Hola, me llamo Amaya. Mi nombre no me gustaba ya desde
pequeña, menos que me llamaran May en todas partes pero, bueno, todos crecemos
con algún complejo y el mío era ese nombre que se la ocurrió a mi madre por
llevar la contraria a su suegra.
De mi vida no hay nada que destacar, ninguna notoriedad
en mi aval personal. Soy la pequeña de cuatro hermanos que no nos parecemos en
nada; cada uno es un mundo en sí mismo. Yo soy una mezcla de mi padre y de mi
madre. De mi progenitor he sacado mi verborrea, no me callan ni debajo del
agua. De mi madre, el amor al arte. Su sensibilidad hacia las cosas hermosas
aún taladra mis recuerdos de ella. De ambos tengo su constancia, su lucha, una
manera de sobrevivir muy particular aunque tenga la soga al cuello, y ser muy
amante de mi gente a la cual adoro y me entrego a ella sin restricciones.
No soporto las miradas lastimeras de la gente, ni
siquiera la de los amigos. A cada uno le toca vivir su propia historia. Tú la
cimientas y la vida se encarga de desbaratártela. No me planteo pensar en la
buena y en la mala estrella, ¿para qué? ¿Acaso me resolvería algunos de mis
conflictos o dificultades? Pues no, así que tiro de mi carro como buenamente puedo
y como Dios me da a entender porque, eso sí, soy creyente de que hay un Dios.
Soy católica practicante. Muchos me preguntan si eso me sirve para algo y
siempre contesto lo mismo. Un sí tajante y sin fisuras. A mí, Dios me ayuda
aunque parezca lo contrario. Le siento a mi lado, más, en días oscuros cuando
me falta hasta el aire que respiro.
Provengo de una familia acomodada. Mis hermanos no
quisieron entrar en el negocio familiar; yo sí. Mi madre murió cuando yo era
una joven de apenas 18 años. Mis hermanos volaron pronto de casa y mi padre y
yo formamos un tándem perfecto. Él se acopló a mi ritmo de vida y yo al de él;
donde estaba la soga, se hallaba el caldero.
Líos de familia, malas inversiones y peores consejos, nos
hicieron perder casi hasta nuestra propia identidad. Perdimos todo, hasta la
casa. No mudamos a un piso bajo, modesto, chiquito y la dignidad la pusimos
nosotros. De aquel desbarajuste económico tan solo quedó un pequeño local muy
lejos de donde vivíamos al cual me traslado cada mañana en un peregrinaje de
una hora de ida y otra de vuelta. Reducimos todos los placeres al mínimo. Solo
nos quedaron la lectura, unos pocos amigos y el periódico que compraba cada
mañana; era un placer que a mi padre no se lo iba a quitar. El pequeño negocio
daba de sí lo que daba ya que estaba enclavado en una barriada humilde. Lo fui
adaptando a las necesidades haciendo hasta encaje de bolillos y vendiendo de
casi todo con tal de que, al apagar la luz cada noche, el estómago lo
tuviéramos medio lleno y las facturas pagadas.
Tuve un novio durante diez largos e intensos años. Estaba
loca de amor y con él aprendí a ser o sentirme mujer. Perdí la virginidad en
sus brazos rudos de hombre de campo, de nuestro amor hicimos un hogar y fui muy
feliz. Quise ser madre pero mis ovarios eran inservibles ¡Qué buena madre
hubiera sido!, pero se me negó y lo acepté. A todo esto mi padre, aunque de
mente aperturista, no llevaba bien eso de no estar casada y viviendo en pecado
los fines de semana, así que a Paco le apreté las tuercas y después de
ronronear durante meses la idea del matrimonio, una tarde de un sábado de
febrero después de haber hecho el amor me dijo “Mañana mismo hablamos con el
cura” Y hablamos, y me compré el vestido y preparamos el bodorrio, pero quince
días antes de dar el sí quiero, Paco se presentó una noche en casa, mi padre y
yo estábamos cenando, su semblante era serio, tal vez demasiado taciturno, y
sin más preámbulo me dijo que no estaba preparado, no se podía casar “Estate
tranquila, yo te quiero, pero no me puedo casar contigo ni con ninguna” Rompí
con él, creo que por rabia y el coraje que me dio que me dejara plantada, como
quien dice, delante del altar. Decisión que me he arrepentido muchas veces de
haberla tomado porque él me sigue queriendo a su manera, pero lo hecho, hecho
está. De Paco me queda un par de revolcones al mes que nos damos y luego cada
uno sigue su vida.
