Un trueno, dos, tres y al cuarto la casa se iluminó
unos segundos. Tartufo en ese momento se desperezaba. Se había quedado dormido
en una tumbona vieja y abandonada al lado de la piscina. A duras penas pudo
abrir los ojos, la luz grisácea le cegaba, pero un ruido insistente en la parte
delantera de la casa le puso en alerta. Sigilosamente avanzó hasta la entrada y
vio la puerta abierta preguntándose quién habría sido a esas horas. No
utilizaba un reloj convencional, sino que usaba la luz como la manecilla que
guiaba su rutina diaria. De pronto otro trueno y con él un chillido, una
carcajada y la lluvia zumbona.
Le molestó esa agua que comenzó a descargar con
furia una nube estúpida, empecinada en regar justamente en ese momento el
jardín. Encima, los árboles animados por el viento, comenzaron con sus
campanillas acuáticas a tocar una melodía divertida acorde con la voz que venía
de dentro de la casa. Dudó si entrar o esperar y por último decidió esconderse
en el viejo olivo. Desde allí agudizó las orejas y abrió bien los ojos
esperando acontecimientos.
Apenas un rato cuando la vio aparecer. Su cuerpo era
armonioso, pequeño. El cabello amarillo lo llevaba sujeto en una coleta y
sonreía. Reía mientras la lluvia empapaba su ropa, “¡Se la ve tan feliz debajo
del agua!” Se dijo Tartufo sin despegar sus ojos hipnotizados por aquella
aparición inesperada “Tal vez es un duende, Tartufo, en forma de mujer. Mírala
bien, solo la faltan las alas… Tartufo, va a ser un ángel” Así se hablaba así
mismo como siempre lo hacía pues la soledad era su compañera, a la única que
podía hablar y siguió mirándola, disfrutando de la visión hasta que oyó una voz
gritando “Ana, Ana” y Tartufo chilló sin ser oído “¿Quién, puñetas, es este
cenizo que osa estropearme este momento celestial?” A continuación, apareció un
hombre que cuando vio a la mujer corrió hacia ella y la estrechó entre sus
brazos poniéndose a hablar los dos a la vez “¡Qué gesto más humano! Hablar,
hablar sin escucharse” Se dijo Tartufo malhumorado y celoso por haberle robado
aquel desconocido su pequeño placer furtivo, aunque un rugido de sus tripas le
hizo deslizarse de sus reflexiones. Llevaba horas sin comer, necesitaba pillar
comida o sus fuerzas desfallecerían inmediatamente.
Se descolgó del olivo y con cautela de no ser visto
se fue a la cocina. El suelo estaba lleno de bolsas lo cual le fascinó de tal
manera que se tiró casi en plancha sobre ellas, pero justo en ese momento una
algarabía de voces irrumpió en la cocina y Tartufo precipitadamente se escondió
tras una bolsa. “¿Cuánta gente hay? ¿Quiénes son?” Se preguntaba cuando la
bolsa tras la que se escondía fue retirada por una mano. Tartufo se vio
descubierto y desnudo. Salió despavorido por la ventana sin mirar a donde iba
hasta que oyó un frenazo y volvió la cabeza.
Un coche había parado delante de la casa y un hombre
bajaba precipitadamente a mirar debajo del coche. Entonces Tartufo, como si su
memoria fuera una gramola que se enciende, comenzó a recordar aquel día, una
escena idéntica a la que acababa de ver… Una muchacha salía de una casa con
alguien y cruzaba la carretera cuando, de repente, apareció un coche y la
muchacha fue atropellada. Su acompañante pudo salir de debajo del coche y a
duras penas llegar hasta la cuneta, allí justo donde se encontraba Tartufo
ahora… Sin darse cuenta sus ojos se apagaron mientras una lluvia fina y dulce
mojaba la piel de Tartufo.
La gente ruidosa y estridente salió de la casa a
recibir al recién llegado “Son doce” Se dijo Tartufo nostálgico y entristecido
mientras miraba al grupo desde la otra orilla de la carretera. Pero su tristeza
lluviosa, sentida y transparente, se vio mitigada pues en el umbral de la casa
estaba Ana mirando complacida al grupo. Sonreía, seguía sonriendo y la lluvia
continuaba descargando agua mientras el petricor llegaba al olfato de Tartufo.
Le gustaba ese aroma a tierra mojada, incluso en
invierno salía de la casa a deambular por el bosque con la excusa de oler la
tierra y seguir el rastro… “¿Qué rastro?” Tartufo no sabía la respuesta, pero
llevaba tiempo, demasiado, buscando una huella sin saber qué era lo que
buscaba. Sí que recordaba una voz diciendo “A
la mañana que se vuelve oscura sigue la noche, que se vuelve clara a solas con
su sed, que hiere y cura…” Palabras que Tartufo no comprendía ni siquiera
de dónde venían pero que a él le servían para seguir buscando sin desfallecer,
para seguir esperando.
Y allí se quedó Tartufo en la cuneta mientras la
noche llegaba lentamente y las luces y voces encendían el eco de la casa.
