sábado, 20 de junio de 2015

TRES CUERPOS

Conducir para Elvira era una cuestión de principios no de necesidad, ella no precisaba un coche para nada porque con el autobús se apañaba, pero se resistía a desprenderse del último lujo en su vida: el coche que compró Pedro con los pocos ahorros que les quedaban… Pero hoy, no estaba dispuesta  a perderse en lamentaciones. Su ilusión era tan sencilla como frecuente en cualquier español en época de verano y la iba a aprovechar. Después de haber hecho malabares durante siete meses había logrado su sueño y objetivo después de aquella tarde de domingo invernal en la que vio en la pantalla de su ordenador un hotel de ensueño en lo alto de una montaña, blanco y erguido mirando al mar con la suficiente elegancia y poderío de saberse quién es. Al ver los precios, Elvira dio un respingo, pero no la abandonó la esperanza de una oferta que no llegó hasta el mes de abril; aún así, sus ahorros sólo alcanzaban para tres noches. No la importó y reservó.
Paró delante de la puerta y automáticamente ésta fue abierta. Elvira se bajó con un placer inusitado: era la primera vez que la servían a ella y no ella a los demás. No se tuvo que ocupar de nada más, Anita revoloteaba en el asiento de atrás implorando que su madre la quitara el cinturón “Mami, es como el castillo de Cenicienta”, iba diciendo mientras ambas subían la escalinata y Anita arrastraba a Lola, su muñeca, por cada peldaño.
“La amabilidad y la educación se dan con el dinero” iba reflexionando Elvira entretanto subían en un ascensor decimonónico y Anita permanecía sentada abrazando a su muñeca exhausta de emoción. Nada comparable a cuando entraron en la habitación quinientos tres. Las dos se apretaron las manos en el afán de no dejar escapar ni una sensación de aquel instante mientras sus pies se hundían en una moqueta mullida del color de la frambuesa ajada. Cuando se retiró el muchacho que las había subido el equipaje, cada uno se dirigió en una dirección. Elvira a abrir la ventana, que fue como si hubiera llegado a un paraíso inalcanzable hasta ese momento. Un mar sereno y cobalto se desplegó ante sus ojos y un cielo añil reposaba su inmensidad sobre las montañas. De pronto su vida pasaba como una gramola en su corazón. Era una perdedora, su vida un fracaso, pero joven para reconducirla, sobre todo ante aquel espectáculo natural que contemplaba mientras la sonrisa emergía desde sus entrañas doloridas. Desde que se separó de Pedro sus horas habían sido un tormento de renuncias. Tuvo que volver a vivir con sus padres, meter en una habitación sus recuerdos más sonoros y sacar adelante a Anita. Aún recordaba cuando anunció a su familia que se había quedado embarazada, todos  la dijeron que ser madre en esos momentos era un lujo y una heroicidad y, sin embargo, ella siguió adelante. Ahora se encontraba con un sueldo de media jornada, un marido que se largó con otra dejándola entrampada, y una niña de cinco años.
Al rato de su ensimismamiento personal, echó de menos a Anita y se volvió; no estaba. Miró por todas partes y, nada, hasta que vio  aquel armario inmenso que abanderaba la habitación. Era tan bonito que la  cortó la respiración de placer. Era un armario de tres cuerpos y con unas patas bailonas y retorcidas muy graciosas. Debía de ser muy antiguo porque estaba sin barnizar, y olía a cera y limón la madera caoba. El espejo del cuerpo central estaba  ahumado por la vejez  aunque, al mirarse, Elvira se vio con la nitidez de la luz reflejada a sus espaldas. Abrió uno de los cuerpos y encontró a Lola, pero no a Anita. Nerviosa comenzó a llamar a su hija,  pero ella no contestó. Salió al pasillo y tampoco. Bajó precipitadamente las escaleras y ni rastro de Anita. Al llegar a la planta principal vio un salón enorme y entró, no había nadie exceptuando una niña sentada en un gran sofá. A pesar del susto, Elvira pudo apreciar lo hermosa que era la escena de aquella niña vestida de blanco con un sombrero de paja sobre una tapicería gris azulada… “¿Has visto a una niña como tú?” La niña levantó el rostro y miró a Elvira con unos ojos tan azules como transparentes. Ella meneo la cabeza y preguntó si la podía leer un cuento. La pregunta infantil llenó de ternura a Elvira que, a su pesar,  salió corriendo a la terraza. Era tan blanca como el edificio…, señorial con sus sofás de mimbre, pero allí no estaba Anita. Acongojada Elvira se sentó sin saber qué hacer;  el cielo se iba cubriendo de nubes ceniza y una cortina tan leve como una gasa comenzó a desplomarse. Elvira estaba sin fuerzas, presentía que sus ojos lloraban como aquella tarde de estreno de sus vacaciones y sintió, de repente, que alguien la cogía la mano; volvió la cabeza y encontró a la niña del salón que la tendía un libro “¿Me lees un cuento?” Y Elvira comenzó a deletrear cada hoja del color de la sepia marchita “Había una vez un hotel que poseía un armario mágico de patas retorcidas que bailaban según habrías sus puertas…”
“Mami, Mami, mami…” Elvira abrió los ojos asustada sin saber siquiera donde estaba. La voz de Anita procedía de aquel imponente armario que estaba delante de la cama. Se levantó corriendo tropezando con todo lo que encontraba a su paso hasta llegar al armario. Abrió el cuerpo izquierdo y allí estaba Anita aferrada a Lola con un cuento en sus manos “Mami, mira lo que he encontrado, ¿Me lo lees?” Elvira cogió a su hija estrechándola entre sus brazos y, después de depositarla en la cama, comenzó a leer “El misterioso armario de tres cuerpos”

Afuera caía la tarde, la lluvia se deslizaba como un suave y dulce manto mientras un rayo imperioso iluminaba aquellas letras sobre un papel sepia desteñido.

1 comentario:

Alondra dijo...

Escribes con magia, sabes transmitir las sensaciones; primero la paz que alguien necesitaba como el agua; luego, el miedo, retengo la respiración y al final me abrazo a mi misma...
Un abrazo afectuoso