jueves, 15 de septiembre de 2016

UNA MUJER ESPECIAL



Estimado Sr Echagüe
Ante su insistencia y reiteradas adulaciones, no me queda por menos que sincerarme con usted y, ya que tiene propósitos serios conmigo, deseo que conozca al menos parte de mi pasado. Uno de los pasajes más hermosos que poseo y los que me han llevado hasta aquí.
Todo se lo debo a Doña Daniela Orcaríz de Mendoza, marquesa de Villa de Cabra del Santo Cristo…
 Daniela, Nela como le gustaba que la llamaran, tenía una mirada difuminada, dulce y a la par atrayente. Te miraba entre sus velos transmitiendo paz a cualquiera que se sentara a su lado. Charlar con ella era viajar a su vida repleta de desafíos.
Solía sentarse en un sofá granate con lo cual su figura aún destacaba más. Vestida en tonos neutros, de cuerpo pequeño y grácil, su cabello gris perla recogido en un moño bajo hacían de ella una mujer de plácida elegancia. En aquel entonces ya era mayor y su luz se apagaba por días. Me daba pena ese pensamiento aunque cuando la contemplaba por el rabillo del ojo, sé que ella estaba preparada para la marcha definitiva, pero aún con eso sentía que era una lástima perderla cuando apenas la había comenzado a conocer, a disfrutar de su compañía, a aprender su mágica sabiduría sobre la vida respecto a las mujeres.
La conocí por casualidad. Yo acababa de llegar a España con el trauma del desarraigo, pero con la fiel esperanza de que mi sacrificio sería compensado con un mundo mejor para mis hijos. Podría enviar dinero a Ecuador, de donde soy, y así mis padres poder alimentar bien a mis dos cachorros y llevarlos a una buena escuela. Con el dinero sobrante iría ahorrando y en un par de años o tres volvería a casa, y podría montar un pequeño negocio de hostelería y hacer las riquísimas recetas de mis raíces: ají de gallina, arroz relleno con palmito, bastones de yuca… ¡Ay! Y volver a hablar el quechua, el idioma ancestral de mis antepasados… En fin, perdóneme  usted, a veces recordar aquella la añoranza que era tan grande, me hace valorar este presente.
Iba para cinco años acá, en España, sin haber visto a mis hijos y, claro, era muy duro. Aunque la señora Nela en navidad me hizo un regalo precioso: un ordenador con ¡Web Cam! Y desde entonces, una vez por semana me aproximaba a mis hijos por ese ojo indiscreto, ¡eran tan lindos! Rubén ya tenía seis años y le gustaba jugar al fútbol. Bendita tenía casi ocho y quería ser peluquera.
Recuerdo el día que conocí a la señora Nela, era mi primer día en la residencia de ancianos.
-Exquisita, has de ir  al baño con dos ancianas. Las sientas en el retrete y hasta que no hagan sus necesidades, no las dejes levantar.
Fue un estreno espantoso, pensé que me echarían. Las dos viejecillas se me escaparon sin bragas e hicieron sus cosas en donde les vino en gana. No daba abasto a recoger excrementos. ¿Cómo dos cuerpecillos tan pequeños podían acumular tanta porquería? Me topé con la señora Nela por uno de los pasillos; había venido de visita a ver a una amiga. La debí de dar mucha lástima porque a pesar de su pinta de pacata y estirada, se remango aquella linda camisa celeste y se puso conmigo a fregar.
Después de aquel día, la vi con frecuencia, al menos un par de veces por semana. Recuerdo que pasaba por mi lado y me hacía un gesto tan elegante con su cabeza que lo memoricé hasta hacer yo lo mismo. En navidad de aquel año apareció cargada de paquetes, parecía un rey mago. Observaba a su amiga y no dejaba de preguntarme qué tenía en común aquellas dos mujeres; poco después me enteré que la señora Carmiña, su amiga, una mujer huraña y seca, había sido durante años el ama de llaves de la señora Nela. Cuando ésta aparecía, la señora Carmiña recobraba el brillo y esplendor de antaño; no me extraña, la señora Nela era mucha mujer.
