Miré la hora. Cuatro menos cuarto de la madrugada y
silencio total. No sé por qué pero un leve escalofrío recorrió mi cuerpo. Miré
hacia la ventana, la persiana estaba levantada y vi una sombra pasar. Apagué la
luz y me arrebujé en las sábanas sin dejar de mirar al cristal, yo había visto
precipitarse una sombra, no era una ilusión óptica, de eso estaba segura. Tuve
miedo.
Tres meses atrás…
Me costó abrir la puerta. No había vuelto desde la muerte
de mi madre, días después ingresamos a mi padre y la casa se cerró, ninguno nos
preocupamos por ella, de eso habían pasado dos malditos años. Tiempo que a mí
me fue de mal en peor. Perdí el trabajo, aborté perdiendo a mis gemelos y
terminé divorciándome. Paco, un putero. ¿Algo bueno? Absolutamente nada. Solo
me quedaba el refugio de mis padres, la casa. Mis dos hermanos, uno vive en
Ginebra y otro en Chicago, y mi padre olvidado en una residencia de ancianos.
En los dos años habré ido cuatro veces a verle, no más. Mis hermanos, ninguna.
Me dicen “¿Para qué? Ni se entera de quiénes somos” A lo cual les respondo en
silencio “¡Ojala pareciera yo Alzheimer y olvidarme de mis desastres!”
Olía a rancio, una nube de polvo en suspensión la hacía
misteriosa. Dejé mis pertenencias en el hall; dos maletas enormes y una bolsa.
Hay tres puertas selladas, abro la primera, el salón, las rendijas de las
viejas persianas dejan entrar unos rayos sombríos que se depositan en los
rincones; en uno de ellos está el enorme esqueleto de la planta favorita de mi
madre. De repente me pregunto “La dejamos morir o, ¿la matamos?” Dejo el salón atrás
y abro una segunda puerta; la cocina. Devastada por el tiempo, tres vasos con
pintura de labios en sus bordes, cinco platos con restos de comida convertida
en moho, un par de telarañas alrededor de las banquetas y virutas de polvo
girando sobre sí mismas. Abro la nevera, me ha entrado sed, el tufo que sale me
hace cerrarla; está encendida. Me voy de allí y abro la tercera puerta, el
pasillo. Inconscientemente cuento las puertas que guarda aquel largo
rectángulo; nueve. Una ventana deja entrar la única alegría que parece viva en
esa casa, la luz de un otoño temprano. Voy abriendo puertas como escandalosos
recuerdos que me van surgiendo en el desván de la memoria. Todo parece haber
sido usado ayer si no fuera por ese maldito polvo y las telarañas. Tres camas
sin hacer, armarios abiertos, plantas disecadas, pelos en la bañera, periódicos
en el suelo… Abro la última puerta, mi dormitorio, el de la juventud perdida
que mi madre quiso guardar tal como lo dejé al casarme. Pulcro, ordenado,
parece mentira que esté así después de haber visto el resto de la casa. Me
siento al borde de la cama y no dejo de preguntarme “¿Qué ha pasado durante
este tiempo dentro de estas paredes?”
Mi móvil suena, es Patricia mi amiga de la infancia que
llama para saber si he llegado bien. Respondo lacónica y ella me dice que esa
misma tarde mandará a su asistenta, estará conmigo los días que la necesite
hasta que esté la casa habitable. Me ofrece que me quede en su casa mientras la
mía, la de mi padre más bien, esté habitable. Rechazo cortésmente su
ofrecimiento, prefiero hundirme en esa soledad, me lo pide la cabeza, me lo
solicitan las entrañas.
Pasaron seis largos días hasta que por la casa comenzó a
desfilar vida, aire fresco, aroma de recuerdos impregnados de ayer. Por las
noches apenas podía dormir. Nunca había sido miedosa, sin embargo ahora sentía
el miedo pegado a mis pestañas, sólo el influjo de la luna calmaba mis nervios
hasta que caía rendida y, hasta ese momento, me dedicaba hacer recuentos
mentales, parecía como si esa luna nocturna me indicara que lo hiciera; todo lo
iba anotando en un cuadernillo que encontré en el despacho de mi padre. Anoté
desde el instante en que decidí no tirar el esqueleto de la planta favorita de
mi madre. ¿Por qué esa decisión absurda de guardar una naturaleza muerta? No lo
sé, sí sé que empecé a regarla cada dos días, poquitas gotas, tal como mi madre
lo hizo durante años.