Mi padre murió hace cinco años de cáncer de pulmón a los
87 años; se fumaba hasta el papel de periódico, pero yo me digo que esa maldita
palabra que siega vidas desde pequeños, no segó a mi padre; a él le dio tiempo
a vivir de todo, no como otros.
Su ausencia me sumió en una honda tristeza casi rallando
la depresión pero un revés económico no me dejó regodearme de mi pena. Sin la
pensión de mi padre volvía, esta vez en solitario, a la vulnerabilidad económica;
casi me cortan hasta la luz si no llega a ser por una clienta que me habló del
programa de estudiantes extranjeros. Fui a la Universidad a enterarme, luego al
ayuntamiento y después de recorrer las cuatro esquinas, rellenar miles de
formularios, entré en el programa. Ahora tengo dos estudiantes viviendo en casa
conmigo, cada tres meses me llegan unos distintos. Con todo el dolor de mi corazón,
recogí el santuario de mi padre que era su dormitorio y lo acoplé a mi nuevo
ritmo de vida.
Cuando todo parecía que volvía a funcionar, cogí una
gripe de la cual no me recuperaba por más antibióticos que me echara para el
cuerpo. Comenzaron a hacerme pruebas hasta que se destapó el pastel: cáncer de
pulmón. Nunca había fumado. Me extirparon un trozo y luego vino la quimioterapia,
el mal cuerpo, adiós a mi pelo, lo más
bonito de mi persona. Me fui a vivir a Barcelona a casa de mi hermana a que me
cuidara. Tuve que cerrar mi negocio, dejar los estudiantes. No tenía donde
caerme muerta. Mis hermanos, entre todos, seguían pagando el alquiler de la
casa para que no la perdiera, pero yo, a esas alturas de la película, todo me
importaba una mierda. Me encontraba tan mal física y anímicamente que quería
bajarme del mundo, allí no pintaba nada. Ni fuerzas, ni energía, ni ilusión, ni
esperanza.
Uno de los día que tenía que ir a “La Barbería” como así
llamaba a las sesiones de quimio pues los asientos me recordaban muchísimo a la
barbería donde iba mi padre, cuando me enchufaron a la máquina, cerré como
siempre los ojos, dos largas horas me esperaban sentada allí. Iba sola y luego
me recogía mi cuñado, o mi hermana, depende. Muchos iban acompañados. Mientras
recibían “El rico elemento” en sus cuerpos charlaban o veían la tele; yo no. Ni
hablar ni ver, ni nada.
Cuando estaba en mi nube con los ojos bien apretados, oí
una voz a mi izquierda “¿Por qué cierras los ojos? Se te ha escapado una
lágrima y esto no duele” Abrí lentamente los ojos y giré con esfuerzo la
cabeza. Una diminuta bola de billar que lo único que tenía en su rostro eran
dos lunas inmensas del color del chocolate me miraban. Su piel era tan cetrina
como desvaída, tan azul como pálida. Su boca perfilada de dos labios finos me entregaba
una pequeña sonrisa. ¿Qué edad podría tener aquella criatura?, ¿ocho, diez años?
No más. Mis ojos no podían ya cerrarse, estaban borrachos del candor con el que
me miraba aquel niño. Me puse a llorar sin freno, no podía parar aquel llanto
tan absurdo como inapropiado, parecía como si mis penas, hasta entonces
guardadas en mi corazón, se escapan de mí, se liberaran de mi cerebro, no sé
cómo explicarlo…
-Me llamo Juan, ¿y tú?
-Amaya.
-¡Cómo mola tu nombre!... Yo vivo aquí dentro, ¿y tú?
Aquel día vomité todo mi dolor, mi impotencia, rabia y el
posible rencor acumulado. Juan y yo nos hicimos amigos y siempre que me
encontraba bien, iba a verle y contarle cuentos. Juan murió un 15 de agosto.
Murió en su última batalla mientras su
madre le leía Pulgarcito, su cuento favorito. Le enterraron con la sonrisa colgada
de su pequeña boca, parecía un ángel de alas recortadas.
A los cinco meses me dieron el alta. Dos más estuve en
casa de mi hermana y volví a mi vida. Mi pequeño negocio, mis estudiantes y
ahora he añadido a mi repertorio a mis ángeles a los cuales voy a ver dos días a la semana.
Son un libro abierto de vida, una escuela perenne de aprendizaje. Cuando entro
en su planta ya oigo chillar “Amaya, Amaya, ya viene Amaya”
¡Cómo me gusta escuchar mi nombre!
1 comentario:
Impactante relató, mi muy querida Ma.Angeles.
Fuerte abrazo
Publicar un comentario