Carlos
se ha despertado sobresaltado. No sabe qué sonó antes si el despertador o la
llamada del móvil. Apenas pudo tartamudear un par de palabras. La noche
anterior había caído rendido en la cama…
A mediados de septiembre, cuando aún el calor
aprisionaba el asfalto de las calles sevillanas, Carlos salía a hacer la ronda
diaria que consistía en ir mirando los ventanales de bares y comercios de su
barrio, Heliópolis. Guardaba la esperanza maltrecha de encontrar una señal en
ellos que dijera “Se busca empleado, camarero…”, lo que fuera, pero un trabajo.
Aquel día, 15 de septiembre, cinco años atrás, hacía un calor asfixiante y en
su cartilla apenas 300 euros como última fortuna. Tenía tanta sed que al pasar por una tienda de
ultramarinos vio un cartel que decía “Bebidas frías”. Mentalmente pensó que
siempre daría más de sí una botella de agua de litro y medio que una cerveza
por mucho que fuera esta última lo que más pidiera su cuerpo beber. Rastreó en
el bolsillo y palpó unas monedas y con ellas agarradas a sus dedos entró. Un
ventilador de aspas grande colgaba del techo agitando el aire caliente y bajo
el ventilador, un hombre entrado en muchos años a sus espaldas tratando de
levantar una caja muy pesada para aquel cuerpo comenzado a curvarse.
-Espere,
espere, déjelo en el suelo, se lo levanto yo-dijo Carlos.
El
hombre levantó su rostro sudoroso. En mitad de su nariz aparecían unas viejas
gafas apostilladas a punto de precipitarse al vacío. Y el hombre se dejó
ayudar, y después de esa caja vinieron más. La tienda era un colmado de cajas
sin abrir, mercancías secretas esperando su colocación y Carlos, olvidando el
calor, se puso a llevar y traer las cajas de un lado para otro tal como le iba
indicando el dueño de la tienda. Por lo menos habría pasado más de una hora sin
que nadie entrara en la tienda, sin mediar más palabras que indicaciones de un
hombre a otro.
-¿Una
cerveza, chiquillo?
-No,
muchas gracias, no puedo pagarla, pero sí una botella de agua-contestó Carlos
sonriendo.
-Invita
la casa-contestó el dueño mientras descorchaba dos cervezas- ¿Vives por el
barrio?-y tendiéndole la mano dijo “Soy Manuel”.
-Carlos…
Sí, vivo aquí desde que nací. No conocía esta tienda y tiene su puntito-contestó
Carlos mirando a su alrededor y deleitándose entre las hileras de baldas, la
mayoría vacías pero las que estaban con género, un orden reinaba en ellas.
-¿Del
Betis?-preguntó Manuel escrutando con sus ojillos a Carlos.
-¡A
muerte!-y los dos se echaron a reír-… No tengo nada que hacer, si me permite le
ayudo. Además, aquí dentro hace algo más de fresco que ahí fuera.
Y
así comenzó la relación entre Carlos y Manuel. Mientras vaciaban cajas, se
ordenaba aquel pequeño recinto medio abandonado, fueron desgranando sus vidas.
Uno, viudo y desde entonces tratando de sobrevivir mientras añoraba a su fiel
escudera Hortensia, sin hijos y habiéndose hecho cargo de las obras de caridad
de su mujer. Carlos, veintinueve años, en paro desde los 26, sin novia, con tres
amigos que estaban casi como él y viviendo con su madre viuda cuya pensión
apenas alcanzaba los cuatrocientos euros. Y Manuel contrató a Carlos. La tienda
de ultramarinos al principio no daba casi ni para vivir a Manuel y lo poco que
sacaba era para pagar la mercancía, pero contrató a Carlos que en los primeros tiempos le pagó con latas de
conserva a punto de caducar. Abrían todos los días de la semana, Manuel no
estaba de acuerdo pero Carlos insistió convenciéndole que los fines de semana
lo que tenía que hacer era irse al comedor del Pumarejo, de las Hermanas de la Caridad
donde Hortensia había guisado tantos años, y que se
mantenía actualmente estabilizado en unos 300 almuerzos diarios. Sor
Esperanza, la directora, agradecía todo lo que Manuel llevaba y más, sus guisos
hechos a fuego lento las noches de los viernes. Mientras, en aquellos fines de
semana Carlos se iba haciendo con un público heterogéneo, igual vendía alcohol
que una lata de sardinas, unas lentejas que unas alubias. La simpatía de
Manuel, su buen hacer, iba ganando clientela fija. Colocó un cartel que versaba
“No se fía” pero con permiso de Manuel bajaba el precio a quien viera
necesitado.
Cuando a Manuel le comenzaron a fallar las piernas, la ruta que hacía
como voluntario de “Levántate y anda” cada noche del año para ayudar a los sin
techo, pasó el testigo a Carlos. Manuel se quedaba en la tienda, abierta hasta
las doce y Carlos se iba a recorrer las calles sevillanas prestando su ayuda.
Mantas, café, caldo, conversación..., lo que hiciera falta en cada ocasión. A Manuel no le hizo gracia quedarse en la
tienda. A esas horas tenía un público que no le pillaba el punto, pero Carlos
le dio unas cuantas lecciones. Le habló de los asiduos, de los que no, de lo
que debía vender y lo que no. “Nos hemos convertido en una tienda de chinos,
cualquier día dormimos aquí dentro, la vida es algo más” Rezongaba Manuel, pero
Carlos le calmaba diciéndole que necesitaba reflotar el negocio “¿Para qué?”
Protestaba Manuel “No necesito tanto dinero” A lo cual Carlos le contestaba “Medio
millón de personas está sin hogar, necesitan tu dinero” Y con esto Manuel
callaba y claudicaba.
…Carlos se mete en la ducha mientras su madre le prepara ropa limpia.
Sale corriendo hacia el hospital, pero cuando llega solo le pueden oficializar
la muerte de Manuel. Dos navajazos terminaron con su vida. Ni siquiera fue un
intento de robo pues solo echaron de menos el DNI y las gafas de Manuel, un
vecino desde la ventana lo vio. Por lo visto quiso parar la reyerta entre dos
paisanos pasados de vuelta en la acera del colmado. Cayó al suelo pero se
levantó y fue capaz de meterse en la tienda. El vecino se levantó a las cinco
para ir a trabajar y vio el colmado abierto. Entró y encontró a Manuel en medio
de un charco de sangre. Fin.
Los domingos, la madre de Carlos va A Pumarejo, Carlos sigue recorriendo
las calles de Sevilla cada noche. Heredó el colmado con ciertas condiciones que
impuso Manuel en su testamento “Sábados y domingos por la tarde el colmado de
Manuel permanecería cerrado al igual que sus puertas se cerrarían todos los
días a las diez de la noche. Hay que disfrutar y vivir también” Y Carlos así lo
hace. Se acaba de casar con Triana, una voluntaria de Caritas que conoció
atendiendo a un borracho. Por cierto, el borracho se llama Manuel. Ha dejado de
beber y trabaja en el colmado. Fue una señal que Carlos sintió al registrar en
los bolsillos del borracho y encontrar envuelto en una hoja de periódico, un
DNI y unas viejas gafas de leer… Eran de Manuel.
1 comentario:
Amiga querida,
Hoy recupere mis gafas de la óptica a las que se les habían caído los lentes.
Un abrazo grande
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