El día se está despertando; el mar es una
balsa meciéndose en sí mismo.
La bruma, desperezándose sobre la arena recién
planchada, inmaculada.
La playa a esa hora está desierta y, entre los
pinos que bajan casi hasta el agua, aparecen un hombre y su perro.
Ambos se sientan en la orilla; beben la calma
de la hora silenciosa. De vez en cuando, el hombre, sin dejar de mirar al
horizonte, atusa el lomo del animal; éste restriega su hocico en la pierna de
su amo. Se vuelven a quedar quietos respirando la paz, tragando el Mediterráneo
mientras la ola derramada llega a sus pies y patas.
… Entonces, el perro, como si el cosquilleo de
la espuma le hubiera despertado, se levanta y, cojeando, se adentra en las
olas; sobre sus crestas, las gaviotas.
Se derrite la espuma al llegar a la orilla y,
mientras llora la gaviota, aparece la cabeza del animal ladrando; es feliz y su
amo vuelve a rezumar salitre. El sol asciende a su universo y el hombre dibuja
lágrimas en un papel; la soledad pesa. Hoy hace dos años que ella partió y el
tiempo quedó enredado entre ese amor que no muere y la vida que sigue su
peregrinar inexorable.
Dos días después de su marcha, depositó sus
cenizas donde ella siempre había querido reposar: en medio de las olas.
Según
terminaba, escuchó entre el rumor de la mar un débil quejido. Se acercó hacia
las rocas; había un pequeño cachorro, abandonado, cojeando. Se preguntó “¿Será
ella que regresa?” Y desde entonces caminan juntos, a veces, extraviándose en
las olas. Otras, buscando el puerto donde amarrar ausencias.
El día ya despertó… Allá se pierden entre los
pinos un hombre y su perro; mañana será otro día.
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