"...En
un lugar de la Mancha de cuyo nombre (YO SÍ)
quiero acordarme,
no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo…”MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA
no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo…”MIGUEL DE CERVANTES SAAVEDRA
Nunca me ha impresionado tanto la luz cómo aquel día; nunca me había
impactado tanto el color de la tierra y el cielo. La policromía de los campos,
por decir una palabra, era salvaje en su mayor acento, pero a la par era
serena, delicada, sencilla. La variedad del amarillo era ilimitado y, sin
embargo, en conjunto era uno; un maridaje perfecto. El verde se deslizaba
cauteloso y a la par reivindicando su lugar natural: olivares ancestrales,
hileras de álamos alzándose al cielo, llanuras infinitas y de repente…, riscos
escarpados del color de la naranja tierna rodeados de agua oscura, oscura por
su color, porque al mirarla sentías la limpieza de su cristal.
Cuando salimos aquella mañana en busca de una pequeña aventura de la mano
de la hija de Anastasio, Julia, el tiempo estaba revuelto: nubes con prisas, de
ese color enfadado y sin encanto alguno. Colándose por algún agujero gotas que
no van a ninguna parte e igual que vienen se van con toda rapidez, pero al
enfilar la N5 y mientras la lluvia racheada se estrellaba contra los coches
comenzó a nacer la luz. Una luz mágica, bellísima, tan gris, tan azul, tan
ceniza que, sin duda, hizo despertar al color para respirar después aquella
belleza embrujada por la luz; nunca había sido capaz de apreciar el campo
manchego hasta ese momento. La imagen de los molinos de viento se vio aderezada
por aquella tierra rica y humilde. Al fondo, según mirabas a la lontananza, las
nubes se enganchaban con las montañas convirtiéndose en un algodón vaporoso, y
añadiendo al entorno una bruma de cristal que envolvía en paisaje en un papel
de celofán. Total, tan extasiados están mis ojos que el viaje me pareció un
suspiro… Habíamos llegado a la villa de Torrijos, municipio ubicado al norte de Toledo, en una depresión entre los
ríos Tajo y Alberche, y refugio de reyes castellanos, y destino de nuestra
excursión.
Tan feliz me hallaba que el olfato quiso poner la guinda al abanico de
sensaciones que en esa mañana estaba experimentando. Nada más bajar del coche
un aroma a vaca vino a darme la bienvenida. Parecerá extraño, pero ya los
pueblos no huelen casi ninguno a vaca, ni escuchas el tintineo de la oveja y,
menos, si están cerca de una urbe, porque ahí pierden su personalidad para
pasar a ser pequeñas ciudades dormitorio; tal vez Torrijos fuera como Julia que
tienen una personalidad propia, y destacan mucho hoy en día de esa marabunta
que va a lo suyo olvidándose del prójimo. Julia, no.
A ciertas edades, cuando tenemos ya medio camino andado, el corazón, la
cabeza, vamos, los cinco sentidos, ya están acostumbrados a haber visto y
sentido muchas cosas, sin embargo también son capaces de valorar aún más lo
bueno, quizá porque abunde poco, y la hija de Anastasio, el antiguo jardinero
de las monjas de la orden de las Concepcionistas posee muchos valores… Nacida
un 18 de julio, la pusieron el nombre de su abuela, tal vez por eso ensalza con
pasión sus raíces y presume de sus tradiciones regalando a todo aquel que se
acerca a ella uno de sus bienes más preciados: Torrijos… Así puso a nuestros
pies su ayer y su hoy, y de la mano de su amigo poeta Jesús (Jesús Ruíz-Ayúcar)
fuimos desgranando el patrimonio de Torrijos desde su colegiata del Santísimo
Sacramento hasta el palacio de Pedro I. Edificios
contemporáneos como el Hogar del Pensionista y la preciosa estación de
Ferrocarril, de estilo historicista neo mudéjar con muros de ladrillo y
mampostería.
El arte me gusta mucho, muchísimo,
me encantó aquella clase de historia y arte a pie de calle, sin embargo mi
corazón latió hondo por otras cosas que Julia nos regaló y que son esas
menudencias que a veces se nos pasan desapercibidas, pero que cuando somos conscientes
de ellas sabemos sin duda que son el valor de la vida. Así mis ojos
revolotearon por las calles de Los molinos, del Palomar o del Camarín y, sobre
todo, cuando al fin estuve delante del Santísimo Cristo de la
Sangre, tan sagrado y grande para Julia. Caminé tímida hacia Él mirándole como
si le conociera de siempre y me senté a rezar como a mí me gusta: ese diálogo
fluido y entendido entre tu fe y la humildad de saber que no eres nada.
Después, aquella cerveza fresca
sentadas en la plaza de España mientras hablábamos de mil cosas a la vez; sí,
contemplé al grupo orgullosa de formar
parte de él, de que fueran cada una de ellas como son: espontáneas, sanas,
dicharacheras, y de contagiarme el gusanillo de la curiosidad. Mientras, Julia,
como nuestra matriarca que es por derecho propio ya que ha logrado aunar a un
grupo de mujeres para disfrutar de ratos de asueto ensalzando la amistad, se la
veía feliz… Y yo tratando de respirar aquel perfume, grabando en mis interiores
aquellas escenas costumbristas como contemporáneas porque le vi, le vi llegar
de negro y rojo y supe como otras tantas veces cuando una persona especial se
acerca a mi camino que sería un encuentro inusual porque yo no abrazo a
cualquiera y me introduje en los brazos de Miguel Ángel como si lo hubiera
hecho así toda la vida. En décimas de segundo me transmitió su pena que la hice
mía y, en la despedida, un beso de madre le pude dar, esos besos que damos las
madres para infundir coraje en la vida a nuestros polluelos.
Y así pasó el día, entre risas y
palabras que nunca fueron mudas y sí repletas de felicidad, amistad y
compañerismo y, cuando nos íbamos, el cielo lloró y nos rodeó de ese gris
azulado en el que la luz envuelve esos momentos especiales dando a la vida una
pigmentación exclusiva, personal e intransferible.
Soñamos juntos/espada contra pecho, /y vemos la vida entre
sueños./Rostro contra espada/nuestra vida se va haciendo noche;/los años
pasados juntos/reposan entre pecho y espalda,/mientras oímos crujir al mundo/a
golpe de metralla y muerte… Jesús María Rúiz-Ayúcar
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