dio un giro. Transcurría un incipiente otoño, el primer fin de semana de octubre cuando celebrábamos la fiesta del Ofertorio, en honor a la Virgen del Rosario. Pensaba la manera de preparar con mi amiga Carmelilla la ofrenda en acción de gracias por la cosecha recogida con la que representaríamos a nuestras familias para ser subastada, después, entre los asistentes.
Estábamos sentadas en nuestro lugar favorito, a la altura del ferrocarril, un camino que discurre paralelo a su trazado. En sus lindes había zarzas, rosales y juncos que nacían en un pequeño regato. No nos poníamos de acuerdo en el tamaño de la ofrenda, cuando una voz nos asaltó:
-No será tan hermosa como usted –dijo.
Levanté la mirada y encontré al hombre más guapo, después de mi padre, que había visto en mi vida. Por su porte y ademanes, estaba claro que no era de por allí. Los ojos eran de un azul intenso, tanto que me sentí volar sobre ellos e hicieron que me sonrojara. Mis cuerdas bucales temblaron al decir “un gracias” apenas imperceptible. Después, él sonrió y desapareció.
Esa noche casi no pude pegar ojo y, a la mañana siguiente, una vez terminadas las tareas encomendadas por mi madre, me acerqué al regato con las ovejas. Me molesto infinito encontrar por allí revoloteando a Carmelilla que no atinó a responder a mi pregunta de qué hacía por allí tan temprano. Seguro que me engañó con el pretexto de que había ido a recoger las flores para el centro. Nada dije, pero estuve todo el día mohína con ella aunque la ofrenda, al final, nos quedó perfecta; ambas estábamos convencidas que sacaríamos mucho dinero por ella… como así fue.
Para el día de la fiesta, mi abuela Pura me hizo un vestido del color tibio de las flores y mi madre me colocó una cinta alrededor del cabello. Nunca me había fijado en mi físico, aquel día sí y, la verdad, no supe decirme quién estaba frente al espejo pues no me reconocí en la mujer que vi reflejada en el espejo.
Después de la santa misa, expusimos todo el pueblo nuestros trabajos; parecía que había más gente que otros años. El señor alcalde tomó la palabra para darnos las gracias y, además, agradecer la asistencia de unos representantes de los ferrocarriles españoles junto a personas que habían estado en la articulación del proyecto del viaducto de Martín Gil. Estaba tan excitada que era imposible sacarme del ensimismamiento general.

Recuerdo aquel día como la primera vez en que las palabras comenzaron a calar en mí de una forma especial. Si antes me gustaba escuchar, a partir de ese día, deseé probar el significado de las cosas. La verborrea de don Marcial, el alcalde, pronunciando términos como ingeniero, foto, tren, estación… vocablos que se convirtieron en mágicos. A partir de ese momento mi existencia no sólo giró entorno a la tierra que me vio nacer, a las queridas ovejas, el estiércol en las suelas de las zapatillas o al olor a rocío. Sin ser consciente, fui avanzando en el espacio de la sabiduría; lo que antes negué, después fue vital en mi vida. Hablo de libros, escribir largas cartas en las que la letra cobraba una dimensión imprescindible tanto en mi cabeza como en los sentimientos que comenzaron a emerger. No renegué, pero sí anhelé ser algo más que una simple campesina.
¿Por qué? Durante años me hice esa pregunta, hoy me río por la simple respuesta. La vida de las personas son ciclos. Una tenue y hasta imperceptible campanada avisa en tu interior de que esa nube o ese pájaro que se muestra ante tus ojos te ha llamado la atención para que comiences a investigar, a caminar por otros senderos. Hasta mí llegó un gorrión de ojos azules y canto primaveral que me anunció cómo sería mi vida a partir de aquel instante. Se llamaba Ramón. Ingeniero de caminos, canales y puertos, nacido en San Sebastián. De carácter afable, elegantes modos y con un verbo para mí desconocido, pero que no influyó para que me acomplejara del abismo que nos separaba Me salvó el aire limpio en el que crecí, por eso el significativo complejo que invade a muchas personas, en mí nunca caló.

