“Para que cualquier
faceta de la vida sea verdadera y tangible hay que luchar porque tus sueños
sean creíbles, rebuscar su savia, el fuego que hay prendido en ellos, sólo
entonces y, en ese instante, las manos de la tierra te abrazarán como hijo suyo
que ha sabido caminar en pos de todo el sol de un amanecer”
Este pensamiento me
lo enseñó mi padre en un cuadernillo que él escribió, un buen hombre al que
nadie comprendió, ni siquiera yo…
Era ese típico ser
humano que crece hacia adentro y cuya condición es el silencio, único compañero
al que respetó toda su vida. Al resto, desdeñó y pisoteó cuanto pudo con su
saliva, obra y olvido. Sin embargo, nunca dejé de pensar que tenía algo bueno
en algún recóndito lugar de su corazón. Me gustaba observarle en la distancia
-cerca, me hubiera dado un cachete con esas manazas que tenía-cualquier cosa le
irritaba-, sobre todo en las tardes de otoño cuando el sol membrillero doraba
los campos calentando nuestros rostros con su últimos rayos mientras merendábamos
a la vuelta de la escuela. Liaba pausadamente el tabaco y perdía la vista en el
infinito. Rufo, nuestro perro, se acercaba a él arrastrándose para no hacer
ruido y se acurrucaba a su lado. Padre, a pesar de estar sumergido en ese mundo
en el que ninguno de nosotros transgredimos jamás, notaba su presencia y con
una ternura que, al recordarla, me produce escalofríos, pasaba muy lentamente
su palma por el lomo de Rufo.
En otros momentos,
mientras madre preparaba la cena, veía como él la miraba de una forma extraña,
entre la admiración y un amor que nunca le demostró.
Tenía fama, porque
lo oí muchas veces en la bodeguilla cuando madre me mandaba a comprar un real
de vino, de irse de putas a la capital y gastarse más de lo que teníamos. Años
después, Doña Socorro, la maestra, gran artífice de lo que hoy soy, me explicó
que mi padre pertenecía a una generación de hombres cuya virilidad y
patriarcado lo demostraban en una serie de gestos como ése.
Con quince años yo
era un chico apocado, pero curioso. Tímido, pero agradecido. Obediente, aunque
una silente rebeldía iba comiendo terreno con los años. Se me daba mejor
escribir que hablar, condición que Doña Socorro enseguida se dio cuenta
incitándome a la lectura de los clásicos y a que le enviara cartas expresando
mi parecer. Aquel juego rápidamente arraigó en mi ánimo.
En casa, padre no
podía ver que leyera, demasiado ya dejaba que fuera a la escuela unas cuantas
horas. Oficialmente iba tres, pero en la realidad estaba más; madre y Doña
Socorro se encargaban de taparme. Los libros que me iba prestando la maestra
los guardaba debajo del jergón. Por ser el hijo pequeño, el último en llegar a
la familia, tenía la peor habitación de la casa: fría, escuálida y sin apenas
muebles. Para mí aquello era un palacio. Dormía a cachos. madre me pasaba “el
fraile” por la cama para que estuviera caliente, y me dormía placidamente, así
no molestábamos a padre. A media noche, cuando todos dormían, abría
desmesuradamente los ojos, yo llamaba a aquel momento, la hora mágica. Encendía
el candil y comenzaba a tocar el cielo… Sabía que detrás de aquellos muros de
adobe había un mundo que me esperaba y, en el cual, algún día, formaría parte
de él. Después de leer y antes de volver a entornar los ojos, escribía unas
líneas a Doña Socorro con el resultado de mis impresiones y más alguna duda que
me hubiera surgido.
De ahí, ella, en
una misiva, me explicaba la condición del hombre en la sociedad en la que yo
vivía y nada entendía. Yo le decía que cómo teniendo a una mujer en casa, se
fuera a buscar... Entonces, Doña Socorro me respondió con una frase tan
compleja que me pasé tiempo haciendo cábalas de lo que me habría querido decir
“a los machos les puso Dios el cerebro en el pito”… Hoy aún me río de mi
ingenuidad por aquel entonces.
