Jaime se despierta. Suda, su cuerpo se baña en
agua al igual que las sábanas. Está desnudo, hace tiempo que duerme así. Se ha
acostumbrado a no llevar nada encima, al menos en las horas nocturnas. Por el
día va desnudo por dentro.
Está desorientado, no hay luz, no sabe dónde está.
Se levanta a trompicones y ve una ventana y exclama al vacío ¡Una ventana!, y
se precipita hacia ella. Mira con intensidad. Ve edificios sin luz, noche sin
estrellas, farolas con suaves reflejos amarillentos, y nota ese aire de la
noche que resbala por su piel vapuleando la cabeza a que se despeje y averigüe
qué es todo aquello. Sonríe, suspira y vuelve, ahora, a mirar el paisaje
dormido de una ciudad. El placer se va colando poco a poco por su cuerpo. Hasta
un hormigueo por las manos le hacen sentir un orgasmo de libertad. Sí,
libertad. Lo que para un simple mortal, un ciudadano corriente, la sensación de
autonomía es intrínseca a su ser, para Jaime es mucho más. Había olvidado ese
significado, se vio obligado durante siete años, dos meses y dicaseis días a
borrar de su mente, de sus sensaciones, de su corazón, de su alma, autoestima y
dignidad, la voluntad de volar, facultad
que tiene el ser humano de obrar o no obrar según su inteligencia y antojo,
el poder o privilegio que se otorga uno mismo. Todo eso lo tuvo
hasta los cuarenta y tres años, luego lo perdió por una ambición, por una
cleptomanía que se apoderó de él como un veneno que no notas cuando llega hasta
que, en el último suspiro, percibes un adiós irreversible.
Jaime fue un chico que siempre destacó en lo que
se propusiera. En sus genes brillaba la inteligencia, la clarividencia,
espontaneidad, simpatía, el tesón. Su carácter era arrollador, se significaba
por las causas justas convirtiéndose en guerrillero de élite en defensa del
necesitado. Alguien, muchos, se fijaron en él y pronto fue un currante de bases
de un partido político. Conoció a Triana, niña bien andaluza. Se casaron,
tuvieron tres hijos… Jaime tenía todo, pero sobre todo, credibilidad.
Pero como el que fuma un primer porro, no tuvo
miedo, es inocuo se dijo, y siguió y siguió fumando y bebiendo poder. Cuando ya
estaba borracho de poder, cuando su perfil psicológico fue mutado al
narcisismo, operando más allá de una legalidad simple, cuando su afán de poder
era ya incontrolable, ya no hubo remedio. Jaime, el otro Jaime había muerto.
Murió por el síndrome de hubris, concepto griego que significa desmesura. Murió
como Aquiles, Hitler, Ícaro o Napoleón.
Sus huesos fueron enterrados en una cárcel
cualquiera. De allí le llovieron juicios y pérdidas. Triana pidió el divorcio y
la custodia de sus hijos. Perdió sus bienes, su casa, su autoestima, todo. Pero
allí en aquel cementerio de hombres vivos aprendió lo mejor y lo peor de esa
nueva condición de preso. Pero también recuperó su realidad, su nueva verdad.
Han pasado siete años, dos meses y dieciséis días.
Hoy es el día uno en que Jaime se despierta en una noche oscura, sofocado y
asustado. Enciende un cigarrillo, sigue desnudo exhibiendo un cuerpo atlético,
en la cárcel se esmero en hacer mucho deporte para pagar sus penas y rabia
íntimas. Su pensamiento en esa hora nocturna en que silba el silencio de la
ciudad es cerrar un pasado, hacer borrón y cuenta nueva. La angustia, el
desasosiego, el miedo el arrepentimiento, ya los deja fuera. No tiene nada, ni
siquiera hijos ni amigos, hasta su madre murió de pena al saber la sentencia de
su hijo modélico. Todo ha muerto para Jaime menos él mismo.
Siempre hay una mañana para empezar de nuevo. Es
un don que regala la vida.
En la ventana de enfrente hay otro noctámbulo.
Observa a Jaime. Le produce envidia cómo su vecino a esas horas fuma con
placer, mira con rigor por ese trozo de agujero suspendido sobre el asfalto. Se
encela de ese hombre que sonríe ácidamente. No entiende cómo él no se siente
igual que el hombre desnudo.
La noche confunde, la oscuridad más. De sobra sabe
Jaime que no es oro todo lo que brilla.
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