Te lo debía, Carmen…
Me acuesto y me levanto con la misma rutina: miro
por la ventana. La calle dormida, el asfalto sonámbulo, y la casa de enfrente,
el número 16… Mi último recuerdo, mi primer pensamiento es ese balcón, ese
mirador, hogaño ambos abandonados. Sin embargo no fue siempre así. Allí
resplandecían las macetas mimosas a pesar del rigor del invierno castellano.
Esa luz tenue y confortable cuando el resplandor natural se había fugado, tu
balcón, tu mirador se encendían de paz y recogimiento. Crecí al amparo de esa
imagen mientras tú me mostrabas el mundo de los adultos. Fuiste una especie de
hermana mayor que me leías los claroscuros de la vida, mis cimientos se
amamantaron de ti aunque nunca aprendí tu entrega, resignación y sacrificio.
Tal vez por eso me difuminé de tu vida.
La bondad era intrínseca a tu persona y la
realidad que dibujaste a tu alrededor, descarnada. Renunciaste a todo por nada.
Carmen sigo sin entenderlo.
Te abandonaste al destino sin salir a combatir, ni
siquiera en tu muerte, ahí sola dijiste adiós sin hacer ruido para no molestar.
Carmen, sigo sin comprender tu postura dramatizada por tu compostura.
Cierto, tus sueños, ¡Ninguno!, se cumplió y fuiste
soltando amarras para agarrarte a la esclavitud de la renuncia. No me entra en
la cabeza, Carmen.
Eras alegre, vital, parlanchina, disfrutona, leal
y conciliadora y, de pronto, te fuiste olvidando de tu esencia… Algún capítulo
me perdí en aquel entonces.
Yo era tu niña, doce años nos separaban, pero tu carácter
no tenía edad entonces, ¿cuándo comenzó tu declive, tu crepúsculo? Dime…
Acaso, ¿cuándo se fue el gran amor de tu vida?,
¿cuándo renunciaste obligada a tu negocio? Tal vez, ¿cuándo te viste abocada a
cuidar de una madre usurpadora de tu vida? O, ¿Cuándo te defenestraron a una
calle sin salida? Dime…
Te perdí en las brumas del tiempo, quizá de Semana
Santa a Semana Santa nos encontrábamos detrás de un cirio y me balbuceabas
soledades con una media sonrisa entre la nostalgia y la acidez de tus sombras.
Hasta que un buen día te encontré por la calle, arrastrabas tus pasos, la ropa
que vestía a tus huesos, de holgada y trasnochada, se caía en la acera. Te
mire, tu pelo no era el tuyo, tus ojeras azulinas, tu voz sin expresión, tus
ojos grises sin gris. Te estabas muriendo. Un cáncer había venido a por ti. Y
te fuiste un veinte de diciembre con el mismo sacrificado silencio que te
impusiste. Sonó mi móvil, eras tú, pero la voz que salió de él era la voz de un
hombre sin expresión comunicándome que te habían enterrado en la afonía de la
soledad.
Hubo un tiempo que al acostarme, creía ver una
candela en tu mirador, en tu ventana. Candela temblona, pero luz. Entonces
pensaba que eras tú que aún morabas en las paredes de un tercer piso. Que te
resignabas, ya tarde, a abandonar este mundo. Quería pensar que era tu espectro
que seguía allí. Y comencé a hablar contigo cada noche. Una variedad de
diálogos sordos instauré entre tu ausencia y la mía. Otro día vi que sacaban a
plena luz del día muebles de tu portal. Enseguida los reconocí ¡Qué coraje me
sobrevino!... Otro día vi a un hombre colgando de tu balcón un letrero “Se
vende” y, una noche, cuando me iba a dormir, saliste al encuentro para decirme
adiós y te fuiste sin más.
Hoy, cada noche y cada mañana, me despierto y me
duermo con el hermetismo de tu ausencia.
1 comentario:
Me encanta cómo cuentas cosas y sobre todo personas.
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