jueves, 23 de febrero de 2012

EL SOBRE


Se cerró el batín burdeos con todas sus fuerzas aunque sus dedos largos y esqueléticos cada día tenían menos ímpetus. A veces se quedaba mirando sus manos y nos las reconocía “Tan útiles en unos tiempos y tan necias ahora”  decía mirándolas con estupor al no reconocerlas, pero con un brote de ternura incapaz de contener. Se subió el cuello del batín para que no le entrara frío y abrió la caja de Nívea para atusarse un poco la piel del cráneo; el día anterior sin que Pilarín se enterara, aprovechó que ella había bajado al mercado, para escaparse a la plaza y sentarse al sol un ratito; le gustaba el sol del invierno cuando amanecía en esas mañanas que en vez de enfriar el alma, acariciaba sus recuerdos. Cerraba los ojos y pasaban delante de él infinidad de letanías tan lejanas y tan cerca… Pero el sol del invierno, bien sabia que no siempre era sincero y, el día anterior, le engañó de lo lindo. No sólo le quemó el cuero cabelludo sino que, además,  agravó sus bronquios maltrechos ¡Qué asco de vejez! musitó mientras salía del baño en dirección de su despacho; el único lugar de la casa donde le dejaban estar a gusto y eso que, al ser sábado, los chicos vendrían con los niños y estos no respetaban nada; a él no le importaba gozaba  de las ínfulas infantiles aunque paladeaba con gusto el silencio del hogar cuando a las cinco en punto desaparecían. Entonces Pilarin y él se cogían las manos y con el amor arrastrándose en sus gestos recordaban las mejores escenas vividas en las últimas horas. Sobretodo le gustaba escuchar la dulce voz de su esposa, su risa suave. Observar su perfil que el tiempo no había restado belleza y, muy por el contrario, opinaba que la había otorgado una áurea de serena complacencia para los suyos. Juntos había caminado cincuenta y dos años sacando adelante a cinco hijos; dos varones y tres hembras con el orgullo añadido que a los cinco les trajo él al mundo… ¿Cuántos lugares habían recorrido a lo largo de esos años? Pueblos chiquitos de humildes gentes y corazones nobles. Pueblos grandes de lenguas calladas y miedo pegado en sus muros; aquellos años, no tan lejanos, vivir en Vizcaya era una osadía, más si habitabas en los montes. Pero a pesar del miedo allí también fueron felices, sus hijos se criaron sanos  y fuertes y los siete aprendieron a enamorarse del mar, a respetarlo y a disfrutar de paseos por la playa aunque la lluvia les calara. Después, las cosas, bueno, más bien la política, torció aquellas tierras y, al final, se mudaron a tierra adentro. Los últimos años terminó ejerciendo la medicina en Zaragoza, tierra de Pilarín. Y aquí están casi todos aunque Jesús añora, cuando la nostalgia le invade, la tierra de secano donde nació.
Se ha sentado en el sillón orejero dispuesto a leer la presa; mira el reloj y apenas le queda una hora antes de que lleguen los hijos. Justo cuando se va a poner las gafas llaman a la puerta:
-Señorito don Jesús, acaban de traer una nota para usted. ¿Puedo pasar?- sin esperar respuesta abre la puerta y entra. Encuentra a Jesús moviendo la cabeza.
-¿Cuántas veces te he dicho que, o me llamas don o me dices señorito a secas? Sopa de títulos no, Herminia. Y no preguntes si puedes entrar cuando ya has entrado- pero Jesús se da cuenta que está hablando solo, la muchacha ha desaparecido dejándole en el regazo un sobre.
Lo abre con lentitud sin esperar nada que pueda encender su curiosidad. El sobre es del tamaño de media cuartilla; dentro sus dedos palpan la textura de un tarjetón. Lo saca y no lee el contenido de la misiva. Sus ojos se quedan enganchados en la letra ¡Es tan conocida! Piensa mientras se deja arrastrar por los recuerdos que le evocan esos trazos tan firmes, varoniles, tan queridos… Siempre pensó que quería escribir así, pero nunca lo consiguió; logró escribir como todos los médicos, es decir, sin que nadie entendiera aquella letra que más que letra eran garabatos.
Saca un pañuelo del bolsillo del batín y se seca el sudor; sin duda le ha subido la fiebre, pero eso ahora le da igual. Se encuentra flotando, ilusionado ante el tarjetón y su letra aunque aún no ha leído su escaso contenido. Respira hondo y después lee de un tirón el mensaje.
Pilarín y su hijo mayor, Ángel, entran en el despacho. Encuentran a Jesús dormido con un rictus entre felicidad y sonrisa; su esposa le acaricia con ternura aunque se sobresalta.
-Ángel, tu padre tiene la ropa calada ¡Tócale! Tiene mucho calor.
-Mamá, llama a una ambulancia. Papá no está bien
Jesús abre los ojos, no le es conocido nada de lo que ve. Busca, busca con su vista cansada, pero no encuentra nada familiar ¿Habrá entendido bien la nota? Se pregunta.
-¿Papá cómo estás?
-Mareado, hijo, un poco mareado pero bien. ¿Qué hora es, Ángel?
-Faltan cinco minutos para las once de la noche, papá. Menudo susto nos has dado.
-¡Ah! Claro, es que aún no es la hora. Ya me parecía a mí…
-¿Qué dices, papá?
-Nada hijo, dame un beso grande. No se te olvide dar un beso a mamá, dile que la quiero mucho. Y otro beso para cada uno de tus hermanos- Jesús vuelve a cerrar los ojos. El reloj del ayuntamiento está dando once campanadas. Ángel toma el pulso a su padre, pero no lo encuentra…
Pilarín no tiene consuelo; no puede creer que Jesús esté muerto “Si hace unas horas estaba sano. Resfriado, pero estaba bien” Repite una y otra vez a sus hijos.
-Mamá, ahora te vas a acostar. Mañana va a ser un día muy duro.
-No puedo dormir, vamos un ratito al despacho de vuestro padre. Luego os prometo que me acuesto.
Entran en el despacho; está todo como lo dejaron cuando vino la ambulancia. Ángel sienta a su madre en el sofá y, cuando se va a sentar en el sillón de su padre, se da cuenta que hay un papel en el suelo. Lo recoge sin prestar mucha atención y se sienta. Al cabo de un rato, su vista se tropieza con que  su mano izquierda sostiene una especie de tarjeta; la vuelve y lee:
Querido hijo… Hoy a las once pasaremos tu madre, todos tus hermanos y yo a buscarte. Teneos muchas ganas de estar ya contigo

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