“Cuando yo muera, siempre sabrás, que mi amor por ti vivirá para siempre” Zenón
Un día más amaneció gris, amenazando lluvia, no por eso las copas de los
árboles estaban vacías; allí anidaban los sustitutos de Platón. Ese pensamiento
derivó una vez más a girar sus ojos chiquitos a la jaula desierta. Sí, Platón
ya no habitaba allí, seguro que estaría en el paraíso de los justos habiendo
conquistado ya su yo más rotundo.
Casimiro, Casi para los amigos, meneó la cabeza y se puso a fregar los
cacharros del desayuno; llevaba años haciéndolo, casi desde que se jubiló de su
cátedra de Filosofía. Desde entonces, Carmen, su mujer, él y Platón había
caminado juntos no dejando crecer la hierba en el camino de su amistad; sin
duda fue un triángulo amoroso extraño pero real. Pero un buen día, el pasado
siete de marzo, Platón no amaneció. Lo descubrió Carmen a las seis de la mañana
porque hasta entonces Carmen se levantaba sistemáticamente todos los días a las
seis de la mañana.
Casi se encontró a su mujer sentada mirando fijamente a sus manos cerradas
como una ostra. La quiso hablar y no respondió, zarandeó su tronco encorvado y
tampoco despertó. Casi, asustado, llamó rápidamente al 112. Se la llevaron al
Hospital Provincial y después de dos días la mandaron a casa restablecida de un
shock traumático, pero Carmen no había
vuelto a ser la misma desde entonces; las seis de la mañana amanecían vacías
sin la compañía de Carmen y ni siquiera preparaba el desayuno. Era Casi el
encargado de la tarea. Los ojos de Carmen comenzaron a llenarse de telarañas y
su cabeza no siempre estaba en su sitio.
Llegó julio y con él la visita anual de Gerardo, el hijo pequeño de Casi y
Carmen que vivía en Australia desde que acabó su carrera de Filosofía y Letras,
y le ofrecieron una plaza en un colegio privado de mucho tronío en ese país
para impartir clases de Filosofía. Porque Gerardo como su hermana Cristina,
habían crecido junto a Platón, Aristóteles, San Agustín, Zenón, Descartes… A
Gerardo le caló el amor de su padre por la filosofía, y Cristina hasta ahora
había puesto, con su conducta, en práctica muchas de las enseñanzas de los
filósofos amigos de su padre, aunque tal vez Zenón fuera, como a su padre,
quien más había imprimido carácter en ella. Así daba clases en París de
Psicología aplicada enseñando que “todo lo que nos hace sufrir en la vida es
realmente un error de nuestro juicio, y que siempre debemos tener un control
absoluto sobre nuestras emociones. Rabia, euforia, depresión, son todos simples
defectos en la razón de una persona y, por lo tanto, sólo estamos
emocionalmente débiles cuando nos permitimos estar así. Dicho de otra manera,
el mundo es lo que hacemos de él”
Pero, como íbamos contando…, cuando llegó Gerardo a visitar a
sus padres se encontró con la triste sorpresa de hallar a sus progenitores en
una realidad tan terca como aislada del mundo. Asustado llamó a Cristina que no
dudó en coger un avión y personarse en casa de sus padres. La visita de
Cristina hizo que reaccionaran algo sus padres, pero no gran cosa. La segunda
noche, una vez que se acostaran Carmen y Casi, sus hijos se sentaron a deliberar
qué paso tomaban para solucionar el estado anímico de sus padres. Sí, su padre,
dentro de una medida, estaba bien pero muy agobiado por su esposa. Pero Carmen,
en el momento que no sentía la observación de los suyos, volvía a ese mundo
impenetrable que ninguno alcanzaba a explicar.
Pasaron horas hablando de los síntomas; Gerardo más asustado,
se inclinaba a llevarles directamente a una residencia, Cristina, no. No porque
no veía la gravedad psicológica de sus padres, simplemente no habían superado
la ausencia de Platón que había significado tanto en unos años cruciales de sus
padres: jubilación, muerte de amigos íntimos y el vuelo lejano de sus dos
hijos. Todos esos vacíos y ausencias, los había llenado la figura de Platón con
sus hermosos cantos y compañía.
Al final, Cristina pudo convencer a su hermano en una
solución intermedia a expensas de los resultados que pudiera dar dicha solución.