Recuerdo mi niñez
tan hermosa a pesar de mi padre, que me encandilo con los recuerdos; él no pudo
nublar mis sensaciones de amor a la vida, a su misterio, la sensación de abrir
los ojos y encontrarme tocando el cielo con mis manos de barro, manos de niño
que cree que todo puede ser posible.
En invierno, hacia
mediados de diciembre, comenzaban a caer copiosas nieves, incluso hubo años en
que estuvimos aislados durante semanas. Madre, en el mes de octubre, comenzaba
el acopio de alimentos. Durante el verano, mi hermano mayor y padre habían
llenado el granero de leña… Leña que iluminaba el fuego del hogar mientras el
caldero colgado rezumaba vahos exquisitos. Las brasas perduraban toda la noche
y hasta el mediodía, mi hermana Clara no echaba más. Aquel momento era un rito
para mí. Veía las llamas transformarse en personajes fantasmagóricos: cabezas
de dragón, de perros aullando al diablo. Clara reía mientras me oía de una
forma muy especial que he buscado, ya de adulto, en las mujeres que han morado
en mi cama. Había química entre mi hermana y yo; una complicidad que aún,
después de muerta, sigo conservando con ella.
Clara era para mi
padre un ángel, no es que se lo demostrara en vida, no, eso no. La trataba como
a mi madre, es decir, ignorándolas hasta la saciedad. Sin embargo, el día que
murió, hubo que separarle del ataúd; pedía a Dios justicia… Nunca volvió a
pisar una iglesia, y su carácter aún se enturbió más. Madre lloraba en silencio
mientras yo le preguntaba por qué Clara no era un ángel en la tierra.
“Mateo, las manos
de la tierra han reclamado lo que era suyo. Dios no tiene nada que ver. Clara,
desde que nació, tenía el corazón muy débil y un día dejó de latir…Piensa, hijo
mío, que pudimos disfrutar de ella veintitrés benditos años…” Callaba, y se iba
al cajón a seguir acariciando la ropa inerte de Clara.
Desde que ella se
fue, mi casa aún fue más silenciosa de lo que era, sólo rasgado aquel silencio
cruel por los ladridos de Rufo, tantos, que una noche padre, con dos vasos de
vino de más, salió y le pegó tres tiros; las patas del animal siguieron unos
instantes temblando mientras tocaban el cielo.
Lo enterramos
cuando padre se quedó dormido. Mi hermano lloraba desconsoladamente y se secaba
las lágrimas con rabia. Madre le pasaba la mano por el hombro con intención de
calmarle, pero él, enfurecido le decía:
“Madre, cualquier
día tenemos un disgusto… No aguanto a mi padre”.
Y así fue… Una
tarde de verano, eran las fiestas del pueblo y padre no le dejó ir a la
verbena, decía que debía descansar pues había mucho trabajo. Madre estaba en la
novena de la Virgen del Carmen, sólo estaba yo en casa comiéndome un mendrugo
con el chocolate que nos había regalado la señora maestra. Hacía un calor
sofocante, y mi hermano bebía del botijo cuando padre le dijo:
-Menos beber y más
trabajar- Jacinto se volvió con furia y, sin mediar palabra, le estrelló el
botijo contra la cabeza. Entonces, el agua se mezcló con la sangre, y ya no era
de aquel rojo intenso de las heridas sino de color de la frambuesa tierna. Los
ojos de padre permanecían muy abiertos, fijos en un punto indeterminado...
Terminé pensando que estaban tocando el cielo donde estaban Clara, Dios y Rufo.
Jacinto y yo
seguíamos parados, extasiados mirando el cuerpo de Padre cuando, un grito, a
nuestras espaldas, nos sacó del ensimismamiento.
Madre apretó la
cara de Jacinto contra su pecho antes de que la guardia civil se le llevara.
Luego, llegaron el alguacil y el médico para certificar la defunción y,
después, con toda la parsimonia de este mundo, mi madre se puso a amortajar el
cuerpo sin vida de su marido. No quiso ayuda de nadie; se encerró en el
dormitorio y yo pegué la oreja a la puerta. No sé si en afán de protección o
queriendo buscar la explicación a mi indiferencia y la confusión de mis
sentimientos extraviados.
