miércoles, 20 de mayo de 2009

LOS AMANTES DE PRISCILA

El reloj marcó las ocho; la mejor hora del día para Rita. Acababa de salir de la ducha y se sentía limpia, relajada. Se puso el pijama. La prenda no podía estar más desgastada, los dibujos ya ni se veían, pero lo peor de ese atuendo no eran sus años sino el antídoto de la lujuria. Nadie hubiera deseado a Rita si la vieran de esa guisa vestida aunque eso a ella le importaba poco. Era su pijama y la sensación de confortabilidad que la transmitía era suficiente.

Fue a la cocina, llenó un vaso de hielos, echó un buen chorro de ginebra y después la tónica. Abrió la mini lata de aceitunas y las echó en el plato. Siempre el mismo vaso, el mismo plato, los mismos ritos. A Rita seguir un guión establecido, le daba sensación de seguridad, de tener todo bajo control, de no depender de eventualidades.

Lo puso en la bandeja y se encaminó hacia la terraza. Faltaba un mes para que llegara el verano. Las flores estaban en plena ebullición y a esas horas su color era espectacular; tanto o más que el de las primeras horas del día. Se sentó en el sillón y respiró hondo antes de dar el primer trago. Miraba al horizonte. La puesta de sol desde aquel ángulo era como contemplar el paraíso, pero esa tarde la belleza de las plantas la hacía titubear; no sabía dónde posar la mirada.

Nada más encender un cigarrillo, sonó el teléfono y, con una mueca de fastidio, se levantó a descolgarlo; al menos tardó en volver más de treinta minutos y, cuando volvió, los hielos habían casi desaparecido y el rictus en la cara de Rita mutaba entre el desconcierto y la desolación. No debía haber descolgado el teléfono, tal vez así hubiera seguido disfrutando de esa soledad que la hacinaba día a día en su propio mundo. El impuesto, el buscado… La vida sin duda era complicada, y Rita había dejado de apostar al juego de la fortuna. No así su amiga Priscila que seguía jugando a la ruleta rusa; la misma persona que la había desestabilizado después de haberla tenido media hora al teléfono contándole las aventuras con su nuevo amante y el próximo viaje a New York. Un regalo de un hombre que, según Priscila, la cuenta corriente era gigantesca, pero lo mejor de él eran sus juegos amorosos, lo impredecible que era, o lo divertido que podía llegar a resultar estar con alguien echado hacia delante, sin temores, seguro de sí mismo y con unas enormes ganas de vivir.

Rita se preguntó cuánto le duraría la nueva adquisición varonil. La media eran tres, cinco meses a lo sumo; después se volatilizaban, pasaba una temporada en barbecho y volvía renacida, con las mismas ganas e ilusión por encontrar su príncipe definitivo, el último y sublime que la retiraría de la caza de la felicidad.

Aunque, ¿qué significaría para Priscila la felicidad? ¿Tener un hombre a su lado, no sentir la soledad, tener con quien hablar?

Todo eso ya lo había buscado Rita tantas veces que tenía el cuerpo, el alma y la mente con tantas cicatrices que no se podía permitir un traspié más. ¿Cuántas veces había mirado por su adorada terraza hacia abajo con el afán de terminar y olvidar para siempre? Sin embargo una vez superado el último fracaso, y que a punto estuvo de concluir su vida con todos los barbitúricos que encontró en casa y que la llevaron a estar tres días en coma, llegó a la conclusión de que no servía para ser feliz, ni para conservar un amante y ni siquiera para suicidarse; en todo había fracasado.

El psiquiatra que la había tratado en el hospital la regaló ciertas claves que la hicieron reflexionar, y el descanso, el mar, la calma y lejos de lo cotidiano habían logrado que Rita fuera una mujer nueva.

Dejó de buscar y se encontró consigo misma. Sin embargo, cada vez que Priscila aparecía en escena algo dentro de Rita se crispaba e incluso sentía que por dentro se resquebrajaban los cristales de su alma, tan débil y vulnerable a pesar de las cerraduras y armaduras que había puesto para que nada ni nadie alterara esa soledad que tan dañina y cruel ataba sin misericordia a Rita a su vacío existencial.

