sábado, 16 de junio de 2018

UN PASEO POR LAS NUBES Y UNA CAJA


Beatriz paseaba por los campos Elíseos feliz, sin prisa, dejándose llevar por el aroma primaveral de la mañana. Se sentía con demasiada suerte para ser verdad por lo que disfrutaba tragando millas con los ojos mientras sus pies volaban por el asfalto parisino.

Incluso, un par de horas antes, sin mirar su monedero, se permitió el capricho de sentarse en una terraza en la Madeleine y pedirse un café por el que pagó ocho euros. Una insensatez para su precaria economía, pero la opción fue la mejor pues una vez sentada, la permitió soñar con los ojos abiertos entretanto la lluvia tartamudeaba sobre el toldo burdeos que la refugiaba de esa agua que limpiaba el parabrisas de su sensibilidad para otear la vida con placer; no necesitó más mientras sus pulmones se llenaban de calma y en  su rostro se encendía la llama de una sonrisa.

Después, fue trepando despacio por los Champs-Elysées, colgándose de cada edificio fascinada igual que una niña descubriendo un mundo a su alcance. El sol había barrido el sombrío plomo del cielo justo para que el dorado del Petit Palais diera el brochazo del amor en su escalinata y dos japoneses declararan su amor eterno en la ciudad de la luz. Envuelta de esa imagen, Beatriz siguió escalando por la avenida, pensando que daría lo que fuera por vivir una escena parecida donde el amor vive en su reino por siempre jamás.

A lo lejos, vio una multitud que, según se fue acercando, comprobó que era una hilera interminable y disciplinada de almas humanas, “Será un museo” se dijo, pero cuando estuvo lo suficientemente cerca leyó unas letras enormes que se descolgaban por la fachada de un edificio impoluto, “Louis Vuitton

Asombrada, perpleja, comprobó que era una tienda, una firma de lujo. Cerca había un banco y una papelera; se sentó a observar qué semblante tenía la opulencia y la ostentación. Admiraba los rostros de regocijo que salían del comercio con sus enseres materiales envueltos en maravillosos paquetes. Y ella deseó tener tiempo y dinero para vestirse con ese gesto de satisfacción.

Tiempo aún tenía para perderlo en emborracharse de ese placer que es unos instantes sin reloj que marque las horas para extraviarlos porque sí. Sin embargo, dinero para comprar allí, no. Sus hombros se desplomaron y su espalda se encogió en una graciosa curvatura. Sus ojos, dos fisgones al acecho, vieron como dos jóvenes japonesas se acercaban a la papelera, abrían la hermosa bolsa, deshacían el bello paquete que cubría una caja preciosa, sacaban un bolso y, excitadas de ilusión y complacencia, abandonaban bolsa y caja en la papelera y se iban saltando de alegría.
Beatriz se volvió y, cogiendo con delicadeza caja y bolsa, las admiró con deleite y, después, se levantó presintiendo que sus pies tenían alas, en sus bolsillos pocas monedas y, en su corazón, ganas de reír.

Beatriz se sorprende del Arco del Triunfo “¡Qué grade es!” se dice mientras que, con su mano izquierda, acaricia una bolsa de lujo que descansa en su hombro y espera complacida a sus compañeros.
-¡Guau, Bea! ¿Qué te has comprado en Louis Vuitton?
-Una caja para guardar mis collares. Mira, qué bellezón de caja…

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