Llevando allí dos años, una mañana escuché un gran revuelo en recepción. Me asomé a ver qué sucedía y cuál fue la sorpresa: la señora Nela se venía a vivir a la residencia; no lo podía comprender. Aquel lugar era para ancianos que no tienen dónde ir, pero ella… Más tarde alguien me chismorreó que fue decisión de ella, que deseaba pasar sus últimos años en sencillez y junto a su ama de llaves. Pero Carmiña duró menos que un suspiro, a los dos meses de la llegada de doña Nela murió como un angelito en sus brazos. Recuerdo que ya metida en la caja seguía conservando una suave sonrisa que en vida nunca se la vi, ¡curioso!
La señora Nela cayó en una profunda tristeza y apenas salía de su habitación. Tampoco recibía visitas, y sabía que al menos un hijo tenía porque en alguna ocasión la había ido a buscar. Una tarde que estaba limpiando uno de los pasillos, vi su puerta entornada. Me acerqué silenciosamente y pegué la oreja a la puerta. Se oía una suave música. Tan ensimismada estaba con aquellas notas que cuando escuché mi nombre, di un salto.
-¿Exquisita, eres tú?- al menos repitió la pregunta dos veces  y ya contesté toda turbada. No podía entender cómo había sabido que era yo.
-Sí, señora Nela, soy yo.
-Pasa, no seas vergonzosa.
-Estaba limpiando y al ver la puerta abierta…, y escuchar esa música tan bonita…
-Es la primavera de Vivaldi… Ven siéntate conmigo un rato. ¿Quieres un bombón?- y así, de aquella manera con el señor Vivaldi comenzamos a intimar. Todas las tardes me pasaba un ratico por allí y hablábamos de nuestras cosas. Penas, frustraciones, recuerdos, alegrías… Ella puso mucho empeño en españolizarme y enseñarme a leer. Porque no lo he contado: yo no sabía ni casi leer ni escribir, pero aprendí bajo la tutela de la señora Nela. Y siempre, al irme, me ponía la música de la primavera. Trató de enseñarme otras músicas, pero a mí la que más me gustaba era la primavera.
En la siguiente navidad, lo recuerdo muy bien, la noté tan triste que temía que se demenciara como varias señoras que había en la residencia, así que la invité a mi casa el día de la noche vieja. No dudó un instante y aceptó la invitación.
Parecía una rosa sacada de un jardín adornando un humilde compartimiento de inmigrantes, ¡fue tan feliz! Esa noche durmió en mi colchoneta y yo en el suelo. No me dejaba que durmiera en el suelo hasta que la expliqué que en mi familia era un honor dejar el jergón para que tu invitado durmiera en él… Y con la luz apagada comenzó a contarme su vida… La mayor de siete hermanos, le tocó trabajar en el campo, en las tierras de un rico terrateniente de Jaén. Pimientos, patatas, espárragos, algodón y aceituna… Sus manos encallecidas ayudaron a una madre viuda. Ella tampoco fue a la escuela ni sabía escribir ni en aquel tiempo tuvo tiempo de escuchar al señor Vivaldi hasta que sucedió el gran escándalo: uno de los hijos del terrateniente se fijó en Nela y ella en él. De nada sirvió que le mandaran por mis tierras, el amor cuando es grande es sólido como una roca. Él enseñó a Nela a rematar su escritura, a descubrir el amor por la lectura. Escritores como Unamuno, Azorín, Baroja y poetas como Salinas, Alberti, Lorca… fueron sus maestros.
Hugo, como así se llamaba el esposo de Nela, hizo de esta mujer una gran dama, aunque a veces cuando pienso en ella creo que ya lo era sin saber escribir ni leer y recogiendo la aceituna. Como yo, ella también emigró allende los mares.
