Bajé del coche y arrastré mis pasos; mi ánimo hacía juego con
el ambiente que me rodeaba. La tarde era ceniza, lluviosa, como si la vida ese
día se hubiera maquillado de gris.
Allí estaba ella esperándome desde hacía al menos ocho meses.
Las huellas de las últimas tormentas se dejaban ver entre sus canas, sin
embargo se mantenía erguida, con su aparente modernidad de una época que ya
pasó, y aquel silencio que encerraba tantas risas, encuentros y recuerdos. La
volví a mirar y no pude reprimir esa ternura que siempre me aflora al
contemplar su perfil añoso y gastado. “Yo también pinto canas en el alma, amiga” La
dije calladamente antes de abrir la puerta. Un vientecillo suave se arremolinó
junto a mis pies para regalarme como bienvenida un ramillete de hojas secas.
La puerta se dejó seducir por mi mano
y se abrió dulcemente y, entonces, mi olfato se disparó. Un olor rancio y
húmedo era lo único que quedaba con vida en sus paredes atrincheradas de años. Mi
vista se paseó en la penumbra con la tristeza haciendo aguas en el quicio de
mis ojos. Todo estaba tapado con sábanas de colores esperando que yo
desempolvara sus secretos. Las persianas estaban bajadas, pero por sus rendijas
se colaba la luz gris perla de esa tarde de junio.
Me senté en uno de los
sillones a esperar que mi mente se aclimatara a los nuevos cambios en mi vida
y, sin darme cuenta, un pequeño rayo de luz opaca enfocó la mesita que estaba
al lado del sillón. Entre la sábana que la cubría se podía adivinar un bulto.
Lo palpé pero no supe qué era.
Desde el jardín mi marido reclamaba
mi presencia para que le ayudara con los bultos. Los vecinos también se habían
hecho eco de mi llegada, sin embargo yo seguía allí dentro sentada pensando en
las musarañas, en aquellos pedazos de telas descoloridos aguardando tal vez a
que yo les diera vida.
Y de repente me encontré hablando a ese aire empolvado y
hacinado en el ambiente “Me siento cansada, ¿sabes? Todo me sobra, tan solo
necesito un rincón para mis huesos, un par de silencios para pensar, una risa
agradecida y un abrazo para calentar el corazón, no necesito más”… Mascullé
mientras ella me contemplaba y asentía a mis reflexiones.
En el jardín seguía habiendo ruido,
palabras inconexas, ladridos y, para colorear aquel momento, unos cuantos
truenos cargaban al cielo de aplausos lluviosos, pero yo seguía aislada en ese
mundo que no se toca, solo se siente. Entonces decidí levantar aquella sábana
vieja que cubría la mesita; mis ojos, de pronto, se iluminaron. Acababan de
reencontrarse con su último verano.
Una agenda de hojas sepias, onduladas
de humedad, aromatizadas por crema de sol sellada a su piel. Estaba abierta con su
bolígrafo preparado. En la última hoja se podía leer “El tiempo descansa sobre
nosotros, los días, los meses, no pasan, los llevamos encima. Solo falta que tú
pongas letra y música”… Sonreí comprendiendo que un halo misterioso está
siempre pendiente de nosotros ayudándonos a dar sentido a nuestras huellas.
Sentí la dulzura de su abrazo, la voz
de mis padres en las cortinas, las carcajadas de mis amigos en la bodega, los
gritos infantiles de mis hijos en los muebles.
Y me levanté de aquel sillón. Ya no sentía cansancio sino urgencia. Levanté persianas, abrí ventanas, encendí la nevera y me asomé por la puerta de esa casa que siempre me espera desde mi tierna juventud. Después, con la luz que faltaba a esa tarde gris, mi rostro se encendió y dije al aire de mi jardín “¡Hola, ya he llegado!”
2 comentarios:
¿Sabes que me envuelves cuando te leo? Es como si me transportase a otro lugar, a otro tiempo... Gracias Mª Ángeles.
Me despido ya de ti hasta Septiembre.Un fuerte abrazo y Feliz Verano.
Creo que cada día escribes mejor, Cantalapiedra.
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