viernes, 26 de noviembre de 2010

EL JURAMENTO

Recuerdo que mi padre era un ser extraño para la época en la que vivió en donde las etiquetas sociales era lo primero que se aprendía. Toda la gente estaba clasificada desde que nacía; mi padre, también, aunque lo ignoró. Me fascinaba contemplarle en silencio y soñar que algún día yo sería como él, hasta una excelente maestra, igual que él.

Parecía una tarabilla esperando que escampara para reemprender el vuelo entre azules y grises. Jamás discutía; escuchaba, repetía las palabras ajenas. Asentía y parecía meterse en el alma humana del que estaba hablando con él. A veces pensaba que hubiera sido un buen sacerdote, un pastor de almas tránsfugas, corazones descarriados, pero no para someterse a una religión, porque papá no creía en falsos dioses, sino para cultivar la grandeza del ser humano.

Él decía que todos estábamos hechos de material de primera, pero que ignorábamos nuestro potencial.

Se pasaba el día en la buhardilla refugiado entre sus libros. Sólo necesitaba un sillón, una mesa para escribir y un ventanal desde donde veía el cielo con su arco iris. Los árboles floreciendo, la nieve colarse en las aristas del huerto o el mar en la lejanía batiendo su poderío entre gaviotas y espuma.

El camino hasta llegar a nuestra casa en otoño se encharcaba con las lluvias y si estaba seco, era una alfombra entre dorados y bermellones. Mi madre se enfadaba mucho con él cuando después de volver de la escuela nos sacaba a saltar charcos o a hacer cantar a las hojas secas. Después, cuando la luz del membrillo caía sobre nuestras sombras íbamos al corral a decir adiós a las gallinas, a los dos cerdos y a la vaca Lola. Allí había un calor muy especial; papá muchas veces nos decía que debíamos mirar con gratitud a nuestros animales pues gracias a ellos podíamos alimentarnos. Pancho nuestro perro, giraba las orejas cada vez que le oía hablar, parecía que entendiera los matices de su voz.

Madre, cuando volvíamos de nuestras travesuras, nos tenía preparado el chocolate con picatostes. Yo la abrazaba, me gustaba su olor a jabón, mientras que papá olía a virilidad. Yo en aquel entonces no sabía lo que era un hombre, pero mi padre como si estuviera adivinando mis pensamientos, me contesta que algún lo sabría y que sería uno de los descubrimientos más fascinantes de mi vida; por desgracia, lo supe mucho antes de que las primaveras me convirtieran en mujer.

Corría el año mil novecientos treinta y siete y mi nación estaba dividida; en guerra hermanos contra hermanos. No obstante mi padre en cierto modo nos hacía vivir al margen de aquella guerra tan absurda. Aquel otoño del treinta y siete mientras íbamos recogiendo leña para el duro invierno que nos esperaba nos hizo prometer a los cuatro hermanos que jamás nos separarían nuestras ideas y que nos respetaríamos; juramos solemnemente su petición mientras a lo lejos se oían disparos. Aquella noche los fusiles llamaron a nuestra puerta. Nosotros estábamos ya en la cama, padre en la buhardilla leyendo y madre cosiendo al lado del fuego. Sé que él los vio venir, pero no le dio tiempo a avisarnos. Madre quedó sentada mientras su sangre corría entre los pliegues de su labor. Papá como buen maestro que era quiso hacer razonar a aquellos locos que creían que con el fuego no hacían falta las palabras y eso precisamente hundió a su mundo. Primero le ataron y después le hicieron ver cómo fusilaban a su hijo mayor. Después, cómo violaban a sus tres hijas. María tenía dieciséis años, Ana, catorce y yo, once.

Antes de que tatuaran su cabeza con dos disparos, aquellos locos vocearon al unísono “¡Fascistas!”… Desaparecieron en la oscuridad de la noche.

Han pasado tantos años que la memoria se ha convertido en un desván donde se alojan hasta los trastos más inservibles… Como el odio que corre por mis venas hasta el día de mi muerte; lo juro por mi padre.


3 comentarios:

Victoriana Díaz dijo...

Mª Angeles es escalofriante tu relato está lleno de realismo e impotencia por no poder tú hacer algo entonces. Es logico que hoy aún sientas dolor y rabia amiga pero tienes que paliar ese odio de alguna manera para apaciguar tu dolorido corazón.
Por aquella época se cometieron muchos errores de gran magnitud pero no podemos vivir toda la vida
con esa carga.
¡Animo!
Un beso

bixen dijo...

Los relatos históricos son peligrosos e inmundos si, entremezclados de ficción, claman al diablo.

Juan Antonio ( Amaneceres mios) dijo...

Hermoso y duro, muy de mi estilo.Gracias y besitos