Entre la telaraña de
amigos, conocidos, familiares y, personajes que más vale que no hubieras
conocido jamás, unos inspiran más que otros, y esto no quiere decir que a unos
les aprecies menos que a otros, sin embargo hay personas que te hablan por
doquier sin necesidad de usar palabras; sus hechos, los gestos elocuentes,
entusiasmo, tristeza o pena, o sus bajezas más íntimas, llegan un buen día y se
ponen a teclear cada sílaba, cada vocal para que tú conformes una historia…
Había estado
lloviendo intermitentemente todo el día; el gris más negro, le sucedía un azul
pálido y entre las nubes se colaban unos rayos que los adoquines de cualquier
calle de Sevilla se convertían en diminutos espejos donde mirarte. A primera
hora de la mañana habíamos caminado por la vereda del Guadalquivir entre el fresquillo
del despertar, el aroma a un incipiente azahar, se coló en mis pulmones un
oloroso salitre que sin duda lo había traído el viento venido de la costa.
Nos paramos en el
puente de los Reyes Católicos a contemplar la calle Betis; un abanico
multicolor de casas jalonadas, entre el albero, el azul, el chocolate y blanco,
mezclados todos ellos por la luz tamizada del chubasco de turno, hacía de
aquella perspectiva un momento mágico que merecía la pena embriagarse de él
para recordarlo en esos momentos en que el ánimo se pierde en espesuras de la
vida cotidiana.
Al volver, pasamos
por la calle Adriano, y ya casi en la esquina de la freiduría El Arenal, vimos
una pequeña bulla; apenas se veía un toldo que rezaba “Bodega San José,
especialidad en gambas” y según terminaba de leerlo, mi cabeza me decía “Esta
noche vienes”
…Y así fue. Justo al
terminar el concierto de Siempre Así, salíamos con el ánimo encendido de tanta algarabía, y en que lo único que piensas es en la pena de no haber podido
compartir aquellas dos horas tan buenas con tus amigos de verdad, llegamos a la
Bodega San José. En la puerta seguía la misma bulla que por la mañana; chicos y
chicas con cerveza en mano e imbuidos en amenas conversaciones. Lo bueno de
Sevilla es que la bulla hace hueco a más bulla y así pudimos entrar en la
bodega. Todo eran cabezas y sólo podía disipar un techo amarillento de tanta
grasa y en trozos desconchados. De repente una voz a mi lado me sustrajo de
aquel techo:
-Pasen al fondo, hay
hueco, incluso mesa por si quieren sentarse… Era una mujer mayor quien nos
había hablado. Al mirarla lo primero que vi fue la luz de sus ojos gastados, la
sonrisa suave en su boca, y una chaqueta de punto gordo tan vieja como el
techo. Fue un instante, pero el justo para que algo me sacudiera, y viniera a
aposentarse a mi lado, a pesar de los kilómetros que nos separaban, mi amigo
Juanjo y, lo más extraño, es que no se fue en todo el rato en que estuvimos en
la bodega.
Nos sentamos en una
mesa de esas de tijera, más vieja que la mar, pero limpia; tal vez lo único
porque no recordaba un lugar “tan cutre” desde hacía mucho tiempo. Según mi
marido decía que no lo habían limpiado desde que terminara la guerra civil.
Incluso me decía “Mira, mira, todo el local está apuntalado, podemos morirnos aquí dentro” comentario muy propio de su espíritu cenizo, pero se perdió su
voz cuando miré a la barra… Sin saber por qué allí presentí a Juanjo de niño,
correteando detrás de una pelota, porque él, igual que yo, crecimos a la vera
de un mostrador y, tal vez por eso, nuestros ojos hoy beban tantas cosas que
otros no ven… Y en ese pensamiento me enfrasqué sin querer pensando en el amigo
ausente y el orgullo del que me llenaba al recordar su person: gente hecha así
misma sin más ayuda que su afán y obstinación por llegar a donde se propone,
Tan reservado para lo suyo y tan extrovertido para compartir sus emociones. Su
sensibilidad es fruto de crecer hacia dentro y encontrarla de frente cuando
menos te la esperas, cuando se le escapa por cualquier rendija de su
personalidad. Incluso al mirar aquellas paredes tan manidas, como si su
cabezonería hubiera sido la artífice para seguir en pie, igual que Juanjo.
Un muchacho, guapote
él, se acercó para preguntarnos qué queríamos; pregunta absurda porque apenas
nos dejó abrir la boca. Su entusiasmo era tal que, además de embelesados, nos
dejaba con la boca cerrada… Igual que Juanjo cuando nos cuenta algo que le
apasiona.
No hubo duda: aquel
chico no nos defraudó… Como Juanjo. Nos trajo unas gambas de Isla Cristina para
llorar de buenas. “Una pringá” hecha por la abuela, según dijo. No tuve dudas
de quien hablaba: era la mujer anciana que nos recibió. Una ensaladilla de gambas de quitar el hipo. Y, por último, nos
sirvió una manzanilla de Sanlúcar para haberse bebido la botella, sin
etiquetar, entera y verdadera. El color era de un rubio albino, y el sabor tan
suave como esos besos que das cuando estas con la sensibilidad a flor de piel.
No tardaron en surgir las risas, iguales a las que nos provoca Juanjo con su
gracejo.
Al salir, no pude
evitar acercarme a la abuelilla que estaba ensimismada en recoger platos y
vasos, como si la fuera la vida en ello o más bien, por su edad, lo que la
tenía bien cosida a este mundo.
La di las gracias, y comenté que era un lugar
delicioso. Incluso, con el morro que me caracteriza, la pregunté su nombre “Charo,
me llamo Charo” y al mirarla a la cara, fue algo especial, tal vez porque desde
que tenemos Pachus y yo un ángel en el cielo, “habemus” conexión con el más
allá…, el caso es que vi la cara, la sonrisa, los ojos, de Carmina, la madre de
Juanjo.
Salí de aquel lugar
flotando, vitaminada, y ronroneándome la voz de Juanjo diciendo “Esto es
cojonudo, tenemos que volver”
Y sí, amigos
lectores, después de haberos contado esto, os diré que creo en la magia, la
hacemos nosotros, nuestros seres queridos, y nuestra emotividad… Tan solo es
cuestión de abrir las compuertas de nuestra sensibilidad y dejarnos arrastrar
por esos ratos únicos, eso sí: perceptibles para muy pocos.
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