29 de marzo 2014
La primavera se ha vuelto del
revés. Alocada y alegre, igual hace sol que el viento atiza las persianas
bamboleando una lluvia pertinaz.
Me he acercado hasta Cibeles, es
una zona preciosa de ese Madrid inesperado y acogedor en el que nada más cruzar el umbral de la puerta de Alcalá te
sientes un turista accidental.
Este paseo me sentará bien, es
más, el aire zumbón, tal vez, me despeje las ideas. Llevo días sin descansar.
Todos desde que mi madre, en su lecho de muerte, me confesara que en el armario
del trastero había unas carpetas, que las sacara de allí inmediatamente y que
hiciera con ellas lo que creyera pertinente. Ella confiaba en mí a pesar de
todo, y estaba convencida de que aquel material lo utilizaría con mesura y mano
firme.
Después del entierro, de comer con
la familia, me retiré; estaba cansada, triste, sin ganas de hablar ni cubrir
más paripés. Todo había surgido muy deprisa, sin tiempo para digerir nada: mi
aborto, los cuernos de Paco, la separación y, por último, la muerte de mamá.
Sí, era joven, con mucha vida por delante aún, pero a mis treinta y siete años,
la mochila de Amelia Rodríguez Antúnez pesaba demasiado y, sin querer,
recordaba las palabras de mi padre “La vida es larga, pero pasa muy deprisa.
Atrápala antes de que se te escape”… Así que descolgué el teléfono, cogí la
llave del trastero y subí. Allí, sentada en un suelo frío y polvoroso, me
adentré en la vida de quienes creía conocer hasta ese momento. Consumí tantos
cigarrillos como todos los que tenía a mano mientras las letras, a veces
manchadas de sangre y lágrimas se escurrían bajo mis ojos ahumados de tanto
desconocimiento.
29 de Marzo de 1939…
Mi familia tenía un bar en la Cava
Baja, al lado de hostales centenarios, se llamaba “Bar Central” ubicado en una
calle que podía ser de un siglo perdido que ya nadie recuerda. Mi abuelo
despachaba vino con tanto tanino que dejaba la garganta más seca que un erial y
los labios amoratados. Mi madre, entonces, tenía onces años. Siempre revoloteando
detrás de sus dos hermanos. Jesús, tenía diez, y José, siete. Eran felices a
pesar de tanta carestía, y tanta pena en el centro de aquella guerra que ellos
aún no entendían. Ya decía mi abuela Daniela que la pena une más que la alegría
aunque mis tíos y mi madre no estuvieran conformes con la reflexión de su madre.
A ellos les gustaba aquel abanico de colores que entraba a ráfagas por la
puerta del bar: labriegos huidos de sus tierras, más que nada por el miedo
pintado en sus caras, los falangistas estirados de camisa tan azul como su
corazón. A mi madre la gustaba mirarles tan altos, tan gallardos, tan
enjabonados y sin miedo; ella quería ser como ellos porque estaba rodeada de
pavor, de días oscuros pasados en la bodega codo con codo con caras ajenas a
ella aunque pertenecieran a su mundo, mientras los bombardeos arrasaban la vida
de los malos. Su padre se enfadaba con ella cada vez que la oía decir que los
malos eran los republicanos “Mocosa, aquí no hay buenos ni malos sino todos
somos unos pobres desgraciados” “De pobre nada, Padre, nosotros tenemos un
bar”… Mamá ya entonces apuntaba maneras.
Lo cierto es que en casa de mis
abuelos, y esto lo tengo que afirmar yo que me críe con ellos, jamás se decantaron
por ningún bando, o al menos nunca sentí manifestación alguna. Claro que
hablaban de política, pero siempre presentí que el respeto se cincelaba en sus
palabras.
Aquel veintinueve de marzo, la
Carmina, una vecina de mis padres, apareció con su hijo Miguelito que iba a dar
un paseo hasta la Cibeles y si mi abuela lo tenía a bien poderse llevar a toda
la chiquillería. Mi abuelo dio el beneplácito
y allá se encaminó la Carmina con su jardín de infancia tan peculiar.
Digo lo de peculiar, porque nada más llegar en lo alto de la Cibeles había
chiquillos desenterrando a la diosa (Protegida
por la Junta de Protección Tesoro
Artístico del Gobierno de la República –que abandonó la
capital dos años y medio antes-. No era la única, también habían sido
recubiertas como se pudo, con lo que había, las otras fuentes de Apolo y Neptuno,
las estatuas de Felipe III y Felipe IV)
Mis tíos y mi madre no lo dudaron
y se encaramaron por los ladrillos hasta llegar a la arena. Según palabras de
la Carmina, las carcajadas de los niños iluminaron aquel Madrid torturado
después de cuatro años; era el rostro de los supervivientes. Los mayores,
abajo, contemplaban fascinados aquel insólito juego mientras sus personas
comenzaban a mudar de piel, de corazón y otros a oprimir y ocultar sus ideas.
En esto apareció algún que otro
fotógrafo a inmortalizar el momento. La chavalería que se percata comienza a
levantar los brazos. Mamá y sus hermanos no sabían cuál era el brazo bueno en
aquel instante y lanzaban sus huesos bien alto con la mano estirada en ademán
de engancharse a una ilusión.
Sí, mi familia se había ido
adaptando a los colores de cada estación política guardando para sí sus íntimos
pensamientos, sus aguerridas convicciones.
