miércoles, 8 de junio de 2016

EL TREN DE LAS COLINAS DEL TÉ

Nilgiri es una palabra nativa que significa montañas azules. Las colinas están tapizadas de bosques frondosos, jugosos prados que se funden en aguas de mandarina y naranja.
En esas tierras nací yo.
La manera más romántica de adentrarse en ellas es coger un pequeño tren que aguarda aletargado en la vía de Mettupalayam al despertar el día. El cielo, entonces, se muestra azulado ante tus ojos, envuelto en bruma. La estación late adormecida hasta que comienza a bullir con la llegada del tren. Voces insistentes ofrecen diversas mercancías: café, bananas, tabaco, bálsamo de tigre… Respirar este ambiente es envolverte en magia.

Pensé que la manera más hermosa de despedirme de este mundo, sería volver a mis raíces. En esta zona vivía la tribu Toda, hombres altos con tradición ganadera hasta que llegaron los ingleses y sembraron mi paisaje de té, grandes extensiones que se denominan jardines. Primero, los hombres cuidan de su cultivo, poda y formación de setos. Luego, las mujeres lo recolectan en cestos de mimbre, y ataviadas con vistosos saris, seleccionan las hojas de mayor riqueza en tanino y teína. Su aroma se extiende por el aire… Aún oigo la voz de mi esposo contarme todas estas cosas. Él amó mi tierra y mi cultura tanto como yo.

Observar mis orígenes es como volver a nacer, el mismo milagro de las rocas del mar de Omán que se cubren cada doce años, de flores azules. Ver a mi hermano, Yang, bajar a ese mar y pescar con mallas chinas, o, en la lejanía, divisar las casas de techo rojo y el artesonado de mis templos que parece de encaje… No tardo en asimilar todas estas sensaciones que afloran a mi memoria, los colores vivos, la torta de arroz, las joyas ornitológicas que cantan en estas colinas.

Según avanzamos en este pequeño tren de juguete, cruje la madera, la maquinaria rechina. El jefe hace sonar con insistencia la sirena para alertar de nuestra presencia. Entonces, según te adentras, tienes la grata sensación de una vuelta al pasado, de formar parte de un grabado de la India colonial del XIX.
Recuerdo que toda mi vida cambió aquella mañana en la estación de Connor. Yo iba a trabajar a una gran casa señorial inglesa. Pensé que aquel hombre de andares ágiles y firmes era el chofer que venía a recogerme. Claro, que poco me duró la ignorancia: él era uno de los hijos de los grandes señores. Yo la sirvienta. Pero aquella diferencia social y cultural, no pudo evitar nuestra atracción.

Al principio, nuestros encuentros fueron a furtivos. De día, vestía, peinaba y cuidaba de sus hermanas. Al atardecer, cuando el sol se despedía extendiendo su manto hechizado, nosotros nos entregábamos a un acto de amor compartido y generoso. Mi forma de hacer sexo, le acercó al corazón de hombre que latía dentro de él, le aproximó al ser humano que ignoraba. Desperté su energía dormida: sensibilidad, sexualidad, sensorialidad y sensualidad. Él le gustaba decir que yo provocaba sus cuatro eses.
El sexo en occidente siempre me ha parecido vulgar, descarnado y falto de poesía… Cuestión de educación y mentalidad, seguramente. Allí no se cuidan los prolegómenos del acto amoroso.
Recuerdo que antes de encontrarme con mi esposo, me bañaba en aromas de jazmín. Éste estimula los sentidos, y la piel se convierte en seda. Los olores, sabores y colores son tan importantes que sin ellos la plenitud del goce amoroso es imposible. Entre la tenue luz de las velas y la suave música, recuerdo que nos perdíamos. Entonces, yo comenzaba a recorrer cada rincón de su cuerpo, cicatriz, vello, curva… Él tenía dos debilidades hacia mí: Succionar el lóbulo de mi oreja y los pezones. Si notaba que me encogía, entonces seguía hasta provocarme múltiples orgasmos. Estimulaba mis cinco deseos. Mis pensamientos hacia él hacían que la respiración fuera irregular, lo que predisponía a la vagina para que deseara la unión. Las fosas nasales se me dilataban y la boca pedía más y más. Mi esencia vital deseaba ser estimulada por lo que movía el cuerpo hacia arriba y hacia abajo. Mi corazón anhelaba manifestarse por lo que mi humor vaginal brotaba sin parar. Un último recuerdo me llevaba a sentir entre mis piernas algo tan poderoso como el hormigueo de una plenitud próxima. Alargaba el cuerpo y cerraba los ojos para que mis sensaciones me transportaran donde el tallo de jade deseara.
Mi esposo decía que olía a hierba recién cortada…

Mi vida ahora cabe en una mochila; el paso del tiempo me ha enseñado a ordenar las palabras que antes me fueron incomprensibles, y mi lucidez me ha mostrado que nací para amar a mi hombre en cuerpo y alma a través de nuestro sexo. Fui rehén en sus manos, y ellas cincelaron mi cuerpo con orgasmos. Fui su puta, como dicen los occidentales. A mí me gusta decir su amor sagrado, porque para nosotros, los hindúes, el contacto sexual no es una sensación sino un sentimiento sagrado. Mis padres me educaron para lograr la habilidad sexual. Mi esposo no fue un común varón ni yo su objeto sexual como se dijo en la colonia británica. No entienden los del otro extremo del mundo que, si el sexo obsesiona, no es una depravación ni lujuria, sino la marca del destino humano. Nacimos para el erotismo.

Los ingleses dicen ahora que soy lady Graves, me da igual que me llamen así o de otra manera. De verdad, soy Yin y moriré siendo Yin.
Mi esposo tenía alma de escritor; nunca publicó. Lo que escribía se lo regalaba a sus amigos junto con la flor de un jazmín. Antes de morir, me donó su cuento más bello: nuestra historia de amor. Versaba así:
“Yin paseaba entre un gran racimo de magnolios. Al pasar por el estanque, se sentó a contemplar el agua fresca y transparente.De pronto, ésta se convirtió en espejo, reflejando a Jade que se acercaba, y con su flauta comenzaba a tocar una hermosa melodía.Entonces, Yin extendió su cuerpo entre el borde del aljibe y el agua de mandarinas, e inició un vuelo hacia el paraíso hasta que el tallo de Jade la elevó definitivamente a una nube de algodón.Desde allí, descendió tan suavemente como la pluma de un ave, y cuando la flauta terminó su canción, Yin, abriendo los ojos dijo:-Jade, duerme y despiértame otra vez…”


Prohibieron que nos amáramos pero fue inútil. Nos fugamos un amanecer en aquel pequeño tren de las colinas del té… Mi tierra invitaba a soñar, a que los sueños hechizaran el corazón y volvieran realidad nuestros deseos… Lo recuerdo muy bien.

4 comentarios:

Macondo dijo...

Es precioso, María Ángeles. Me ha encantado.

Rafael Humberto Lizarazo Goyeneche dijo...

Gracias María Ángeles por regalarnos un relato tan bonito, realmente lo disfruté.

Un abrazo.

Ricardo Tribin dijo...

Bellas colinas, inspiradoras de lindos amores.

Me encanto tu post!!!

Ricardo Tribin dijo...

Vuelvo a visitarte, muy querida amiga, y a disfrutar de las excelencias de tu magnífico blog.

Gran abrazo.