Sí, mi estimado Echagüe, detrás de cada persona hay una historia. Doña Nela me decía, justito horas antes de morir en mis brazos, que yo había sido su luz al final de su camino, y a mí me dio tiempo a darle las gracias por haber pulido el escaparate de mi persona y sacado lustre a mi persona. Sí, en aquel tiempo que vivimos de caminos paralelos nos hicimos señora y cuidadora, amigas y confidentes y al final casi madre e hija.
Mucha pena cuando doña Nela partió al más allá que no ves aunque a mi lado la sentía cada día. Recogieron sus cosas de cualquier manera y las pusieron en estante de objetos casi perdidos a expensas de que alguien viniera a recogerlos. Yo pasaba todos los días a ver si seguían allí. Los acariciaba y me iba a mis cosas.
Un buen día, la directora de la residencia de ancianos me llamó a su despacho para comunicarme que debía personarme esa misma tarde en una dirección pues se iba a hacer lectura del testamento de doña Nela. Me mostró la carta que iba dirigida a mí y lo ponía muy claro. Y allí fui nerviosa y turbada mientras mis manos sujetaban con ansia las asas de mi bolso. Me mandaron sentarme. Era una estancia amplia y elegante repleta de cuadros, libros y gente que nunca había visto. Me senté sintiendo tantos sobre mí que no despegué los ojos del suelo ni siquiera cuando un hombre de voz cálida nombró mi nombre y mi apellido. Después oí un rugido de voces que aún me intimidaron más. Hubo de ser el mismo hombre que al rato me tocó en mi espalda y sentándose a mi lado me preguntó si me encontraba bien, si había entendido lo que allí se había dicho. Levanté mis ojos muy despacio hasta cruzarme con los suyos y después negar con la cabeza.
Sí, señor Echagüe, doña Nela me había dejado parte de su enorme fortuna. Aquella situación me desbordó durante un tiempo. Menos mal que por este mundo hay gente buena, muy buena y conocí al abogado de doña Nela que no sólo me ayudó sino me dirigió mis pasos y me enseñó a caminar por la vida de doña Nela. Me traje a mi familia a España, me fui a vivir a casa de doña Nela conjugando su mundo y el mío. Invertí su herencia comprando la residencia que como bien sabe ahora se llama “Daniela Orcaríz de Mendoza” El marquesado de Villa de Cabra del Santo Cristo lo he heredado recientemente pues estaba en posesión de su único hijo que murió hace cuatro meses en accidente de coche. Pude intimar con él, un soltero recalcitrante, maniático, introvertido pero con la esencia de su madre. Sorpresa muy grande me llevé al ser nombrada su heredera universal.
Nunca me he casado. Vivo volcada en la residencia de ancianos y en mi familia. Tengo cincuenta y cuatro años y en plenas facultades físicas y mentales y, ahora, usted me pregunta si deseo tener algún tipo de relación seria con usted. Y la verdad no sé qué decirle. Llevamos dos años escribiéndonos desde que falleciera su mamá en este centro. Nos vimos en escasas ocasiones como los escasos desencuentros en los que aproveché para enfadarme con usted por dejar a su mamá sin cariño, sin visitas, sin compañía.
Me gustan sus letras, sus palabras poéticas que a veces se cuelan en sus renglones. Me he habituado a sus misivas y, si en alguna ocasión usted se retrasa en escribirme, siento un gran vacío en mí. ¿Qué significa eso? Aún no lo sé. Tal vez estemos condenados a tener una relación simplemente epistolar.
Un saludo cariñoso y deseando recibir cuanto antes sus palabras melosas
Exquisita Bendita Sánchez


4 comentarios:

Macondo dijo...

Qué preciosidad de carta, María Ángeles.

Ricardo Tribin dijo...

Te envío un fuerte abrazo!!! y un beso.

Ricardo Tribin dijo...

Querida amiga :

Me gustan tus letras, tus palabras , y todo lo que escibes.

Te dejo un besazo.

Ricardo Tribin dijo...

Aquí en Miami orando porque el huracán Mathew no se nos venga encima.

Abrazos y bendiciones.