-Señora, ¿está bien
servida, necesita algo más? Miré de soslayo sin mirar demasiado a la figura que
me hablaba tan amablemente y contesté una respuesta automática.
-No, no gracias.
Y seguí sumergida
estudiando a mis nuevos compañeros de viaje, mientras la mirada protectora de
Socorro acariciaba a mi persona.
Apenas llevaba en
aquel lugar una hora escasa. No debía pronunciarme de nada, simplemente dejarme
llevar, un segundo plano era el perfecto para una recién llegada y una perfecta
desconocida se asentara y observara a sus compañeros que se conocían desde hacía
tiempo. Asentía con la cabeza, sonreía y nada más. Nadie, hasta ese momento, me
había preguntado quién era yo, por lo que no era conveniente alzar mi voz que a
nadie le interesaba. Demasiado que me hacían partícipe de sus cuitas, de la
felicidad que les consumaba por el encuentro.
-Señora, ¿no bebe
tinto?, ¿desea que la traiga otra cosas?- esta vez sí. Miré mi copa, estaba
vacía y me hubiera gustado algún líquido rubio en ella. Levanté el rostro en
busca de aquella voz que buscaba mi bienestar, encontrándome con un rostro
afable, matizado de sonrisas de autor que sabe su oficio. Instintivamente, se
me escapó la sonrisa agradecida, esa que uso frecuentemente cuando siento que
alguien me tiende una mano.
-¡Ay sí, por favor!
¿Me podrían traer una copa de verdejo de Rueda?-mi mirada se quedó prendida a
la de aquella desconocida sintiendo que no la desconocía. Por extraños avatares
de la vida de vez en cuando te encuentras con gente que nunca has visto y que,
sin embargo, al encontrarte con ellas, presientes una comunión; algún
río emocional te une a ellas y te dejas llevar por esa sensación.
Automáticamente, no
había pasado un minuto y por mi garganta corría ese líquido fresco y alegre de
mi tierra que despunta mi lengua nada más tenerle en contacto. Volví a elevar
la cabeza para dar las gracias y vi algo más, no sé si con los ojos o con eso
que no ves pero ves más que si tuvieras media docena de ojos. Una mujer de
mediana estatura, morena, pulcra, vestida de camarero pero en femenino, me
regalaba la primera fachada de lo que suelo llamar como un profesional, eso que
cada vez abunda menos y está en peligro de extinción. Ella permanecía en su
puesto sin perder un ápice su lugar, sin embargo, se había colado en nuestra
mesa, confundiendo su voz como una más de nosotros. Mezclando sus sonrisas con
las nuestras, hasta el punto que cada vez que se acercaba para ver si todo
estaba bien o necesitábamos algo, Ana y yo la hacíamos partícipe de alguna
reseña trivial o divertida de nuestras conversaciones.
El verdejo había
desplegado mi voz y las risas que me salen de dentro cuando el placer se
instaura en mis cavernas. De vez en cuando giraba los ojos hacia los de Soco
para saber si todo iba bien, para que me instara a acariciar mi lomo de novata
en esa mirada tan maternal que ella regala por bondad, porque ella es así y, a
quienes nos dedica sus ojos ahumados tras unas gafas, nos hace sentir queridos
y seguros bajo ese manto invisible que más que dos ojos, son dos luceros que
iluminan el camino ajeno.
Detrás de aquella
comida vinieron otras. A veces me sumergía en mi propia nube y me dedicaba a
volar, revolotear con mis alas, observando a la gente y siempre me encontraba con
aquella mujer de cuerpo delgado con una palabra de sonrisa para cada comensal.
Incluso hubo una
mañana temprana que, después de pasear y de vuelta con los pulmones repletos de
quietud, la pedí un Cola-Cao, necesitaba calor en el cuerpo, el recuerdo de mis
hijos desayunándose como cada amanecer. Nos dimos los buenos días entre bromas
y comenzaron esas confidencias que solo haces a quien te inspira algo más que
amabilidad.
-Soy roja, roja mi
sangre, roja mi alma, roja todo yo A mi abuelo le fusilaron…-yo la miraba,
aturdida al principio y admirando ese coraje que destilaba como mujer que ha
jugado en la vida y que la mayoría de ellas ha perdido, pero ha perdido con esa
dignidad que muy pocos tienen, tan arraigada, tan limpia y transparente, que la
admiras desde el primer segundo que te topas con ellas. Me limité a escuchar su
voz, a meterme en su alma, a asentir sus palabras convencidas, a entender su
idiosincrasia.
Según caminaba hacia
una misa especial, tan especial que sentí que flotaban mis sensaciones mientras
estas se impregnaban de humildad e incienso que, cuando estuve recogida en una
pequeña capilla a pensar como a mí me gusta hacer cada vez que entro en un
santuario a reflexionar, pedí por los míos, pero también por la mujer roja que fehacientemente
me había confesado no ser creyente en los dioses de los hombres, pero yo que, aunque mi fe va y viene, soy consciente que necesito de ella y como dijo un
periodista “La fe es algo intangible. No se puede ver, ni tocar, ni oler, ni
escuchar, ni palpar...La vida es esto: levantarse, insistir y competir”, pues
bien, con esa fe intangible que me acompaña en la vida, pedí por esta persona
para que no perdiera esa mujer coraje que lleva tatuada en su piel, en su alma
y en su sesera.
Volvimos juntas a
Madrid en una amena conversación en la que conocí un poco más de sus rincones y
esquinas.
Cuando llegamos, nos
fundimos en un sentido abrazo y me puse a caminar sin mirar atrás ni decir “Adiós”,
pues si lo hubiera hecho, la sensación de pérdida me nublaría el placer de
conocer a esa gente especial que se cruza de vez en cuando por los callejones
de mi vida.
Se llama Ángeles.
Somos tocayas.
1 comentario:
Cuando se escribe desde el corazón, se corre el riesgo de rallarlo y de rayarlo. Pero son ambos riesgos calculados que merecen la pena.
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