El edificio de cinco pisos con dos casas por planta
estaba todo habitado, había tenido la oportunidad de coincidir con los vecinos
que iba catalogando nada más entrar en casa. Todo era gente nueva exceptuando
la del segundo izquierda, la viuda de Aguirre y Anglada, familia de rancio
abolengo en la ciudad de mi niñez. Por ella parecía que no hubieran pasado los
años, un pacto con el diablo la debió venir a socorrer, era la única
explicación. Recuerdo que fue la primera viuda del edificio, luego al poco
tiempo fueron muriendo a cuenta gotas el resto de los hombres del edificio,
todos seguidos de intervalos de tres, cuatro meses, dejando solo viudas menos
un viudo, mi padre. ¡Curioso!
Y desde ese momento de mis recuentos anotados con todo
detalle en el cuadernillo, comenzaron a pasar cosas muy extrañas. El periódico
El Norte De Castilla catalogó el edifico como la casa maldita; cada dos
semanas, alguien se tiraba por la ventana. Lo terrorífico es que yo los veía
caer. Siempre de noche, descolgándose por el cristal de mi ventana, una sombra
se precipitaba. De nada servía que el edificio estuviera vigilado, custodiado
por policías de traje o camuflados… Siempre en las noches de los martes y todos
hombres. Nadie entendía nada y las pesquisas de la policía no daban fruto
porque ciegos eran los datos hasta entonces. Por supuesto, al ser suicidios,
los psiquiatras estaban en jaque sin explicaciones coherentes. Todos los
suicidios correspondían a gente normal sin haber dado señales de desequilibrios
mentales anteriormente, ni siquiera problemas acuciantes en sus vidas.
Yo callaba, estaba aterrorizada, nada dije a la policía
de las sombras nocturnas; algo dentro de mí me amordazaba.
Ayer cuando entraba en el portal coincidí con la viuda de
Aguirre y Anglada. Me miró de una forma rara, como si quisiera desnudar mis
pensamientos, después me sonrió de una manera aún más extraña y acariciando mi
rostro me dijo:
-Tranquila, Ana, esto se va a acabar. Quien sea, tengo el
pálpito que se ha vengado ya de todos sus rencores-la miré sin comprender.
Esta noche vi la sombra caer, menos mal que estaba la
luna haciéndome compañía.
Me he levantado temprano, he oído un jaleo por las
escaleras y he abierto la puerta. Un policía subía en ese momento.
-Por favor, métase en casa. Ha habido otro suicidio-le he
mirado perpleja pero he sido capaz de articular una pregunta.
-¿Quién ha sido?
-La anciana del segundo izquierda- y yo he musitado “La
viuda de Aguirre”
Me he metido en casa temblando, me he tomado un café para
entrar en calor y me he sentado en el salón con la mente en blanco. Mis ojos han
ido a tropezar con el esqueleto de la planta de mi madre. No lo veía como otros
días aunque por más que miraba no sabía el porqué. He decidido levantarme y he
visto, por fin, la diferencia. Un escalofrío hiriente ha recorrido toda la
columna vertebral.
Han pasado dos meses desde la muerte de la viuda de
Aguirre y Anglada, no ha vuelto a haber más suicidios. He salido a la calle, es
un invierno benigno. Me he acercado a ver a mi padre y hemos dado un paseo. Me
hace sentir ternura, paz, cada vez que estoy a su lado; me sienta bien estar
junto a mi progenitor.
A la vuelta he abierto el buzón, mucha correspondencia.
Me he sentado en el salón con mi copa de tinto, he vuelto a reanudar la viejas
costumbre de tomar una copa de vino al medio día. Me gusta su color, su aroma
me ayuda a recordar. He abierto todos los sobres y el último me ha dejado sin
aliento; venía a mi nombre. Dentro una carta, sin fecha, solo cinco líneas.
Ana, ya no temas nada. Te he vengado, me he vengado. Te
paso el testigo. En este edificio los hombres nos han tratado mal. Infieles
hasta la médula, menos tu padre, pero he hecho justicia, tranquila, ya todo ha
pasado.
Siempre cuidaré de ti
Patricia Estévez, viuda de Aguirre y Anglada
He levantado la mirada que ha chocado con el esqueleto de
la planta de mi madre; ya tiene cinco hojas y diminutos brotes.
Lo curioso, lo inquietante, es que la misiva de la Viuda
de Aguirre y Anglada está escrita con mi letra.
He ido a mi dormitorio, he bajado la persiana decidida a
nunca más ver el influjo de la luna.
1 comentario:
¡Impresionante! Me has tenido anclada en tus letras desde el comienzo hasta el final-
¿Será que su espíritu, me refiero al se la viuda de Anglade, quiere revivir en tu cuerpo?
Si soy yo, me echo a correr y todavía no he parado. No se te ocurra aceptar el testigo.
¡Vaya imaginación la tuya! Felicitaciones y cariños.
Kasioles
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