Sintió el vacío, la soledad, la tristeza, el abandono y el frío. Tal vez esto
último hizo que Tartufo se metiera en la casa y el placer del calor le
reconfortara. Tanto que, después de haberse dado un festín con los restos de la
cena de aquellos doce intrusos se fue a un rincón de la cocina a dormitar hasta
que le despertaron las voces de tres mujeres. Como estaban de espaldas, no las
veía bien así que de un salto se subió a la mesa. Literalmente y sin darse
cuenta se puso delante de ellas a mirarlas y es cuando se dio cuenta de algo
extraordinario: las tres cotorras, porque para Tartufo eran tres loros
parlantes a la vez, no le veían “¡Cáspita, soy invisible!” Se dijo satisfecho
Tartufo mientras que las mujeres se encaminaban hacia las escaleras y se metían
en la habitación de la torre, justo la favorita suya “Estas tres se van a
enterar de lo que vale un peine” Y dicho y hecho, Primero comenzó levantando y
bajando la tapa de una maleta tan deprisa como podía. Paraba y miraba a las
mujeres en cuyos rostros se había instalado el terror. Para finalizar, se
encaramó en las cortinas con tan mala fortuna que se descolgaron cayendo él y
las cortinas encima de las mujeres. Le dio pena pues comenzaron a chillar
histéricas y decidió largarse y meterse en otro dormitorio en el que vio un haz
de luz. Dos susurros de voces clamaban palabras de amor “Los humanos no tienen
término medio o chillan o susurran. Me largo de aquí” Se dijo Tartufo
deambulando por la casa y pensando en su próxima víctima; hacía tiempo que no
se divertía tanto pues la casa estaba normalmente siempre vacía. Pasó por el
comedor y vio que había vasos abandonados; como tenía bastante sed después del
atracón de comida, decidió beberse el líquido. Era de distintos sabores y
cuanto más bebía, más risa floja le entraba hasta que se cayó de la mesa y fue
tambaleándose hasta una puerta entornada. Allí había alguien que roncaba y fue
a taparle la boca para que dejara de hacer ruido cuando la boca del intruso se
cerró quedando dentro una extremidad de Tartufo. De nada servía chillar, nadie
le iba a escuchar así que decidió esperar. Espera breve pues la boca del
tragaldabas volvió a abrirse y Tartufo salió corriendo como alma que lleva un
diablo travieso.
Se estrelló contra la pared del fondo del pasillo.
Estaba mareado y no era del golpe precisamente así que decidió ir a trompicones
hasta la cocina a buscar algo de beber; tenía de pronto más sed que antes.
Encontró una botella tumbada que goteaba líquido y bebió “Tatufo, no bebaz má,
ece agua no e zana” Se dijo mientras trataba de incorporarse sin lograrlo,
“Tatufo etás bodacho, mu bodacho, vete a domí la mona” Y Tartufo se quedó
dormido abrazado a la botella hasta que pocas horas después, sin haber
amanecido aún, fue despertado por voces. Apenas pudo abrir un ojo y vio a una mujer
alta y esbelta de pelo zaíno que se estaba peleando con la cafetera “Si supiera
la moza qué café más malo hace la máquina esa, se daría mejor a la bebida”
Pensó Tartufo justo en el momento que entraba Ana y a él se le abrieron de par
en par los ojos. Observó con qué destreza sacaba café de aquella máquina
infernal. Sin pensarlo dos veces, Tartufo dio un salto y se fue al lado de Ana.
Cada gota de café que caía fuera de la cafetera, Tartufo la lamía con avidez,
pero un manotazo invisible e inesperado le mandó a tomar vientos. Cuando se
recuperó del golpe miró quién le había propinado semejante desprecio y tampoco
se lo pensó dos veces, se tiró encima de sus piernas y la comenzó a arañar
“Toma, rubia encendida, toma de tu propio jarabe” … La rubia se restregaba las
piernas con las manos mientras chillaba “En esta casa hay un fantasma” Todos se
reían de ella, pero la voz de Ana dijo:
-Tranquilos, es Tartufo- y como si nada hubiera
dicho, Ana siguió haciendo el café y Tartufo se quedó mudo, como si algo en su
interior se hubiera, por fin, despertado y su cuerpecillo desnutrido, su ánimo
famélico y su alma rota de ausencias, hubieran recobrado la vida que le
perteneció.
En silencio, se salió al jardín, se tumbó al lado de
una de las columnas del porche y dispuso a mirar la lluvia. El agua lavó las
telarañas de su memoria para así recordar la otra vida que se le arrebató…
Sí, Tartufo no se llamaba así antes, ni siquiera era
un gato como ahora sino un perro, un perro de la raza de los carlinos y se
llamaba Frostriche, Frost para los amigos. Su ama era una cuentacuentos a la
que la crecían las alas cuando se ponía a escribir. Entonces Frost se
acurrucaba a sus pies mientras ella inventaba historias. Vivían en el campo y
todos los días salían a pasear por el bosque. Hasta llegar a él, antes, tenían
que cruzar una pequeña carretera por la que nunca pasaban coches, pero aquel
día sí pasó uno y les atropelló a los dos. Frost pudo salir de debajo del coche
hasta llegar a la cuneta y ver como sacaban a su ama de debajo del coche, la
tapaban con algo y se la llevaban para siempre. Frost, entonces se adentró en
el bosque hasta cerrar los ojos y cuando los abrió había un hombre a su lado
que le acariciaba y le decía “Pareces un gato abandonado. Te llamaré Tartufo y
yo seré Enrique y me dedicaré a cazar palabras mientras tú encuentras a tu
duende”
La tarde languidece mientras la lluvia sigue un vals
acompasado con el ritmo de las hojas de los árboles. Ana sale al porche, se
sienta en el silencio de esa hora mansa y dice “Tartufo ven conmigo. Te voy a
leer un poema de Antonio Gala…A la mañana
que se vuelve oscura sigue la noche, que se vuelve clara a solas con su sed,
que hiere y cura” De un salto el gato se acurruca entre sus piernas; a lo
lejos se ve partir a Enrique y a los otros habitantes de la casa. Antes, todos
se vuelven y dicen adiós con un pañuelo blanco.
Tartufo y Ana echan a volar. Ahora son dos
charranes, de cola horquillada y esbeltas alas…
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