Mientras pensaba todo esto, también pensaba qué tenía Priscila que no tuviera ella… Sí, belleza. Pero eso no era suficiente, nunca lo sería. En cambio ella había sido generosa, sociable, de sentimientos nobles… Claro, los resultados estaban a la vista: tampoco eso era la clave del éxito.

¿Qué secreto guardaba Priscila que nunca había compartido con Rita? Priscila siempre había sido egoísta, fría y, sin embargo, había disfrutado a tope hasta de la cosa más nimia. Aparecía una oportunidad, y la engarzaba como el mejor pescador del mundo... Y sus trofeos fueron los hombres.
Rita pasó la noche en vela. En el momento que tornaba los ojos, aparecía Priscila y sus amantes riéndose delante de ella; una noche de pesadilla.
Así que decidió llamar al trabajo y comunicar que no iría ese día; la migraña era espantosa. Llamó al médico de cabecera para que se acercara a hacerla una visita médica. El centro de salud le comunicó que irían hacia las trece horas. Se pasó la mañana con las persianas bajadas y una toalla húmeda en la frente.
A las trece treinta sonó el timbre de la casa de Rita. Ésta tardó en abrir la puerta y, al abrirla, el médico se quedó impresionado del mal aspecto de Rita; le dio tanta lástima de aquella mujer que, lo que la recetó, bajó él mismo a por ello para, treinta y cinco minutos después, regresar a casa de Rita con la medicación. Volvió a tardar en abrir la puerta y cuando abrió, el médico se preocupó; aún tenía peor aspecto.
-¿Qué hace con zapatos puestos, mujer? Póngase unas zapatillas. Antes las tenía usted puestas, estará más cómoda.

Cuando se fue el médico Rita volvió a la cama y no despertó hasta las diez de la noche; su teléfono no paraba de sonar. Al colgar el auricular, el rostro de Rita era la palidez extrema: era uno de los hermanos de Priscila comunicándola que su hermana había fallecido. Se la encontró muerta su último amante; debió de fallecer entre las trece treinta y las catorce horas.

Tardaron tres días en enterrarla, lo justo para que la hicieran la autopsia. Parecía que había muerto envenenada y el presunto culpable era el amante., todas las pruebas le incriminaban. Sólo había una pieza que no encajaba: la declaración de la portera. Sostenía que oyó a Priscila discutir con una mujer esa misma mañana. Pero no se hallaron otras huellas que las del amante y las de la propia difunta, y nadie vio entrar ni salir a ninguna mujer aquella mañana del edificio.

… Han pasado cinco años, Rita es feliz; no ha vuelto a acordarse de Priscila, y los amantes de ésta ya no la acosan en sueños.

11 comentarios:

Anónimo dijo...

Magnífico relato, y, sobre todo, magnifico final.

besos.

aapayés dijo...

Hermoso.. la felicidad encontrada en el amor..

saludos fraternos
con mucho cariño
un abrazo

besos

José Antonio Illanes dijo...

La soledad y los complejos pueden engendrar fantasmas espantosos, es cierto.
Te ha salido un relato estupendo. Me gusta leerte cada día más. Un abrazo.

goyo dijo...

Me encantan tus relatos...pobre mujer...cuantos rollos... sabra que la vida es mucho mas sencilla??? y merece ser vivida?
Un beso que flote en las aguas del oceano...y que llegue a tu mejilla!!!

José Luis López Recio dijo...

Vaya final nos tenías reservado. me ha encantado.
Saludos

Zayi Hernández dijo...

el final ha sido "de cine"...excelente.
besitos.

ESENCIA DE MUJER dijo...

Hermoso relato, con un final....
Gracias por tu visita.
Un beso.

calamanda dijo...

¿Y?...¿ Será lo que estoy

pensando?...Voy a leer otra vez el

final!.

Un beso.

Calamanda

Marcelo dijo...

Los fantasmas se corporizan a veces. Lo suficiente como para llegar hasta otra casa, a terminar lo que nosotros no podemos.
Un saludo, excelente relato.

El peregrino dijo...

Menudo final el del relato.
Ha sido todo un descubrimiento leer su blog.
Saludos desde Bogotá.

Anónimo dijo...

Me parece a mí que el ángel que dices que me acompaña a mí al escribir, es hermano del tuyo. Je, je, je. Un relato maravilloso, amiga, como todos los que te leo. Un beso enorme y cuídate.