Un ataque de tos me
despertó; encendí la luz y miré la hora. Dos y diez de la mañana. Mis ojos
estaban como platos y una desazón inesperada subía y bajaba como un ascensor,
así que decidí levantarme y probar suerte con un cigarrillo mientras volvía de
nuevo el maldito sueño.
Fue la casualidad o
el destino, quién sabe, pero según me senté en el sillón orejero, tan cómodo,
tan preparado para la lectura, allí estaba el paquete; aún no lo había abierto
desde el día de reyes. Sabía lo que era. Es más, era una cuenta pendiente desde
hacía cuatro años cuando me regalaron el primer libro electrónico y con tanto
ir y venir en algún sitio lo perdí sin haberlo siquiera abierto. Ahora todo el
mundo tenía este tipo de libros, hasta el más torpe de lo humanos sabía manejar
un trasto de esos. A mí no es que me atrajera a no ser porque era una devoradora
de libros… en paro. Los precios se habían disparado y, aunque he sido siempre
una amante de la relectura, comprendía que si quería estar en la onda
literaria, saber lo que se cocía en este mercado y tener una opinión propia,
debía arrinconar mi amor al papel, y subirme al carro de las nuevas
tecnologías. Por lo visto, según comentaba la gente, además, era facilísimo
descargarse los libros desde Internet y ¡gratis!... Pobres escritores, ¿quién
tenía la culpa, los editores, los representantes de los escritores o estos últimos,
por los precios desorbitados? Yo qué sé, a las dos de la mañana no eran horas
para semejantes planteamientos.
Me acomodé, me puse
las gafas y encendí un cigarrillo. La verdad es que el soniquete de la lluvia
invitaba a la concentración, así que cogí el paquete y lo abrí. Su tamaño no
era mayor de quince centímetros y no pesaba nada. Estuve mirándolo un buen rato
sin hacer absolutamente nada hasta que un trueno me sacó del ensimismamiento en
el que me hallaba por semejante artilugio; entonces cogí las instrucciones y
las abrí. Las leí despacio, busqué los números correspondientes a cada botón,
miré el reloj. Las tres y veinte y aún no había sido capaz de encender aquel
chisme. “Venga”, me dije con el ánimo de estimular mi curiosidad; encendí otro
cigarrillo, cada vez llovía más y los truenos iban en aumento. Por fin la luz
de la pantalla se encendió y salieron varios cuadraditos “¿Para que servirán?”
Me pregunté sin mucho ánimo por responderme. Los toqué, tal vez la pantalla era
táctil, pero no, allí no se movía nada aunque yo seguí insistiendo hasta que
volví a mirar el reloj; las cuatro.
Fue la casualidad,
no mi maestría, la que hizo que la pantalla cambiara y apareciera la palabra “Biblioteca”.
Toqué, retoqué, pulsé como una poseída todos los botones que encontré y, de
pronto, como de repente, en el lapsus de un trueno y otro, en la pantalla
apareció “Tormento de Benito Pérez Galdós” ¡Cuidado que me gustaba Don Benito y
en concreto esta novela! Qué recuerdos de juventud me traía, ¿cuántas veces la
había leído a lo largo de mi vida? En el colegio, en la universidad, cuando
nació Álvaro, cundo a Edurne la salieron las primeras muelas…, después de
separarme, en el viaje a Kenia… Uff, cuántos y buenos recuerdos. Tan
entusiasmada estaba que decidí ponerme a leer…, pero no fue posible. La puta
pantalla no se movió por más que insistí, por más que releí las instrucciones.
Simplemente se había quedado condenada a la inmovilidad con las ganas que tenía
de leer Tormento. Miré la hora, cinco y veinte de la mañana y sin sueño.
Había amainado la
tormenta, yo seguía fumando un cigarrillo detrás de otro mientras, ya
histérica, volteaba el ebook, lo zarandeaba, lo agitaba y nada, aquello no se
movía y las seis menos diez. Volvía a diluviar y los truenos se sacudían unos a
otros cada minuto y medio exacto.
Harta, hastiada, lo
dejé de malas maneras en la mesita y me levanté a la librería… ¿Dónde estaba el
libro de Tormento? ¿Acaso lo presté? No, en una esquina de la librería parecía
llamarme, silenciosamente, como sonriéndome. Lo tomé entre mis manos y acaricié
uno de sus lomos ¡Por dios!, las páginas comenzaban a amarillear, conservaban
las esquinas de las hojas los dobleces de antaño, las palabras subrayadas en
lápiz, el aroma de mi colonia, sí, ¿verdad que parece mentira?
Corrí a sentarme
dispuesta a devorar hojas mientras el despertador no sonara. Volví a encender
otro cigarrillo, qué placer. Aspiré hondo mientras mis ojos se emborrachaban de
Galdós cuando, de repente, un trueno, más fuerte de los que hubieran sonado
durante toda la noche, me hizo volver la mirada justo hasta la mesita… La
pantalla del ebook se iluminaba con fuerza poniéndose ella sola a pasa hojas,
sin que nadie la mandara, simplemente porque sí “¡Leches, tiene vida propia!”,
me dije mientras miraba despavorida aquel chisme que me había quitado el sueño.
Lo cogí para ver, por curiosidad qué tal se leía en aquella pantalla cuando, de
pronto, de repente, porque sí, salió un mensaje que decía “Vuélvalo a intentar”
y, de pronto, de repente, porque sí, la pantalla, delante de mis ojos, se apagó. Mire el reloj. Siete menos
veinticinco. Seguía lloviendo. Me levanté, tranquila, muy pero muy segura de mí
misma, abrí el bacón, la lluvia furiosa me abrazó y yo, Edurne Macarena Estévez,
miré por última vez aquel trasto que se había estado mofando de mí toda la
noche y lo dejé caer en un amanecer oscuro, de lluvia, frío… Lo seguí con la
agudeza de mis ojos cuando desean confirmar un hecho hasta que lo vi
estrellarse contra el asfalto, saltar piezas deshilachadas, en definitiva,
romperse.
Sonreí, me metí de
nuevo en casa, apagué las luces y me metí en la cama. Sólo recuerdo que dormí
profundamente y, al despertar, encontré en la mesilla de noche un ebook…
Mientras me desperezaba, pensé quién lo habría puesto allí. Después, tranquila,
relajada, me puse a chillar.
2 comentarios:
Eres un buen ejemplo de saber aprovechar bien tu tiempo.
Un abrazote!!
Mi querida amiga.
Siempre me es placentero y bien grato el poderte visitar.
Fuerte abrazo.
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