miércoles, 2 de noviembre de 2016

RETRATO DE MUJER, AMPARO

El reloj de la plaza da tres campanadas. Una luz blanquecina entra por la ventana. Amparo está desvelada y se levanta a correr las cortinas; con luz no puede dormir. No duerme desde hace tres años, un mes, dos semanas y cinco días, pero ella lo intenta con fruición cada noche al meterse en la cama y pensar en situaciones, imágenes gratas, como le ha recomendado el psiquiatra. Por mucho que rebusca en su mente cuando encuentra, sale huyendo de dolor, e imaginación no tiene para imaginar un mundo, una sensación, en el que quiera recalar. Porque Amparo desea morir, acabar de una vez, pero algo se lo impide. No es valiente, se acobarda con facilidad, es temerosa de un más allá del que tanto se ha hablado, pero que ella no capta.
Suspira, enciende a tientas la luz, busca las zapatillas y la bata. Mientras se lo pone agudiza la mirada entre esas cuatro paredes en las que cobija su pena cada noche.  Cuando la oscuridad baña las horas, hace que las sensaciones se acrecienten; las sensaciones negativas vienen a por Amparo y al punto de asfixiarla llega la luz del nuevo día y Amparo cae exhausta. Un par de horas en las que cae rendida en un viejo colchón, el mismo desde hace veinte años. Al cabo de ese tiempo, sus ojos se abren como un resorte, una trampilla tira de sus párpados y vuelta a empezar. Un día, otro y otro. La soledad martillea sus sienes, recorre una delgada línea invisible buscando el agujero por donde poder entrar al corazón de Amparo. Entra sin dificultad, sisea al oído de Amparo. A ésta se la semeja una serpiente que penetra lentamente, sin hacer ruido hasta que la retiene con su cuerpo, de pies a cabeza impidiéndola cualquier movimiento, varada en el vacío.
Se acerca a la ventana, la abre y el vientecillo de octubre entra silbando tempestades. ¡Cuánto daría por abrazar a sus hijos en ese momento!, pero una carretera secundaria de Valladolid a Rioseco se quedó con ellos. Venían de ver a los abuelos, los padres de Juan. Un atardecer despejado, los cuatro venían cantado “A la rueda, rueda, de pan y canela, dame un besito y vete a la escuela. Si no quieres ir, acuéstate a dormir”, letrilla fácil para que Juanito de dos años le fuera fácil aprender. Roque, como hermano mayor, instaba a su hermano a repetir y repetir una y otra vez. ¡Cuánto habían deseado esos hijos! Diez años de calvario para quedarse embarazada pero al final vinieron, llegaron como un regalo de vida para Amparo y Juan y, ¿para qué? Si la vida se truncó en una carretera comarcal. De frente venía un coche circulando por el medio de la calzada. Juan le hizo señas con los faros, pero aquel coche se empecinó en ir contra ellos. Segundos, instantes de tiempo suspendidos. Ruido, humo, fuego, silencio. Se terminó la historia. En el periódico del Norte de Castilla salió la noticia. Seis personas fallecidas, tres de ellas carbonizadas, un superviviente; Amparo que salió despedida por el parabrisas al no llevar cinturón. Dos minutos antes del accidente se lo quitó para coger del suelo el peluche que Juanito había lanzado. Ella estuvo un mes en la UCI, dos en enterarse del fatal desenlace.
¿Qué hago con mis cuarenta y un años? Se pregunta Amparo mientras mira por una ventana que la provoca para que vuele por ella. Pero es cobarde, miedosa y trata de que su fe vuelva aunque esta murió carbonizada también.
Ha comenzado a llover. Un relámpago lo anunció hace un rato. Amparo mira al cielo y ve otro y otro, hasta cuatro dibujos extraños de color blanco sobre la noche carbonizada y agua, mucha agua. Lluvia rabiosa llorando sobre su rostro, resbalando por las fachadas, estrellándose sobre el asfalto. Amaina, el agua es más dulce, oye un ladrido, después nada. Pero el ladrido vuelve, regresa quejoso, doliente. Amparo saca medio cuerpo fuera de la ventana para oír mejor, localizar el ladrido angustioso. Ahora lo vuelve a oír más cerca; tal vez dos portales más allá del suyo, no más. Y vuelve el aullido desconsolado y Amparo se acongoja; algo bajo la lluvia pertinaz sufre tanto o más que ella, y decide ponerse la gabardina y unos zapatos y zambullirse en medio de la noche. Cuando llega al portal y se queda varada en la puerta de la calle ya no se escucha nada, como si la lluvia hubiera barrido la vida. Decide volver a entrar cuando un aullido largo, denso, se queda colgado del silencio; vuelve a llover intensamente y un trueno cruza la calle. Amparo sale y busca por donde ella cree que viene el quejido, sin embargo falla, no encuentra nada. Dos rayos más iluminan la calle y, de pronto, en la acera de enfrente, en la entrada de un garaje percibe algo, cruza. Ya no llueve, diluvia.