La fiesta del ofertorio se convirtió en un hito en mi historia particular. Ramón no sólo pujó por nuestro centro de flores sino, además, me sacó a dar el primer baile como doncella y me abrió las puertas de mi exigua sabiduría. En sus brazos aprendí a retozar en el placer de hombre y mujer. En su voz, viajé en los trenes que hasta entonces había visto pasar. Masqué el olor a carbón de sus máquinas, palpé con mis manos los muros de hormigón que la sociedad de aquel entonces erguía para que nadie se los saltara, fui rechazada por los abismos culturales, pero el cúmulo de vivencias y sensaciones hoy son el resorte para que pueda seguir soñando.
Sé que en Ramón nunca hubo maldad por mucho que mi madre quisiera hacérmelo ver. Él vio en mi algo muy distinto a lo que estaba acostumbrado. Es verdad que no había refinamiento, pero mi persona se envolvía de una ingenuidad que para él fue adorable. Nuestros cimientos se basaron en la amistad, luego la distancia los acrecentó y, más tarde, la sociedad los demolió… Hoy en día, hubiera pasado igual, lo intuyo.
Estuvo por mi tierra el tiempo suficiente para que su agua mansa calara en mi corazón. Él me enseñó el leguaje secreto de los libros; yo le introduje en el placer de la pesca de lucios, carpas y barbos y, al caer la tarde, en los baños refrescantes del Esla. A sus orillas engendramos nuestro hijo, a su vereda nos despedimos, una vez concluido al Viaducto -cinco años después-, obra de ingeniería por donde pasa la línea de ferrocarril Zamora-Orense, pionera en el mundo, por sus dimensiones y características de su arco de cemento, para salvar los 316 metros que existían de orilla a orilla. Después su presencia se evaporó y yo me sumergí en interminables epístolas que me narraban su quehacer, añoranzas hasta… su boda con una chica de su clase y el nacimiento de sus dos hijos.
Por Ramón fui capaz de saborear el silencio, de acallar el llanto de un niño sin padre, de cegar el que “dirán” de mi pueblo. Asentí con orgullo al repudio de mis gentes -ellos no tenían lo que a mis pechos amantaban-, nunca pedí perdón en la iglesia, yo no tenía arrepentimiento ninguno. Don Salustiano, el párroco, me comprendió aunque sus palabras no fueran acompañadas de sus obras. Apostada en la esquina de la iglesia, cuando veía salir a la última beatona, me apresuraba a entrar y rezar a la Virgen por mi niño y Ramón… pues para mí no había nada más importante.
A lo largo de los años, las cartas siguieron llegando con la puntualidad de los trenes. En ellas compartimos añoranzas, las soledades y los éxitos de Ramón. Ya no vivía en San Sebastián sino en Madrid, una ciudad que, me contaba, era cosmopolita y su museo, El Prado, un vértigo de belleza para los sentidos. De ambos lugares me mandó libros que yo, entusiasmada, le enseñaba a nuestro hijo. Por mi parte le enviaba recetas para que la cocinera -su mujer no lo hacía, era una dama dedicada a obras benéficas- se las guisara: pollo de corral “al estilo Arrebalde”, sopas de ajo… Le narraba el lento transcurrir de las horas, el cambio de estación y cómo crecía el hijo de mi amiga Carmelilla: ¡mentira piadosa!, no deseaba pedir ni que se preocupara. Algún día, tal vez, le contaría que tenía otro hijo. En cierto modo, sabía paso a paso todo sobre Agustín, nombre que le puse al niño, igual que mi padre y que mi abuelo.

El día que cumplí cuarenta y dos años recibí el regalo más hermoso que yo hubiera podido soñar. A mis manos llegó una foto de la reproducción del centro floral que nos unió junto a un texto breve:
“Mi querida Rosario: no me olvido ni un solo momento de ti; ya ves el centro que te envío. Son flores naturales que adornan mi despacho. Cuando se marchita, me reponen uno igual.
No me extiendo más, hoy me noto muy cansado. No te lo conté, para no preocuparte, pero me estuvieron haciendo unas pruebas y han encontrado algo que no les gusta a los médicos y debo guardar reposo. Tranquila, me voy sintiendo mejor, por eso te lo cuento.
Quiero que sepas que las horas sin ti muerden, arañan mis entrañas huecas. El tiempo pasa lento, al unísono del tic tac y siempre igual, al mismo ritmo, despacio y vacío.
Hoy soñé con aquellos días de vino y fresas apostados en el esplendor de nuestro amor furtivo…
He codiciado en los vahos de mis deseos aquellas horas robadas.
Te he mirado, te he estudiado y, ahora, me pierdo en fantasías mientras germino lentamente en lo que siempre fui: tu sombra.
El viento azota, la lluvia arrecia, pero mis ojos no se inmutan; siguen clavados en el ayer, travesía sin retorno.
La luz me baña en su cálido y tierno grado haciéndome crecer raíces que se expanden hacia las tuyas; aún evocan los brazos que envolvían los cuerpos de estambre y pistilo… Todavía yacen tus yemas en mi piel.

