sábado, 29 de octubre de 2016

RETRATO DE UN HOMBRE, JAIME


Jaime se despierta. Suda, su cuerpo se baña en agua al igual que las sábanas. Está desnudo, hace tiempo que duerme así. Se ha acostumbrado a no llevar nada encima, al menos en las horas nocturnas. Por el día va desnudo por dentro.
Está desorientado, no hay luz, no sabe dónde está. Se levanta a trompicones y ve una ventana y exclama al vacío ¡Una ventana!, y se precipita hacia ella. Mira con intensidad. Ve edificios sin luz, noche sin estrellas, farolas con suaves reflejos amarillentos, y nota ese aire de la noche que resbala por su piel vapuleando la cabeza a que se despeje y averigüe qué es todo aquello. Sonríe, suspira y vuelve, ahora, a mirar el paisaje dormido de una ciudad. El placer se va colando poco a poco por su cuerpo. Hasta un hormigueo por las manos le hacen sentir un orgasmo de libertad. Sí, libertad. Lo que para un simple mortal, un ciudadano corriente, la sensación de autonomía es intrínseca a su ser, para Jaime es mucho más. Había olvidado ese significado, se vio obligado durante siete años, dos meses y dicaseis días a borrar de su mente, de sus sensaciones, de su corazón, de su alma, autoestima y dignidad, la voluntad de volar, facultad que tiene el ser humano de obrar o no obrar según su inteligencia y antojo, el poder o privilegio que se otorga uno mismo. Todo eso lo tuvo hasta los cuarenta y tres años, luego lo perdió por una ambición, por una cleptomanía que se apoderó de él como un veneno que no notas cuando llega hasta que, en el último suspiro, percibes un adiós irreversible.
Jaime fue un chico que siempre destacó en lo que se propusiera. En sus genes brillaba la inteligencia, la clarividencia, espontaneidad, simpatía, el tesón. Su carácter era arrollador, se significaba por las causas justas convirtiéndose en guerrillero de élite en defensa del necesitado. Alguien, muchos, se fijaron en él y pronto fue un currante de bases de un partido político. Conoció a Triana, niña bien andaluza. Se casaron, tuvieron tres hijos… Jaime tenía todo, pero sobre todo, credibilidad.
Pero como el que fuma un primer porro, no tuvo miedo, es inocuo se dijo, y siguió y siguió fumando y bebiendo poder. Cuando ya estaba borracho de poder, cuando su perfil psicológico fue mutado al narcisismo, operando más allá de una legalidad simple, cuando su afán de poder era ya incontrolable, ya no hubo remedio. Jaime, el otro Jaime había muerto. Murió por el síndrome de hubris, concepto griego que significa desmesura. Murió como Aquiles, Hitler, Ícaro o Napoleón.
Sus huesos fueron enterrados en una cárcel cualquiera. De allí le llovieron juicios y pérdidas. Triana pidió el divorcio y la custodia de sus hijos. Perdió sus bienes, su casa, su autoestima, todo. Pero allí en aquel cementerio de hombres vivos aprendió lo mejor y lo peor de esa nueva condición de preso. Pero también recuperó su realidad, su nueva verdad.
Han pasado siete años, dos meses y dieciséis días. Hoy es el día uno en que Jaime se despierta en una noche oscura, sofocado y asustado. Enciende un cigarrillo, sigue desnudo exhibiendo un cuerpo atlético, en la cárcel se esmero en hacer mucho deporte para pagar sus penas y rabia íntimas. Su pensamiento en esa hora nocturna en que silba el silencio de la ciudad es cerrar un pasado, hacer borrón y cuenta nueva. La angustia, el desasosiego, el miedo el arrepentimiento, ya los deja fuera. No tiene nada, ni siquiera hijos ni amigos, hasta su madre murió de pena al saber la sentencia de su hijo modélico. Todo ha muerto para Jaime menos él mismo.
Siempre hay una mañana para empezar de nuevo. Es un don que regala la vida.
En la ventana de enfrente hay otro noctámbulo. Observa a Jaime. Le produce envidia cómo su vecino a esas horas fuma con placer, mira con rigor por ese trozo de agujero suspendido sobre el asfalto. Se encela de ese hombre que sonríe ácidamente. No entiende cómo él no se siente igual que el hombre desnudo.


La noche confunde, la oscuridad más. De sobra sabe Jaime que no es oro todo lo que brilla.

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