Las nostalgias, las
tristezas, aquellos extravíos irreparables, son como esa Lisboa que un día vi
bajo el dolor inmaculado de la pérdida de un gran amor…
Estaba pensándote en
el recuerdo que me traje de ti, esa tristeza calada en tus ojos ahumados, ese
rictus encubierto de desengaño, ese andar tuyo alocado hacia delante para
olvidar que una vez fuiste mujer de un solo hombre y, que una vez más, se escapaba de ti la buena estrella y volvías
a ser la de siempre: la gran perdedora o, al menos, es lo que piensas de tu
vida, sin darte cuenta la gran persona que eres a pesar de tus taras, ¿quién no
las tiene mi querida Flor de otoño?
No ves las joyas que
llevas detrás de tus solapas, tan convencida estás que lo tuyo no es suerte
sino despojos que encuentras perdidos por otros al pasar por tu lado que,
cuando yo no espero nada de mi escritura, apareces tú para que yo pueda
disfrutar de las palabras que siempre me inspiras las más sentidas, dejándome
volar por la imaginación y descubriendo tus penas, sentimientos guardados a cal
y canto, los pasadizos más insospechables de tu persona. Y así es cuando surge
el personaje inédito que tú me inspiras y que yo vivo mientras tecleo los
abismos de tu propia verdad que una vez olvidaste, y que tú siempre me permites
entrar en ella, una intromisión en lo más íntimo y personal de tu esencia y, de
esta manera, volar juntas de nuevo como si nada ni nadie nos pudiera separar,
como si esa sensación tuya de que mi vuelo se aleja de ti, cuando no es verdad(
sigo volando a tu lado) aunque a veces me transforme en gaviota díscola yéndome
a otros océanos donde crees que no estás… Y, entre mis suertes es que todo lo
anoto y, hoy, cuando la lluvia se hacina en mis espejos, y la aurora amanece
cobriza, ha aparecido Lisboa, escrita, una vez más, inspirada por ti, en
aquellos días en que te convertiste en nube glaseada de llanto. Sin embargo
ahora, cuando se acerca el trémulo aniversario de la partida de tu gran amor,
parece que él quisiera dictarme estas palabras para ti y es que, aunque tú no
creas en estas cosas, yo pienso que el más allá me habla…
El día anterior
había llovido, como si el cielo y el viento se hubieran inspirado en el fin de
un amor rotundo, atronador, tajante.
La lluvia hacía más
intenso el verde de la tierra, y sobre las piedras crecía el musgo. Los
edificios, perdidos en un tiempo que fue, se sostenían entre tanta lágrima
derramada. El empedrado de las calles se convertía en espejos de agua
acariciando tus pies.
El tranvía subía melodioso
la colina con el tran-tran de no esperar
un reloj, como si hiera mucho tiempo que las manecillas no tocaban ninguna
hora.
Sentí, entonces, que
Lisboa me recibía pensando en ella, la mujer que había perdido la luz en su
vida pero que, aún sin luz, pensé que también la belleza brillaba aunque fuera
en su decadencia porque esta ciudad es tan nostálgica que la tristeza anida en
cada doblez, y no para de divulgar las penas si no es para sumergirte en lo más
recóndito de la hermosura. De esta manera me traduje en tu pena, y con ella
ascendí a lo más alto de Lisboa hasta ver los tejados desconchados de tu ser
por tan enorme pérdida.
Pero, al día
siguiente, Lisboa amaneció con el cielo limpio de sospechas. El aire era frío,
recordemos que era febrero, pero el sol acariciaba cualquier perspectiva. Era
tan tierno y cálido que me besaba al pasar.
La playa estaba
vacía y el océano, ese magno Atlántico, reposaba en su música ayudándote a
penetrar en el silencio de la soledad, la tuya…
Al rato de estar
embrujada en el vaivén del agua, llegó ella, la gaviota; no sé por dónde llegó,
pero se aposentó en la arena, sencilla, majestuosa, para mirarme
inquisitivamente y dictarme estas palabras para ti, para que supieras que está
aquí contigo a pesar de la lejanía del más allá y la vida, tu vida… Primero se
acercó como queriéndome susurrar los aires que la maldijeron con aquel infarto
fulminante pero, al poco, retrocedía en sus pasos buscando comida para tu alma.
Me desconcertaba su calma y a la vez su canto al cielo para que tú la
escucharas; después, desapareció volando tímida, pero volando al fin y al cabo,
y eso me animó al dirigirme, por último, una sonrisa para ti, y diciéndome que la
umbría no dura para siempre, llegará un momento en que la luz vuelve a
desplegar tus alas recortadas de mujer triste y desolada, lanzándote a ese aire
que, aunque gélido, está lleno de vida. Y antes de desaparecer de mi vista, me
dijo que comprendía que ni a cucharadas del dulce más dulce se tragan los
momentos más amargos porque son así: totales y excluyentes de dulzura; los
tragos amargos son eso, secos como la ginebra, y aún con eso, la gaviota, tu
gaviota, mi querida Flor de otoño, pilar de mis pensamientos, me dijo que te
dijera que fueras feliz y, por eso mismo, que vivieras por los dos.
…El suelo de Lisboa
parecen miles de tostadas a mis pies, tostadas desiguales y diminutas, untadas
de mantequilla. Según las pisas, notas en tus plantas el chasquido de sus
desajustes y, cuando llueve, son mínimos espejos reflejando la luz de la vida
correr.
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