Beatriz paseaba por los campos Elíseos feliz, sin
prisa, dejándose llevar por el aroma primaveral de la mañana. Se sentía con
demasiada suerte para ser verdad por lo que disfrutaba tragando millas con los
ojos mientras sus pies volaban por el asfalto parisino.
Incluso, un par de horas antes, sin mirar su
monedero, se permitió el capricho de sentarse en una terraza en la Madeleine y
pedirse un café por el que pagó ocho euros. Una insensatez para su precaria
economía, pero la opción fue la mejor pues una vez sentada, la permitió soñar
con los ojos abiertos entretanto la lluvia tartamudeaba sobre el toldo burdeos
que la refugiaba de esa agua que limpiaba el parabrisas de su sensibilidad para
otear la vida con placer; no necesitó más mientras sus pulmones se llenaban de
calma y en su rostro se encendía la
llama de una sonrisa.
Después, fue trepando despacio por los Champs-Elysées,
colgándose de cada edificio fascinada igual que una niña descubriendo un mundo
a su alcance. El sol había barrido el sombrío plomo del cielo justo para que el
dorado del Petit Palais diera el brochazo del
amor en su escalinata y dos japoneses declararan su amor eterno en la ciudad de
la luz. Envuelta de esa imagen, Beatriz siguió escalando por la avenida,
pensando que daría lo que fuera por vivir una escena parecida donde el amor vive en su reino por siempre jamás.
A lo lejos, vio una multitud que, según se fue acercando, comprobó que
era una hilera interminable y disciplinada de almas humanas, “Será un museo” se
dijo, pero cuando estuvo lo suficientemente cerca leyó unas letras enormes que
se descolgaban por la fachada de un edificio impoluto, “Louis
Vuitton”
Asombrada, perpleja, comprobó que era una tienda, una
firma de lujo. Cerca había un banco y una papelera; se sentó a observar qué
semblante tenía la opulencia y la ostentación. Admiraba los rostros de regocijo
que salían del comercio con sus enseres materiales envueltos en maravillosos
paquetes. Y ella deseó tener tiempo y dinero para vestirse con ese gesto de
satisfacción.
Tiempo aún tenía para perderlo en emborracharse de ese
placer que es unos instantes sin reloj que marque las horas para extraviarlos
porque sí. Sin embargo, dinero para comprar allí, no. Sus hombros se
desplomaron y su espalda se encogió en una graciosa curvatura. Sus ojos, dos
fisgones al acecho, vieron como dos jóvenes japonesas se acercaban a la
papelera, abrían la hermosa bolsa, deshacían el bello paquete que cubría una
caja preciosa, sacaban un bolso y, excitadas de ilusión y complacencia,
abandonaban bolsa y caja en la papelera y se iban saltando de alegría.
Beatriz se volvió y, cogiendo con delicadeza caja y
bolsa, las admiró con deleite y, después, se levantó presintiendo que sus pies
tenían alas, en sus bolsillos pocas monedas y, en su corazón, ganas de reír.
Beatriz se sorprende del Arco del Triunfo “¡Qué grade
es!” se dice mientras que, con su mano izquierda, acaricia una bolsa de lujo
que descansa en su hombro y espera complacida a sus compañeros.
-¡Guau, Bea! ¿Qué te has comprado en Louis Vuitton?
-Una caja para guardar mis collares. Mira, qué bellezón
de caja…
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