El uno de abril del treinta y
nueve amaneció aparentemente para la familia
Antúnez como un día más. Sin embargo ese día mí abuelo no abrió el bar
ni se oyó ruido en su casa, ni siquiera la cacharrería se desplomó en el pilón
para que el agua bendijera su limpieza. Mi abuela hizo café y se sentó con el
abuelo en la mesa camilla, se agarraron muy fuertes las manos y encendieron la
radio. El sonido no era tal sino un susurro que sólo ellos oían. Sus ojos
permanecían catapultados en aquel altavoz enrejado. Mi madre salió de puntillas
y se paró en las cortinillas que separaban
su habitación del cuarto de estar. Allí, medio engatusada por la escena de sus
padres, y la curiosidad que siempre había corrido por sus venas, pudo plasmar
aquella escena que no olvidaría jamás.
Lo escuchó nítidamente aunque el
sonido de la radio fuera un tintinear de palabras que ella en ese momento no
entendió: “En el día de hoy, cautivo y
desarmado el Ejército Rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos
objetivos militares. La guerra ha terminado”, firmado por “el
generalísimo”, Francisco Franco, en Burgos.
Entonces mis abuelos se fundieron
en un abrazo, lágrimas y risas, añadiendo mi abuelo “Hemos ganado, al fin la
guerra, Daniela”… Mi madre les seguía espiando atónita mientras sus
pensamientos infantiles la venían a dar la razón de que su familia era de
derechas, pero de derechas de toda la vida. Tanta era su emoción ante el
descubrimiento que no se dio cuenta que su padre la había pillado “Papá, Papá,
somos ganadores, ya no hay que ocultarlo ¡Viva Franco! ¡Viva la República!
¡Viva los anarquistas!”...Después de sus osadas y locas manifestaciones sin
sentido, mi abuelo la daría la única y más sonora bofetada de su vida “Mocosa
del demonio, no sabes ni lo que dices. Todos somos perdedores, hija mía… Dime,
¿cuántas compañeras del colegio te quedan, eh? ¿Desde cuándo no vas a casa de
una amiga a merendar, a jugar? Tu padre te contestará: has perdido a tus
amigas, has perdido juegos y meriendas… ¿Y los amigos de tus padres dónde
están? Muertos, Amelia, muertos. Aquí hemos perdido todos, hija mía”… Pero
Amelia aún vio un atisbo de luz en el rostro de su padre que se había apagado
de repente “Papá, niégamelo, pero tú vas con Franco” “Qué más da con quién
vaya, Amelia, al fin ahora habrá paz”
Pasaron los años y mi familia
vivió como las demás, con más penas que gloria. Fueron años difíciles y, aunque
ellos se sintieran ganadores franquistas, siguieron acogiendo a todos, con
miedos, con silencios. Respetaron al régimen porque eran los suyos aunque jamás
lo reconocieran y, aunque los exterminios franquistas de las manzanas podridas
les abrieran las carnes por crueles e injustificados, pero como dijo mi abuelo,
un día, al haber crecido ya sus hijos “En todos los lugares hay gente buena y
gente mala y no siempre el fin justifica los medios. No por ser franquista has
de ser malo. No por ser republicano o anarquista, vas a ser el demonio. Unos
mataron antes, los otros después, pero todos, hijos míos, mataron, mataron para defender, por miedo a las
represalias, por convencimiento. Tantos son los motivos del hombre que su
número es infinito. Vuestros padres podían tener sus ideas pero jamás, ¿me
entendéis? Jamás se chivaron ni delataron a nadie porque lo que no quieras para
ti, no lo desees para los demás”
1 de abril del 2014
Sí, mi abuela Daniela tenía parte
de razón cuando sostenía que las penas unen más que las alegrías, sin embargo,
hoy en día, aún los vencedores de antaño que fueron y son buena gente, les da
vergüenza aquel espolio de nuestra España más reciente. Se esconden entre las
letras de mi teclado como si fueran en parte autores de crímenes sin sentido,
pero decidme, ¿qué guerra es justa?
Hoy he vuelto a bajar a la
Cibeles, es un día de primavera lluvioso y frío, pero mi corazón se siente
cantarín, tal vez porque las golondrinas no se acerquen a la gran ciudad porque
no encuentran ya alimento entre tanto asfalto y sea yo, una descendiente de una buena y
honrada familia de derechas que ve en la cabeza de la diosa Cibeles cómo las
manos infantiles de unos niños de ayer desenroscan la belleza para que vuelva
la luz y la paz a un mundo tan encrespado como el de hoy.
PD Para
mi amiga Aurora, un relato que tiene mentiras y también muchas verdades… Detrás
de cada palabra se esconde siempre algo de nosotros ¡Feliz cumpleaños!
30/03/2014
2 comentarios:
MªAngeles, precioso, siempre me llevas de tu mano a historias bonitas, lugares, épocas alegres,otras tristes,hermosas...y nunca me dejas indiferente.
Me alegro mucho de pasar hoy por aquí.
Te envío recuerdos y un fuerte abrazo,
y por supuesto, ciertamente: "...Atrápala antes de que se te escape", pero muchas veces no es fácil.-
Mª Ángeles Muy bueno este Post Feliz Semana Saludos
http://creatividadeimaginacinfotosdejosramn.blogspot.com.es/
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