Hoy desperté ebrio de añoranzas y el sabor dulce de tus fresas en mi boca.

Un beso muy grande de Ramón”

La siguiente misiva no fue de su puño y letra sino del de su secretario en la que me comunicaba que Ramón había fallecido el 23 de septiembre y que en un próximo envío me llegarían ciertas pertenencias que Ramón deseaba que yo las guardara. Al día siguiente llegó una caja que nunca abrí. Sabía que dentro estaba todo nuestro mundo de flores secas y espigas.
Caía la tarde de un incipiente otoño, el camino estaba pintado en ocre y una alfombra seca acompañaba a mis pies. Llegué sin pensar al viaducto, hacía horas que yo ya no estaba en mí sino en otro lugar con olor y sabor a hormigón. Me puse a caminar por los raíles del tren. Ellos se convirtieron en mis zapatos…
Aquel día en que quise montarme en un tren invisible llamado Ramón, al final no pude. Con apenas un roce, tronchó las articulaciones para siempre, pero no arrebató el alo de vida. Quizá él quiso que hoy llegara hasta aquí para contar mi sencilla verdad… quién sabe.
Esta cama es el zaguán de mi estación donde espero pausadamente que llegue mi tren. Mientras, me dedico a pensar… me paso horas… tengo mucho tiempo, todo el tiempo del mundo… Porque, mi propio tren está detenido en una vía muerta…

8 comentarios:

aapayés dijo...

Muy precioso e intenso me amarraste a la lectura del inicio. el molino y la imagen perdida del que te dejo sin palabras. hasta e rosal en la oficina de ramón, y el fina que fuerte la noticia de su muerte, la pena que leva eso al lector estupendo.
pero me quedo con tu reflexión final que tu propio tren esta detenido en una vía muerte..

bravo me ha gustado mucho leerte..

saludos fraternos con mucho cariño
un abrazo inmenso
besos

Sergio Lopez(Lely Vehuel) dijo...

Hola, me ha gustado mucho tu entrada,en verdad esta muy bonita,siempre estare pasando por este lugar tan agradable y placentero,te dejo mis saludos y la invitacion a mi blog para peregrinar algo mas,besos y abrazos.

Juan Escribano Valero dijo...

Hola María de los Ángeles: Sabes tu relato me ha trasladado a un precioso pueblo de la sierra de Cuenca donde pase mi infancia y adolescencia, has traido a mi memoria recuerdos que han humedecido mis ojos.
Por ello ¡gracias! Un fraternal abrazo

José Antonio Illanes dijo...

Mª Angeles, ¿qué quieres que te diga? Excepcional me ha parecido este cuento, tal vez porque soy de pueblo y vivo en un pueblo. Peor mayormente porque es un buen relato.
Estas cosas, si salen expontáneamente, es porque hay un talento. Mucho talento. Enhorabuena. Un abrazo.

FDG - El Señor de Monte Grande dijo...

Para quienes no nos criamos en un pueblo, fascinante y muy ameno relato. Nos hace imaginar como es otra cara de la vida.

Un beso desde MG

goyo dijo...

Dios mio, has puesto rocios en mis ojos. Sera por la edad, que aflora la sensibilidad...
Es hermoso tu relato, por aqui en Argentina, hay muchas historias parecidas(jamas tan bien narradas como la tuya)cuando hicieron el ferrocarril, algunas terminaron muy bien y otras no tanto.
Hay mujeres y hombres que amen tanto?
Esa niña con su amor tenia el cielo en las manos...
Un beso amorcito Rubio

Valdemir Reis dijo...

Hola Mª Ángeles, estoy visitando esta bella zona! Felicitaciones por la excelente labor que aquí se muestra. Excelente sus publicaciones, hermoso tu relato, una gran contribución. Feliz y honrado por su amistad. I, que es el único que puede caminar más rápido ... Pero que va acompañado de un amigo, por supuesto, va más allá ... Espero que su visita! Nos reuniremos siempre aquí. Votos de una semana llena de éxito, tanto la paz, la salud, el brillo, la bendición, la protección y la felicidad. Godspeed. Un abrazo fraterno.
Valdemir Reis

José Luis López Recio dijo...

Eres genial metiendonos en historias que nos envuelven en lugares tan mágicos como reales.
Saludos