Efectivamente. En un rincón pegado al portón de entrada al garaje hay un perro desmayado. Amparo se acerca con sigilo y su mano mojada y temblorosa se posa en el lomo del animal; este no se mueve, parece muerto. Un nuevo rayo cae con virulencia extrema y Amparo, del susto, se cae al lado del  perro muerto. Tarda unos instantes en reaccionar, los justos para notar algo al lado de uno de sus muslos. “Ratas”, piensa Amparo y el asco se apodera de ella que, además, la impide moverse. Cierra los ojos mientras que su muslo  se nota atacado por rasguños sin fuerza pero persistentes.
El camión de la basura se pone en funcionamiento. Son las seis de la mañana cuando comienza su labor diaria. Va al runrún cadencioso del ruido que le acompaña vaciando contenedores por las calles solitarias de una ciudad de provincias que aún duerme. Cuando llega a la calle de Amparo está amaneciendo en gris mortecino. Amparo se despierta, el ruido choca con su sueño. Se pasa las manos por el pelo; está mojado como toda ella. Tiene frío, está entumecida. Abre los ojos lentamente y lo primero que ve es un perro muerto; feo, grande. Vuelve la náusea y trata de incorporarse, pero cuando lo va a hacer, nota encima de ella, a la altura de su tripa un peso tan liviano como una pluma. Baja la mirada y ve tres bolitas de dos colores, negro con diminutas machas manchas tostadas. Se restriega los ojos para afinar la vista, y comprueba que son tres cachorros dormitando mientras que tiritan de frío…, como ella.
Los coge con cuidado, están húmedos, su contacto es gelatinoso a las yemas de los dedos de Amparo. Se incorpora con dificultad, cruza la calle, abre el portal. Se topa con vecino que huele a jabón. Amparo aspira con deleite ese aroma. Se monta en el ascensor, entra en casa y va al baño. Extiende una toalla en el suelo y deposita su botín. Los cachorros se estiran, tratan de ponerse en pie pero caen despanzurrados, apenas tienen fuerza pero se cobijan los unos en los otros formando una pequeña pelota. Amparo sonríe, siente ternura, tanta, que se asombra.
Mira el reloj. Son las ocho y media. Tapa a los cachorros con la toalla. Se hace café, se mete en la ducha. Hace la cama. Mira las Páginas Amarillas buscando un veterinario cercano. Lo encuentra. Llama y una voz en Off la comunica que el horario al público es de diez a dos y de cuatro a siete. Busca el bolso, busca en la cartera a ver si hay dinero. Vuelve a mirar el reloj. Diez menos cuarto. Se pone un chubasquero de plástico, se agacha, recoge sus presas y sale a la calle.
-¡Buenos días! Anoche encontré tres cachorros recién nacidos.
-¿Los trae para adopción o para que los veamos?
-Son míos-Amparo se acaba de escuchar. Su voz es resoluta.
-Bien, siéntese, por favor.
De esto, han pasado cuatro meses. Amparo es otra. Ella lo nota, los demás también. Por su rostro empiezan a relajarse los surcos del sufrimiento, las ojeras amoratadas van desapareciendo. Duerme mejor, más. Su mente descansa en un himpas.
Luz, Sombra y Noche, persiguen las zapatillas de Amparo, su juguete favorito, mientras Amparo embala enseres. Se muda. Esas cuatro paredes ya no la aprisionan. Desea irse de allí. Un camión de mudanzas la espera en la calle. Da una última mirada a la casa. Pasa por la habitación que fue de sus hijos y besa la pared; ahí quedan las huellas de Roque y Juanito, alguien las borrará. Ella lleva dentro de su corazón, de su cabeza, a los tres seré que nunca morirán mientras ella esté viva.

Atrás queda la ciudad. El camión se bambolea mientras Amparo sonríe y siente pequeños mordisquillos en sus manos que salen del cesto que lleva encima. Se va lejos, muy lejos. El mes pasado leyó que hay un pueblo cerca de Granada que busca habitantes. No lo pensó dos veces. Una fuerza interior tira ahora de ella. Hizo sus indagaciones, la entrevistaron varias veces por teléfono. La dan una pequeña casa con patio. No necesita más. Ferreira de Monte Santo les espera. Amparo no se siente sola.

3 comentarios:

Nómada planetario dijo...

Es cierto que los perros dan mucha compañía, a veces parece que son los únicos que nos entienden.
Un abrazo.

Alondra dijo...

Leerte es siempre un placer. Tienes el don maravilloso de hacernos sentir parte de tus historias.
Un abrazo afectuoso.

Macondo dijo...

Qué historia tan humana, tan bonita, tan creíble y tan bien escrita.