Así que a la mañana siguiente ambos hermanos salieron temprano; cuando
regresaron, Cristina y Gerardo llevaban impreso en sus rostros una luz especial,
una esperanza cosida a sus corazones. Un paquete grande con un lazo azul les
acompañaba.
Sentaron a sus padres en el salón y depositaron el paquete en
la mesa de comedor.
-¿Quién de los dos va a hacer los honores?-clamó Cristina.
-Los dos.-espetó Casi y, a continuación, cogiendo la mano de
Carmen se dispusieron a abrir el paquete. La sorpresa fue mayúscula, pero
mayúsculo fue observar los rostros de aquellos dos ancianos desvalidos.
Una vez quitado el papel apareció una pequeña jaula casi
transparente con lo cual se podía adivinar perfectamente su contenido. Dentro,
hecho un ovillo, había un pequeño perro color visón y unos ojos como platos
asustados mirando pero sin poderse mover del miedo.
-Mamá, tócalo. Es un perro, de la raza Carlino, tiene dos
meses, es un macho. Dicen que son animales perfectos para la compañía de niños
y personas mayores.
-Es feo y no creo que sea tan listo como Platón- dijo Casi.
-Cariño, no seas bruto que te está escuchando-saltó Carmen a
su esposo y, a continuación alargó sus manos para sacar al animal de la jaula;
era del tamaño de sus palmas. Entonces, se obró el milagro, Carmen emergió del
mundo impenetrable en el que se había sumergido aquel desdichado siete de
marzo. Su cara, sus expresiones, su mirada opaca, la sonrisa apagada, las
ausencias con las que hablaba sin palabras… todos ellos desaparecieron para
devolverles la madre y la esposa de antes.
Los hijos marcharon dejando a sus padres como siempre habían
sido: templados, alegres, acogedores…, repletos de felicidad despidiéndose
hasta la próxima cita que sería en navidad.
Aristóteles, efectivamente, era un perro cariñoso, obediente,
tranquilo, “Verdadero discípulo que supera al maestro”, solía decir Casi cuando
se quedaba embelesado mirando a Aristóteles. Sin embargo, una mañana al
levantarse a las seis, Carmen encontró a Aristóteles mirando al espejo de la
entrada y llorando. “¿Por qué lloras, mi tesoro?”, preguntó Carmen al perro.
Éste se bajó del sillón y fue directo al salón y se puso a ladrar a la pared
que daba justo atrás de donde estaba el espejo de la entrada. Incluso buscó
debajo del sillón, para a continuación volver a su posición de origen, volver a
mirar al espejo y llorar. Carmen quiso cogerlo entre sus brazos, pero el animal
la hizo un gesto raro con lo que fue a despertar a Casi. Ambos observaban a
Aristóteles sin comprender qué pasaba. El perro ahora había ampliado su
conducta al espejo que estaba en el dormitorio de sus amos. Pasaron los días, y
Aristóteles no mejoró, más bien empeoró de tal forma que la tristeza se apoderó
del chucho.
Casi le llevó al veterinario, pero éste no le supo dar
respuesta. Una noche, Carmen se puso junto al espejo con Aristóteles y éste por
unos instantes dejó de llorar para mirarla, después mirar al espejo y volverla
a mirar.
Carmen llamó rápidamente a Casi para comunicarle lo que había
descubierto: Aristóteles no comprendía que el espejo enseñara las mismas
imágenes que él veía cuando miraba directamente a Casi o a Carmen exceptuando
que lo que de verdad quería ver, tocar, oler, era la imagen que se reflejaba en
el espejo de otro perro que Aristóteles no encontraba después de que dejara de
mirar al espejo por ningún rincón de la casa.
A partir de aquella noche, Aristóteles se acercaba a los
espejos y, después de olfatearlos detenidamente se ponía a lamerlos y a
gruñirlos, pero no un gruñido agresivo sino todo lo contrario. Casi explicó a
Carmen que Aristóteles susurraba al otro perro, imagen y semejanza de
Aristóteles, cosas que los humanos no podían comprender. Carmen escuchó
atentamente las explicaciones de su esposo y, cuando éste terminó, iluminada la
cara como una chiquilla le dijo:
-Casi, ¿por qué no compramos espejos para la habitación del
fondo que no sirve nada más que para acumular porquería?
Casimiro encontró muy acertada y lógica la idea de su mujer
y, al día siguiente, juntos fueron a encargar los espejos.