Oía a mi madre
murmurar, hasta le llamó mal hombre, eso sí que lo entendí. Supe, entonces, que
le reprochó todo lo que llevaba dentro callado toda su vida.
Cuando salió del
dormitorio conyugal, tanto su rostro como el de mi padre estaban serenos, como
si hubieran llegado a un consenso, como si se hubieran dicho todo lo que nunca
se dijeron con palabras ni con gestos… Entonces, respiré muy hondo y supe que
mi vida, en ese instante, había cambiado.
Entré a ver a mi
padre. Tenía puesto el traje de los domingos y las manos en posición de
plegaria. Por un hueco sobresalía un papel; me asomé más para saber qué era. Ya
no tenía miedo a mi padre, le miraba de frente, toqué su cara recién afeitada…
olía a jabón. Traté de hurgar en sus manos hasta que comprobé que madre le
había colocado en ellas una foto de Clara.
Al día siguiente
del entierro, mi madre me despertó temprano y me dijo:
-Vístete, Mateo.
Tenemos que ir a hablar con Don Segismundo.
-Madre, no he hecho
nada, me confesé la semana pasada con él.
-No es eso, Mateo.
Quiero meterte en un seminario.
-Pero, Madre, yo no
quiero ser cura. Quiero ser maestro como Doña Socorro.
-Primero aprendes
allí. Tienes cama y comida gratis. Luego cuando sepas, te vas.
-Madre, yo quiero
quedarme con usted.
-Tu padre nos ha
dejado en la calle, lo poco que teníamos ya no es nuestro.
-¿Ni las tierras, madre?
-Tus manos no han
nacido para trabajar la tierra… Y no, no son nuestras.
-¿De quién son?
-De Saturnino, el
de La Bodeguilla.
-¿Por eso me daba
vino gratis, madre?
-Por eso, hijo, por
eso…
Cinco años pasé en
el seminario; aborrecí los rezos, odié los sabañones, pero aprendí mucho. Me
alimentaba de las cartas de Doña Socorro y las noticias que me traía de mi
familia. Madre enfermó en el invierno del cincuenta y tres y “tocó el cielo”
una madrugada del mes de enero. A esas alturas, mis ojos se habían secado, no
sabía llorar, pero no me encontraba solo. Aún me quedaba la señora maestra, mi
hermano encarcelado y mis sueños. Del pasado, cuatro cicatrices, un cuarto kilo
de penas y la furia para no hacer lo que habían hecho mis padres. Gracias a los
curas, hice magisterio y luego me largué. Entré una noche en la capilla y pedí
recomendación a Dios. Él me dijo que me entendía y que saliera al mundo a dar
todo lo que había dentro de mí.
Con suerte y con
buenas relaciones -todo hay que decirlo-, logré el puesto de Doña Socorro y
volví a mis orígenes. La maestra, al morir, me dejó cuatro perras, su inmensa
sabiduría y un cuadernillo de anotaciones hechas por mi padre, ¡quién me lo iba
a decir!, mi padre escribiendo…
Con el dinero,
volví a comprar la casa que me vio nacer y parte de las tierras que fueron
nuestras y me dispuse a esperar a que mi hermano saliera de la cárcel.
Cada otoño, después
de las clases, me siento a la puerta de casa, a que me dore el sol membrillero
mientras que con mis manos toco el cielo, precisamente, con las manos que viven
la tierra.
PD. No tuve ocasión
de preguntarle a doña Socorro por qué tenía ella aquel cuadernillo escrito por
mi padre… Pero, gracias a él, me enteré que padre tenía todas sus esperanzas
puestas en mí.
3 comentarios:
Me descubro ante usted, pedazo de escritora.
Querida amiga.
Bellas sensaciones de amor a la vida.
Te dejo un especial abrazo.
La dureza de la realidad, que muchas veces, nos pasa delante de las narices, sin que nos percatemos.
Hermosa historia, aunque muy triste, pero tan real como el aire que respiramos.
Un abrazo nuevamente.
Jose Luis
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