Menudo disgusto
tiene don Servando; maldice y maldice sin atisbo de arrepentimiento. Pasa por
el Altar y apenas mira a su Señor por miedo a que le eche en cara que esa
actitud no es de un cura. Pero, ¿Qué cura va a ser si no sabe cuidar de sus
ovejas? Si éstas se le han desmadrado y ya no impone ningún respeto… ¡Ah! Qué
tiempos aquellos en los que don Servando paseaba por la alameda, y todo aquel
que se le cruzase le miraba con respeto y, algunos, hasta con devoción. Tiempos
en que recibía lo mejor de la matanza de sus feligreses estaba en la despensa
de don Servando, tiempos en que sus obras de caridad eran conocidas por toda la
provincia. ¿Por qué? Su acólito, Fernandito, cada misa, rosario, novena y
funeral, recorría los bancos de la iglesia y todos, cada uno de los devotos que
llenaban cada día la parroquia depositaban, en el cestillo de Fernandito,
monedas y billetes.
Sus homilías eran
escuchadas con más pasión y fervor que las mismísimas palabras del Caudillo de
España. Pero han pasado treinta y siete
años de aquello y a su humilde iglesia no va ni Cascorro, el borrachín del
pueblo que se pasaba las horas muertas en el penúltimo banco durmiendo la mona.
Ha tenido que reducir sus homilías, apenas doña Sepúlveda y Paquita la del
churrero, son sus oyentes más fervorosas. Ha tenido que disminuir las misas, ni
muertos hay para oficiar un triste funeral. El rosario lo reza con Leocadio,
más sordo que una tapia y que le da igual una novena que un vía Crucis. ¿A
dónde fueron a parar los ricos chocolates con finos picatostes de las tardes de
domingo en casa del señor alcalde? Si ahora el alcalde es agnóstico aunque don
Servando va mucho más lejos y piensa que su iglesia está en medio de un nido de
ateos.
Las cosas comenzaron
a ir mal cuando la democracia llegó y los socialistas subieron al poder allá
por mil novecientos ochenta y dos. Pero el colmo de los colmos es que ahora
gobiernan los populares y no sólo siguen en el empeño del matrimonio
homosexual, es que no quitan la ley del divorcio ni el maldito aborto… ¡Señor,
Señor! Dónde vamos a ir a parar…
Sin embargo eso en
estos momentos es pacata minuta para este cura enfurecido, lo que de verdad le
preocupa a este hombre dedicado a Dios desde hace más de cincuenta años ya no
es que haya perdido predicamento entre su rebaño sino que le roban, le roban la
nada que entra en su parroquia.
Primero le robó
Fernandito, su acólito, hubo de hablar con él y descubrió que realmente era un
mandado de su madre con lo cual fue a hablar con ella y, efectivamente, eran un
encargo de una madre desesperada porque habiendo enviudado tenía que sacar a
sus cinco retoños con unos ingresos efímeros. Así que don Servando de la nada
que entraba en su parroquia cada día daba algo a Fernandito. Incluso fue a pedir
al colmado de Eladio unos garbanzos, unas alubias, arroz… lo que fuera. A
regañadientes se lo dio, claro, a cambio de un par de velas por su alma ya que
Eladio era temeroso de Dios aunque no pisara la iglesia.
Escribió al
arzobispado para contar su situación desesperada, pero le contestaron que “ajo
y agua” y don Servando cayó y empezó a peregrinar por las casas de los
pudientes del pueblo que cada vez eran menos. Cuando esta salida se acabó,
comenzó a tirar de sus precarios ingresos hasta quedarse sin velas en la
parroquia, Dios se iluminaría solo, pensaba el pobre cura.
Una noche tuvo un
sueño que, además de discutir con su Señor por permitir tanta hambre, soñó que
guardaba bajo siete llaves tesoros parroquiales que sólo sacaba una vez al año
en las fiestas de la Purísima, lo cual era verdad, pero vio en su sueño que iba
al Monte de Piedad de la capital a empeñar las joyas para poder seguir ayudando
a los más desfavorecidos… Se despertó sobresaltado, sudoroso tratando de
recordar toda aquella pesadilla. Cuando lo hizo sonrió, Dios, su Señor, no le
había abandonado, pensó el muy ingenuo. Se levantó y, cogiendo las llaves del
armario en el que guardaba los tesoros fue a contabilizar lo que le podrían dar
en la casa de empeño, pero el sueño no le había desenmascarado su pesadilla
real pues al llegar al armario descubrió con gran zozobra que tales tesoros
había desaparecido, ¿cuándo? Y quién lo sabe… Volvió a su lecho a calentarse
los huesos y la pena.
Y, así, comenzó su
calvario particular. Poco a poco, este cura hecho a la antigua usanza agotó sus
posibilidades de supervivencia en favor de su rebaño hasta que un buen día sus
dos feligresas más piadosas e incondicionales se sobresaltaron al ver que don
Servando no había abierto las puertas para misa de ocho. Esperaron y esperaron
inútilmente y, cuando se cansaron de esperar, fueron al cuartel de la
benemérita a dar razón de lo acontecido.
Al forzar la puerta
de la casa parroquial, encontraron el cuerpo sin vida de don Servando, de
rodillas, en sus manos un rosario, en sus hombros una manta roída y, su cabeza,
postrada en el reclinatorio; el medico del pueblo certificó su muerte por
inanición y frío.
Sus feligreses, los
descreídos, los devotos y demás comparsa, no daban crédito a lo acontecido “Si
se pasaba el día pidiendo”, comentaba don Edmundo, el farmacéutico. Don
Constancio, el único ricachón del pueblo que quedaba, iba más allá, echando las
culpas al obispado por dejar en la penuria a uno de sus siervos.
A su entierro fue
todo el mundo, los de aquí, los de allá y entre comidillas y asombros, todos
descubrieron que don Servando había renunciado a su vida en pos de las demás,
un claro ejemplo para todos sus feligreses y los de kilómetros a la redonda.
Desde aquel día
cenizo y lluvioso en el que enterraron a este hombre, no faltan flores en su
tumba, nadie sabe quién se las pone, la mayoría dicen que salen por generación
espontánea por lo que aquello consideran que es un milagro. El segundo,
apuestan que a los más necesitados no les ha vuelto a faltar de nada, al menos
las necesidades más básicas de cualquier ser humano están cubiertas por una
mano benefactora que susurran que es la de Dios.
Ante estos hechos
acaecidos el obispado para añadirse una medalla más ha solicitado a la curia romana
una investigación profunda y en caso de hallar pruebas contundentes, comenzar
con el proceso de canonización.
¡Pobres diablos! No
saben discernir entre realidad, superstición, miedo y demás gabelas mundanas. Es
la mano oscura de don Constancio, el ricachón del pueblo, el que mueve los
supuestos milagros. Demasiado miedo en su cuerpo, quintales de superchería en
su cabeza; ha de aplacar como sea esa ansiedad que le carcome habiendo
prometido al Altísimo, aunque no crea en Él, pero por si las moscas fueran a
ser que sí existe, voto de silencio, nadie sabrá jamás de sus ayudas a los
otros.
2 comentarios:
Se hará según convenga a la Santa Madre Iglesia, pero antes se coge a un milagro que a un cojo.
Muy querida amiga Má. Angeles
Cuando no distinguimos entre la realidad, y la superstición, las cosas se nos complican más de lo que nos imaginamos.
Un inmenso abrazo.
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