Fueron días frenéticos entre medidas, tirando toda la basura
de aquella habitación, fantaseando con el nombre que pondrían al palacio que
estaban construyendo para su mascota; incluso los operarios, cuando fueron a
instalar los espejos, se preguntaron para qué querrían aquella pareja de
ancianos un dormitorio con espejos hasta en el techo.
No dejaban entrar a Aristóteles que seguía, mientras,
fascinado con su compañero del espejo de la entrada, incluso apenas se movía de
allí para comer. Casi le sacaba a la calle para que hiciera sus necesidades y
en cuanto las hacía, el animal tiraba para casa a ponerse en su posición
favorita: mirar y susurrar al perro del espejo.
La tarde en que los operarios terminaron, Carmen preguntó a
Casi que si por fin había encontrado un nombre apropiado para la habitación
mágica de Aristóteles. Casi, muy serio y solemne contestó a Carmen:
-Sí, querida, era una sorpresa que te tenía guardada. Mira…-y
sacando de un cajón un paquete plano se lo entregó a su esposa. Ella, bastante
nerviosa, por cierto, rompió en mil pedazos el papel hasta que sus ojos se
frotaron con una placa que decía: “Lo mejor es
salir de la vida como de una fiesta, ni sediento ni bebido."Aristóteles
A continuación, Casi procedió a ponerlo en la
puerta de la habitación y, una vez puesto, los dos fueron a por Aristóteles,
Carmen le cogió en brazos y los tres se fueron a la habitación. Esto sucedió un
cinco de noviembre.
El veintiséis de noviembre, Cristina muy
preocupada porque sus padres no respondían a las llamadas, llamó a uno de los
vecinos para que subiera a casa de sus padres. Éste subió y la respuesta que
dio a Cristina era que nadie había abierto. Cristina llamó a Australia a su
hermano, éste que era en cierto modo, un sabio despistado como su padre, la
contestó que hacía un par de días que había hablado con su madre; Cristina
colgó más tranquila, pero cierto remusguillo la siguió corroyendo el
pensamiento hasta el veintidós de diciembre, día en que los dos hermanos
llegaban a España para pasar la navidad con sus padres. Cristina no había
dejado de llamar al vecino para que subiera a casa de sus padres. Ella llamó
incluso a distintas horas pero nunca nadie la descolgó el teléfono. Insistió a
su hermano hallando siempre la misma respuesta ”Chica, yo hablo con ellos cada dos por tres.
Eres tú la que no llama a la hora idónea”
Tenían la costumbre de buscar vuelos que
llegaran a la misma hora y allí les estaban sistemáticamente sus padres esperándolos,
pero aquel veintidós de diciembre, mientras los niños de San Idelfonso cantaban
la lotería de navidad, sus padres, por primera vez en los años que llevaban sus
hijos fuera, no fueron al aeropuerto.
Cogieron un taxi, estaban nerviosos, fueron
cogidos de la mano todo el trayecto hasta llegar al portal. Bajaron
aceleradamente las maletas, llamaron al ascensor, alguien les felicitó la
navidad, pero ellos no contestaron, el nerviosismo y la preocupación empezaban
a tomar tintes de realidad.
Gerardo tardó en atinar con la cerradura y al
abrir por fin un olor extraño invadió
sus olfatos. Sus voces eran tan asustadas como alteradas llamando a sus padres
por toda la casa. Abrieron puertas cerradas y nada encontraron hasta que
llegaron a la habitación del fondo. Algo en su instinto les hizo parar sus
manos en el pomo; no abrieron, sus ojos estaban clavados en el letrero de la
puerta mientras un hedor pérfido iba lentamente embrujando a los dos hermanos
hasta que, tal vez, una fuerza rara, indujo a chasquear aquel pomo de una
puerta que podía ser el fin. Sí, Cristina y Gerardo así lo pensaron mientras la
puerta se iba abriendo hasta ver por duplicados, quintuplicados, a sus padres
en unos espejos. Sus rostros ya no eran, sus cuerpos tampoco, ni el de
Aristóteles. Sin embargo sus sonrisas, sus ojos permanecían estrellados tan
vivos como muertos en los espejos.
Gerardo se acerco A Aristóteles, parecía
mentira, pero aún respiraba, por pocos instantes, pero antes de que el aire se
rompiera en un espejo, Gerardo supo que el perro había susurrado; el aliento
del animal quedó cosido para siempre en un extremo del espejo.
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